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Sidecar
Batalla de retaguardia
La concesión del Premio Nobel de Ciencias Económicas a Ben Bernanke el mes pasado desató una ola de indignación entre quienes consideran al expresidente de la Reserva Federal como el epítome del pensamiento poco original del establishment. Bernanke recibió el premio por su trabajo a la hora de demostrar que los pánicos bancarios eran posibles y que podían afectar a la actividad económica real, siendo ambas cosas eran absolutamente obvias desde al menos la década de 1930. Sin embargo, los modelos keynesianos que la profesión económica construyó durante el periodo de posguerra eran incapaces de dar cuenta de tales acontecimientos, dado que carecían de una explicación real de la volátil dinámica de la deuda y las finanzas.
Esta aporía se hizo más evidente cuando la era del «predominio fiscal» llegó a su fin y la inestabilidad financiera reapareció a partir de la segunda mitad de la década de 1960, desafiando al paradigma keynesiano y dotando de credibilidad a las corrientes de pensamiento rivales. Los teóricos de las expectativas racionales subrayaron la inutilidad inherente a los intentos del gobierno de interferir en el funcionamiento interno del mercado, mientras que el monetarismo de Milton Friedman fomentó la noción de que el sesgo inflacionista keynesiano era responsable de la corrupción del patrón monetario estadounidense.
Bernanke y otros neokeynesianos no se tragaron la idea de que los problemas del presente podían resolverse volviendo a un mercado libre puro. Sin embargo, la superficialidad de su concepción del problema de la inestabilidad del capitalismo quedó patente en la posterior evolución de su trabajo sobre el consabido marco de objetivos de inflación y el ajuste monetario preciso, que miraba con recelo cualquier intento de gestionar los mercados de valores o los precios de los activos. En 2004, cuando formaba parte de la junta de gobernadores de la Reserva Federal, Bernanke introdujo la noción de «la Gran Moderación» en léxico económico predominante, expresando su convicción de que mediante un ajuste preciso basado en reglas, la Reserva Federal sería capaz de garantizar un crecimiento estable y no inflacionario. Por encima de todo, Bernanke mantuvo la ilusión de que, con las mentes adecuadas al frente de la economía, el dinero podría tener los atributos de la fantasía neoclásica y ser neutral, estable, discreto. Como queda claro en sus memorias, este keynesianismo plenamente neoliberalizado sobrevivió cómodamente a la propia participación de Bernanke en las enormes operaciones de rescate que siguieron al cuasi colapso del sistema financiero estadounidense en 2007-2008.
El libro de Alan S. Blinder A Monetary and Fiscal History of the United States, 1961-2021, se publicó en Estados Unidos durante la misma semana en que se anunció el Premio Nobel. Tras doctorarse en el MIT con Robert Solow, Blinder ha desarrollado una larga y distinguida carrera en el departamento de Economía de Princeton, su alma mater. A mediados de la década de 1980, contribuyó a reclutar a Bernanke para esta universidad gracias a los trabajos que le harían ganar el Nobel. Pero aunque Blinder y Bernanke comparten agenda intelectual y son aparentemente buenos amigos hasta el día de hoy, sus orientaciones políticas son diferentes. Bernanke es un republicano o al menos lo era hasta que se percató de lo incívico que su partido podía llegar a ser y no reivindicaría la etiqueta de keynesiano más que como una descripción puramente técnica de su marco conceptual, que en cualquier caso considera ampliamente compatible con las ideas de la economía neoclásica y monetarista.
Blinder, en cambio, es un liberal comprometido (un autoproclamado «demócrata de centro-izquierda», como dice en la introducción del libro). Durante su prolongada ausencia de la academia durante la década de 1990, fue miembro del Consejo de Asesores Económicos de Clinton, para a continuación ocupar el puesto de vicepresidente de la Junta de la Reserva Federal, desde donde se opuso a la pretensión de Alan Greenspan de combatir la inflación subiendo los tipos de interés e induciendo mayores niveles de desempleo. Su obra, que abarca desde la década de 1970 hasta la actualidad, es un intento sostenido de resistir la dilución neoliberal del keynesianismo. Blinder pretende preservar tanto el espíritu de su materialización original durante el periodo posguerra, como su relevancia práctica como manual de políticas, defendiendo el gasto deficitario y el estímulo fiscal como medios para estabilizar la economía y acercarla lo más posible al pleno empleo.
El nuevo libro de Blinder ofrece un análisis sintético de las políticas económicas estadounidenses implementadas durante los últimos sesenta años, lapso de tiempo que coincide aproximadamente con el de su propia carrera. El libro parte exactamente de la fecha de conclusión del periodo analizado por Milton Friedman y Anna Schwartz en su influyente obra A Monetary History of the United States, 1867-1960 (1963), aunque Blinder sostiene que su texto «no es en ningún sentido una secuela» de la mima a pesar del «homenaje deliberado» de su título. Blinder comienza por «la nueva economía» consagrada en el paquete de recortes fiscales decidido por los gobiernos de Kennedy-Johnson en 1964, que describe como «un acontecimiento decisivo –«la primera acción de política fiscal deliberada y declaradamente keynesiana jamás emprendida por el gobierno de Estados Unidos»– para continuar analizando a continuación el auge del monetarismo, la desinflación de Volcker de la década de 1980, el fortalecimiento de la independencia de los bancos centrales durante la floreciente década siguiente («una revolución fundamental y cuasi mundial» de la política monetaria), las respuestas dadas a la crisis financiera de 2007-2008 y la configuración de la «trumponomics» implementada antes y después de la pandemia.
Un elemento central del viejo proyecto keynesiano de Blinder es la famosa «curva de Phillips», que describe la relación inversa existente entre la inflación y el desempleo. Esta curva ocupó un lugar fundamental pero paradójico en el pensamiento keynesiano de posguerra. Por un lado, formalizaba una desafortunada condición existencial: la inevitable correlación existente entre la necesidad de garantizar la estabilidad de la moneda y el deseo de asegurar la obtención de un trabajo decente a todo aquel que lo desee. Por otro lado, los keynesianos siempre han identificado una cierta capacidad de acción política en el rango de esta correlación, la cual tal vez no nos agrade como dato de facto, si bien su mera existencia nos obliga a tomar las decisiones correspondientes para lograr un equilibrio entre ambas variables: los responsables políticos siempre pueden hacer algo respecto a este último.
Esta era la preciada posesión del keynesianismo de posguerra que los monetaristas y los teóricos de las expectativas racionales trataron de socavar. Friedman dibujó la curva de Phillips como una línea recta vertical, indicando que existe una tasa natural de desempleo no negociable y que los intentos de interferir en ella serán inevitablemente contraproducentes. A pesar de sus intentos de «relegar mis propias opiniones políticas a un segundo o tercer plano», el propósito evidente del libro de Blinder es rescatar la lógica de la curva de Phillips de las garras de la reacción neoliberal. En su opinión, «ser keynesiano en ocasiones significa preocuparse más por el desempleo que por la inflación», preocuparse más por el bienestar de aquellos que deben vender su fuerza trabajo que por los flujos de ingresos de los rentistas. Es un bonito sentimiento, pero, ¿en qué consiste?
Escribir con una agenda intelectual tan defensiva y comprometida de antemano puede dificultar la tarea de tomarle el pulso a la historia. Sin embargo, algunos de los escritos anteriores de Blinder han sido útiles. Su libro de 2001 The Fabulous Decade, escrito conjuntamente con Janet Yellen, presenta un relato lúcido, aunque no especialmente crítico, del auge de la década de 1990. Su estudio de la crisis financiera de 2007-2008, After the Music Stopped (2013), se encuentra entre las perspectivas más útiles contempladas en los análisis predominantes de esta crisis. Y en comparación con las provocaciones oportunistas de Larry Summers y otros keynesianos nominales, las intervenciones de Blinder en The Wall Street Journal son siempre equilibradas y sensatas. En su nuevo libro deja claro, sin embargo, la poca sustancia intelectual que hay para respaldar sus opciones normativas.
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La laguna más conspicua de Blinder es la misma que la de Bernanke: la carencia de una adecuada comprensión de la inestabilidad financiera como fuerza activa en el desarrollo histórico. En su mundo, los bancos son instituciones que aceptan depósitos y los canalizan hacia el endeudamiento a largo plazo, esto es, intermediarios neutrales que trabajan para equilibrar unos flujos financieros que de otro modo no estarían correctamente compensados, lo cual constituye en esta descripción un excelente ejemplo de cómo el mercado resuelve sus propios problemas. Este planteamiento ignora la posibilidad de que la creación de dinero y crédito pueda estar ligada a la incertidumbre y la volatilidad de forma sistémica y no accidental, así como elide el hecho de que las instituciones financieras producen volatilidad en el curso de sus operaciones ordinarias. La inestabilidad –tensiones de liquidez, impagos, quiebras totales– es endémica, no excepcional.
Sin entender las finanzas como una fuerza real, el drama de la década de 1970 es imposible de comprender. Hasta principios de la década anterior, las instituciones financieras funcionaban de una manera que todavía podía explicarse de algún modo a partir de la concepción de los bancos como «canalizadores» de recursos financieros, lo cual reflejaba la estabilidad del orden de posguerra y los bajos tipos de interés garantizados por la subordinación de la Reserva Federal a las necesidades de financiación de la deuda del Tesoro. Pero a medida que la economía de posguerra maduraba y los gobiernos de Kennedy y Johnson apostaban por mantener el crecimiento económico mediante recortes fiscales, la demanda de crédito creció. Los bancos no pudieron aprovechar estas oportunidades de expansión crediticia debido a la existencia de límites máximos impuestos sobre los tipos de interés durante el New Deal. En este contexto, los bancos descubrieron que su negocio no dependía de recibir depósitos, porque podían conceder préstamos un momento determinado y luego acudir al mercado para «comprar dinero», es decir, podían endeudarse para obtener los pasivos correspondientes para satisfacer los requisitos reguladores.
La «gestión de los pasivos» invirtió el guion, haciendo casi imposible que la Fed controlara la inflación. Cada vez que el banco central intentaba restringir las condiciones monetarias, provocaba otra ola de «desintermediación», lo cual significaba que los bancos repudiaban el modelo de «canalización» y buscaban activamente pasivos de depósito. Las respuestas políticas para contener las presiones inflacionistas ralentizaron el crecimiento y aumentaron el desempleo, especialmente entre las personas de color y otras minorías que tenían menos posibilidades de disfrutar de la protección de sindicatos poderosos, pero apenas sirvieron para frenar la inflación, convirtiendo los modelos keynesianos en instrumentos cada vez menos útiles.
Ninguno de estos comportamientos cruciales cae bajo el radar de Blinder. Su objetivo, por el contrario, es demostrar que el keynesianismo debería haber salido intacto de la década de 1970. En su intento de defender la validez de la curva de Phillips, su análisis de la década se convierte en la búsqueda de acontecimientos externos a los que achacar la miseria: proliferación de guerras, crisis del petróleo y políticas intempestivamente decididas o aplicadas. El razonamiento parece ser que si simplemente hubiéramos reconocido la realidad de los choques de oferta, el problema de las incesantes presiones inflacionarias habría desparecido, lo cual habría hecho innecesaria la intervención de Volcker.
Pero el choque de Volcker se produjo y Blinder sólo comprende superficialmente cómo funcionó. En un momento dado recuerda haber preguntado a Volcker cómo creía que la Reserva Federal había domado la inflación a lo cual este respondió: «Provocando quiebras». Hay quien podría tomar esta respuesta como una sorprendente constatación objetiva digna de ser tomada en consideración, pero este no es el caso de Blinder. La afirmación de Volcker solo le interesa en la medida en que parece refutar la descripción monetarista de cómo se derrotó la inflación. Blinder tampoco está convencido de que la política monetaria haya contribuido de forma significativa a la Gran Moderación, es decir, el prolongado periodo de crecimiento estable y baja inflación que experimentó Estados Unidos desde mediados de la década de 1980, cuya materialización atribuye «principalmente a una larga racha de buena suerte». ¿Podría tener algo que ver con la misma la totalidad de las quiebras verificadas?
Bajo la narrativa superficial del crecimiento no inflacionario subyace una historia de escasez de liquidez aquí y de abundante liquidez allá, de precios volátiles de los activos, de quiebras, de rescates para algunos y de austeridad para otros. Sin embargo, como muestra A Monetary History of the United States, nada de ello es explicable desde una perspectiva neokeynesiana. Cuando la Reserva Federal de Volcker dejó de amortiguar bruscamente la dinámica inflacionista, el resultado era predecible: tensión financiera y quiebras. El desenvolvimiento de este proceso no se iba a dejar en ningún caso al juicio impersonal del «mercado». La crisis de las cajas de ahorro estadounidenses de las década de 1980 y 1990 confirmó que no se permitiría el hundimiento de aquellas instituciones financieras dotadas de importancia sistémica y demostró hasta qué punto la ciudadanía estadounidense en general se hallaba involucrada en los altibajos de las altas finanzas y dependía de los rescates.
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Cuando Blinder se refiere al periodo de gobierno de Clinton, parece confundido sobre por qué un equipo económico formado básicamente por keynesianos fue tan reacio a la hora de rehabilitar su marca preferida de keynesianismo, impulsando una política fiscal activa y recurriendo al estímulo de la demanda. No parece que se haya esfumado la mutua estima existente entre Blinder y Robert Rubin (presidente del Consejo Económico Nacional de Clinton y posteriormente Secretario del Tesoro), al que describe como un antiguo «príncipe de Wall Street» y representante de los «vigilantes del mercado de bonos». De acuerdo con la descripción de Blinder, el secretario del Tesoro Lloyd Bentsen charlaba con Greenspan, que coordinaba sus políticas con Clinton; pronto la idea «profundamente antikeynesiana» de que la reducción del déficit era la clave del crecimiento económico y de la creación de empleo se afianzó en el seno del gobierno. En ese momento, los keynesianos más tradicionales, como Blinder, fueron expulsados del círculo íntimo de Clinton.
Para alguien que experimentó de cerca el pensamiento grupal neoliberal de los demócratas durante el gobierno de Clinton, Blinder es notablemente crédulo sobre la presidencia de Obama. A este último se le atribuye el intento de reiniciar el estímulo keynesiano de la demanda, antes de que el proyecto fuera supuestamente desbaratado por el sabotaje republicano y el populismo del Tea Party. Por supuesto, la realidad es algo diferente. Clinton, al menos, se mostró realmente molesto por la forma en que «un puñado de malditos gestores de bonos» había arruinado sus planes de implementar una alternativa, concebida en la horma de la Tercera Vía, a la economía de la oferta. No está en absoluto claro que la mente de Obama se situara nunca en un espacio de referencia similar. Los economistas que contrató se sentían intuitivamente cómodos dando a Wall Street lo que quería e instintivamente se oponía a aliviar las presiones financieras sobre la gente común. Desde el principio, sus intervenciones no estuvieron orientadas a impulsar la demanda o el empleo, sino a fijar el valor de los activos y a mantener las empresas financieras a flote. Desde el punto de vista de su gobierno, lo primero estaba destinado a ser inflacionario, mientras que lo segundo era una pura necesidad innegociable.
Clinton fue capaz de cabalgar la rugiente década de 1990, pero ninguna ola similar llegó al rescate de Obama. Por el contrario, los gobiernos de Obama intensificaron la Gran Recesión al combinar la institucionalización de un elaborado y persistente modelo de rescate con una prolongada austeridad fiscal, lo cual es decepcionante para Blinder, quien, sin embargo, no lo considera como resultado de programa político consciente alguno. En su opinión, la «flexibilización cuantitativa» fue simplemente el producto de tecnócratas que hicieron su trabajo en circunstancias difíciles. Lamenta la incapacidad del gobierno de Obama para entender que el estímulo de la demanda es la solución al estancamiento económico. Y lamenta aún más que los demócratas opten con tanta frecuencia por la rectitud fiscal, mientras los republicanos no muestran reparo alguno a la hora de reducir los impuestos a los ricos. Pero su explicación del fracaso de una versión más anticuada y socialdemócrata del keynesianismo está impregnada de una estudiada ignorancia y una deliberada ofuscación. En última instancia, Blinder no puede aceptar la posibilidad de que la oposición a su tipo favorito de keynesianismo estuviera impulsada por una agenda política más o menos coherente, es decir, por la razón neoliberal.
En los últimos meses, Blinder ha mantenido una perspectiva tortuosamente equilibrada sobre el retorno pospandémico de la inflación: «Don’t Worry Too Much About the Inflation Surge Don’t Worry Too Much About the Inflation Surge» o bien «The Fed Should Raise Interest Rates, but Gently», pasando por «Inflation Isn’t Transitory, but It Isn’t Permanent Either» (todas ellos títulos de sus columnas en The Wall Street Journal). Bernanke, por su parte, ha considerado que la Fed debería haber intervenido antes y con más fuerza, haciéndose eco de los llamamientos de Larry Summers y Jason Furman en pro de aumentar el desempleo y subir los tipos de interés. La reticencia de Blinder a subirse al carro de los partidarios de la línea dura contra las presiones inflacionistas es admirable. Sin embargo, según la lógica de su propia y querida curva de Phillips, lo que defienden los Summers y Furman tiene mucho sentido: la forma de reducir la inflación es aumentando el desempleo.
La trayectoria de Bernanke sugiere que cuando los intereses y los pensadores del establishment abrazan las preocupaciones keynesianas sobre la inestabilidad económica, es probable que las utilicen «para insuflar vida a los rentistas en lugar de para proceder a su eutanasia», como dijo Hyman Minsky. Esa es la esencia del keynesianismo plenamente neoliberalizado que Blinder no tiene en cuenta y que implica el compromiso con la estabilización como imperativo primordial de la política económica, el cual, en lugar de estar limitado por las interpretaciones tradicionales y socialdemócratas de Keynes, adapta con flexibilidad sus ideas a los requisitos de un sistema económico impulsado por el precio de los activos.
En el contexto actual, sin embargo, es cada vez más difícil desviar la atención de la gente de la desbordante infraestructura de estos Estados orientados por las operaciones de rescate del sector financiero, que proporciona a los propietarios del capital una amplia gama de incentivos para que no se preocupen, empiecen a vender, se provoquen mutuamente el pánico y desestabilicen el sistema. A medida que Estados Unidos y otros países intentan dar un nuevo impulso a esta economía impulsada por el precio de los activos mediante la represión creciente de los salarios, las dificultades políticas se intensificarán, abriendo perspectivas para un cambio progresista. A pesar de todas sus buenas intenciones, la descripción de las últimas décadas efectuada por Blinder oscurece el chantaje que este Estado orientado al rescate del sector financiero impone al conjunto de la sociedad y, además, legitima el paupérrimo discurso sobre la toma de decisiones y la implementación de estas políticas que le ha permitido sobrevivir. No se trata exactamente de la valiente batalla de retaguardia que Blinder cree que está librando.