Opinión
Ser palestino es difícil. Pequeño ensayo contra la indiferencia

La resiliencia, sin embargo, no es un cumplido: es el elogio de quien ha decidido no intervenir. Hay una comodidad cobarde en llamar resiliente a quien en realidad resiste.
Fotos Gaza Unicef - 16
©Unicef A raíz de las órdenes de desplazamiento en diferentes zonas de Gaza, familias de las zonas orientales de Khan Younis se están desplazando hacia el oeste de la ciudad.
Palestino en la diáspora residente en España y originario de Jaffa.
4 jun 2025 06:00

Ser palestino es difícil. No por la tierra, ni por la lengua, ni siquiera por el enemigo. Es difícil porque vivir siendo palestino es hacerlo bajo sospecha, bajo asedio, bajo el peso de un genocidio que el mundo contempla en directo… y calla.

Es difícil cuando tus hijos son reducidos a trozos y tus olivos, raíces de siglos, son arrancados del suelo, como si borrar árboles pudiera borrar memoria. Es difícil cuando cada acto de vida; caminar, reír, enseñar, sembrar; se convierte en un gesto de resistencia. En un mundo donde la injusticia exige elegancia y la brutalidad se disfraza de diplomacia, ser palestino no es simplemente una cuestión de origen: es un hecho político. Una provocación involuntaria. Una afrenta viviente al orden establecido.

Un Pueblo que se niega a desaparecer

Decirse palestino es desafiar las narrativas oficiales, cuestionar las fronteras dibujadas en despachos lejanos, y recordar al mundo que hay pueblos que, a pesar de todo, se niegan a desaparecer. El palestino no camina con la nostalgia de lo perdido; camina con la conciencia lúcida de lo robado.

No se trata solo de ocupación militar, aunque los muros, los drones y los checkpoints sean reales y asfixiantes. Se trata de un sistema global que exige a los oprimidos que se expresen con moderación, que entierren a sus hijos en silencio, que equilibren su rabia para no incomodar la sensibilidad del espectador internacional. Mientras las bombas caen, se les pide prudencia. Mientras se borra su historia, se les exige que sean razonables. Se les llama “resilientes”, como si resistir a un exterminio fuera una virtud estética.

La resiliencia, sin embargo, no es un cumplido: es el elogio de quien ha decidido no intervenir. Hay una comodidad cobarde en llamar resiliente a quien en realidad resiste. Porque la resiliencia, al menos como se pronuncia desde los salones de Occidente, implica aguantar, soportar, adaptarse. Pero lo que hace el Pueblo palestino no es adaptarse a la injusticia: es rechazarla activamente. En sus cuerpos, en sus palabras, en su arte, en su memoria viva.

La resiliencia, sin embargo, no es un cumplido: es el elogio de quien ha decidido no intervenir. Hay una comodidad cobarde en llamar resiliente a quien en realidad resiste

Ser palestino es vivir dos vidas a la vez: una en la que se llora; y otra en la que se lucha. Y en ambas, se debe justificar una y otra vez la propia humanidad frente a un mundo que ha convertido su sufrimiento en ruido de fondo. Las muertes palestinas no interrumpen la programación habitual. Sus gritos rebotan en los muros de las redes sociales, clasificados como “contenido sensible”. Su existencia es censurada para no herir susceptibilidades. Y sin embargo, resisten. Se organizan. Enseñan a sus hijos los nombres de aldeas que ya no existen en los mapas, pero sí en las canciones, en los bordados, en las llaves que aún cuelgan en las paredes del exilio. Recitan poesía donde otros lanzan misiles. Recogen las ruinas y siembran girasoles. Construyen futuro con las migajas que deja el presente.

Hay quienes creen que Palestina es una causa perdida; sin embargo, hay algo profundamente revolucionario en seguir amando una tierra que el mundo insiste en negarte. En seguir creyendo que se puede vivir con dignidad donde otros solo siembran escombros. En no dejarse domesticar por el horror. En tiempos donde la neutralidad se vende como virtud, recordar que el oprimido no está obligado a ser amable es esencial. No es el tono de su grito lo que debe juzgarse, sino la violencia que lo provoca.

Hay quienes creen que Palestina es una causa perdida; sin embargo, hay algo profundamente revolucionario en seguir amando una tierra que el mundo insiste en negarte

Ser palestino no es solo cuestión de sangre o geografía. Es una afirmación política, una negativa persistente a ceder ante el olvido. Es ser la piedra en el zapato del relato dominante, la voz que se niega a ser acallada, el testigo incómodo de un crimen en curso. Ser palestino es negarse a ser metáfora. Lo que el mundo llama resiliencia en el palestino no es más que una proyección ajena, incapaz de comprender la dignidad que lo mueve a resistir. El palestino no soporta pasivamente una tragedia interminable, ni existe para provocar compasión ajena.

El palestino tiene proyectos: escuelas que brotan entre los escombros, bodas celebradas bajo el zumbido de drones, hijos que aprenden el alfabeto a la luz de velas durante los apagones. El palestino cultiva la tierra donde ayer cayó una bomba; planta olivos como quien afirma que el futuro aún es posible. Es madre, arquitecto, poeta, estudiante; es anciano que recuerda la aldea y niño que la dibuja aunque nunca la haya pisado. El palestino no resiste por inercia: resiste por dignidad. Porque su vida no es una espera resignada, sino una afirmación diaria y valiente de que merece vivir con plenitud y libertad, sin pedir permiso a nadie. Y que se entienda de una vez: No somos resilientes para su consuelo. Somos resistentes por nuestra libertad.

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