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Opinión
Bertrand Russell, azote de poderosos
Yo era joven y leía a gentes como Bertrand Russell, que acaba de cumplir 150 años. Conservo su libro Por qué no soy cristiano, que lleva mi firma, una extraña firma que me agencié copiando la de San Francisco Javier, que como buen navarro escribía su nombre como Francisco Xabier.
La fecha que figura en el libro (imagino que lo compré en la Cuesta del Moyano), también está consignada en las primeras páginas, junto a la firma y es el 5-11-1979. Publicado por Pocket Edhasa, e impreso un año antes en Capellades (Barcelona). Para nosotros, los jóvenes de entonces, Russell era un personaje muy atractivo. Era un pacifista, un contestatario, un activista, un viejo filósofo, luego supimos que también un excelente matemático.
Nos atraía su escepticismo, su capacidad crítica y su facilidad para cuestionar y sacar punta a los viejos axiomas que pasaban por irrefutables. Un hombre comprometido con las posiciones contra la guerra, contra los dogmatismos, contra la proliferación del armamento nuclear y contra los crímenes de guerra.
Para combatir esos crímenes, comenzando por la Guerra de Vietnam, creó un Tribunal que terminó llevando su nombre y del cual formaron parte personas a las que admirábamos tanto como Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, Julio Cortázar, Peter Weis, Sara Lidman, Stokely Carmichael, o Lázaro Cárdenas, el expresidente mexicano que acogió a decenas de miles de exiliados tras la Guerra Española.
Pero hubo otro libro de Russell que llegó aún antes a mis manos, el 27-1-79. La editorial es Losada, de Buenos Aires, y fue impreso en esa ciudad en 1968. Tardó, por lo tanto, diez años en recorrer el camino desde la imprenta hasta la estantería de mi casa, tras conseguir atravesar el charco. El libro se titulaba El poder en los hombres y en los pueblos. En otras versiones, el título era El poder: un nuevo análisis social.
Eran aquellos tiempos, en los que iniciaba mi carrera como profesor en el colegio San Roque de la UVA de Villaverde —UVA significaba Unidad Vecinal de Absorción, esas construcciones prefabricadas y transitorias destinadas a acoger a los pobladores de chabolas, que luego vivirían allí por tiempo indefinido, tendente al infinito—.
Tiempos en los que militaba en la CNT de aquella incipiente democracia. La libertad de Bertrand Russel, su pacifismo y su cuestionamiento del poder instituido en la política, en la economía y en las propias organizaciones sociales eran posiciones atractivas e irresistibles. Había que leerle, estudiarle, debatir sus postulados, sus ideas y practicarlos.
No me pidáis que os resuma el libro, han pasado más de 40 años desde aquella primera lectura. Luego mis acercamientos posteriores han sido por capítulos sueltos y jugosos. Sí recuerdo el dato de que fue escrito antes de que se desencadenase la II Guerra Mundial para denunciar el surgimiento de los fascismos, el nazismo y el estalinismo. Bertrand, que había sido un claro opositor a la I Guerra Mundial, se sintió obligado, en este caso, a apoyar la alianza contra el nazismo.
Y recuerdo la afirmación de que la única justificación que permite aceptar el “amor al poder” es que defienda algún objetivo que no sea el de la exclusiva toma del poder. Si pretendemos sostener una vida social que nos permita satisfacer necesidades generales debemos inspirarnos en alguna filosofía que no se derive del amor al poder.
De lo contrario, dice Russell, las ansias de resultados que justifiquen nuestro poder, el pragmatismo, el utilitarismo, nos pueden conducir a preferir tener éxito, defendiendo cosas que en principio no deberíamos desear, en lugar de arriesgarnos a fracasar defendiendo cosas que sí serían útiles para mejorar las vidas.
Recuerdo el libro como un repaso detenido sobre la naturaleza del poder y de cómo se ejerce por la fuerza, como poder desnudo, en las organizaciones políticas, en los poderes económicos, en las organizaciones sociales, en las situaciones revolucionarias.
Un poder que, ya lo anuncia Russell, puede aprender a actuar desde la seducción, la persuasión, el dominio de la opinión pública. Pese a todo Russell confiaba decididamente en la posibilidad de domar al poder, doblegarlo, acercarlo a la dimensión humana y enfrentar el poder de la libertad al poder totalitario.
Era un ensayista convincente, un maestro de la disertación, hasta el punto de que en 1950 la Academia Sueca le concedió el Nobel de Literatura por sus ensayos. Creo que es la última vez que el Nobel de Literatura va a manos de un ensayista.
Para doblegar al poder Russell apuesta por la filosofía, la ética y por la educación, por la pedagogía
Retroceder
Para doblegar al poder Russell apuesta por la filosofía, la ética y por la educación, por la pedagogía. En 1927 creó una escuela infantil, junto a su segunda esposa Dora Winifred, para educar a los niños en la libertad y en la cooperación, frente a la imposición y la competencia brutal. En los tiempos que corren, 150 años después del nacimiento de Russell y a más de 50 de su fallecimiento, me da la impresión de que hemos perdido mucho tiempo y perder tiempo supone retroceder.
Admitimos sin más un mundo único, sin opciones, ni alternativas, que es como es, incuestionable, inevitable, aunque nos conduzca a la muerte y al desastre planetario. Admitimos el poder omnímodo, el culto al poder de hoy, aunque mañana el culto sea hacia otros líderes, en nuestros partidos, en nuestros gobiernos, en nuestras organizaciones y aunque presumamos de actuar en organizaciones de izquierdas.
Volvamos cincuenta años atrás. Retomemos la lectura de Por qué no soy cristiano, de El poder en los hombres y en los pueblos. Retomemos la crítica al poder y a los poderosos, la no violencia, la cooperación, el no a la guerra y esa voluntad decidida de tomar las riendas de nuestras vidas para hacerlas compatibles con la vida en el planeta.
Paremos un momento para repensarnos, para retomar a magníficos pensadores como Bertrand Russell y para recuperar la ilusión y la esperanza de que hay un futuro posible y estamos a tiempo de construirlo,.