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Unión Europea
La sociedad del miedo al declive

De los idiomas hablados en Europa, el alemán destaca por su aglutinación, que da pie a la formación de los largos sustantivos que le han proporcionado su intimidante fama a los estudiantes de esta lengua, no en último lugar porque los autores que tienen el alemán como idioma nativo acusan una propensión al neologismo que complica aún más las cosas. Estos últimos meses, en los que las decisiones de la administración estadounidense han dejado aún más al desnudo los problemas estructurales del actual modelo de Unión Europea –y de su principal motor económico, Alemania–, en la prensa se han repetido algunos términos –sin duda firmes candidatos a la “palabra del año” que elige la Academia del idioma alemán–, pero hay uno que, quizá, destaque más que el resto: ‘Abstieg’ (descenso, declive, decadencia), con frecuencia unido a ‘Angst’, lo que da como resultado ‘Abstiegangst’ (miedo al declive). Ingar Solty, investigador principal sobre política exterior, paz y seguridad en el Instituto de Análisis Social Crítico de la Fundación Rosa Luxemburg de Berlín, ha acuñado el término ‘Abstiegangstgesellschaft’, que vendría a ser ‘sociedad del miedo al declive’.
Como ha escrito Solty en un artículo para el Berliner Zeitung, este “miedo, justificado, procedía durante mucho tiempo de la cuarta revolución industrial, que en forma de digitalización e inteligencia artificial (IA) podía liberar un enorme potencial emancipatorio como un proceso planificado para toda la sociedad, pero que bajo las condiciones de la propiedad privada de los medios de producción y el dictado de la maximización de beneficios hoy amenaza no solamente a trabajadores industriales, sino también a médicos, abogados, programadores de software, diseñadores web, traductores, periodistas, copywriters y escritores; incluso los maestros, según ha dicho recientemente Bill Gates, serán pronto superfluos con la IA y los robots”.
¿La Unión Europea como antídoto o como acelerador?
Este miedo acompaña a las sociedades europeas desde hace tiempo y precede a la Unión Europea. Se manifiesta con mayor claridad en los períodos de declive económico y las turbulencias políticas y sociales que los acompañan. El declive de Occidente, de Oswald Spengler, la obra que ha devenido símbolo de este tipo de discursos, se escribió en 1918, y el interés por ella, y su influencia en los círculos intelectuales de la ultraderecha, coincide con las etapas de crisis económica. Con todo, además de percibido, conviene destacar que este declive es la mayor de las veces real y opera a largo plazo.
La consistencia con que aparece reflejado este miedo no ya –como a estas alturas es obvio– en los discursos de la extrema derecha, sino en el pretendidamente positivo discurso “europeísta” es sorprendente. “Hace treinta años, representábamos una cuarta parte de la riqueza mundial”, escribía el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, en un artículo sobre la ‘autonomía estratégica’ del bloque escrito en el año 2020, mientras hoy “se prevé que en 20 años no representemos más del 11 % del PIB mundial, muy por detrás de China, que representará el doble, y por debajo del 14 % que corresponderá a los Estados Unidos, al mismo nivel que la India”.
Años atrás, Daniel Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt afirmaban en su manifiesto europeísta que “dentro de sólo veinticinco años ningún país europeo se contará entre las potencias que determinan los asuntos mundiales” y que la UE era, por lo tanto, necesaria para “defender nuestros intereses contra grandes potencias políticas y económicas del calibre de China, India, Brasil, Rusia o Estados Unidos”. En este sentido, “más Europa no es sólo necesaria para contar con una oportunidad para afrontar los problemas planetarios, sino también para asegurar, a cualquier precio, nuestra posición en el mundo, proteger nuestro modo de vida” (repárese en el inciso de “a cualquier precio”, que anticipaba la política de rearme).
Este temor de las élites europeas a verse superadas económicamente por otros estados no hizo más que exacerbarse con los procesos de descolonización que se iniciaron en los años cincuenta
Para estos dos autores, si Europa no se federalizaba, “entonces los intereses de India, China u otros países emergentes asiáticos determinarán los resultados” y sólo con una Europa federal “el euro se convertiría en la divisa de referencia más importante del mundo”. En cualquiera de los casos, el motor de cambio es, invariablemente, el miedo.
Por mucho que cueste reconocerlo a sus defensores, el proyecto europeo lleva este temor en su ADN: al bloque socialista, primero, y al proceso de descolonización después. “El grupo de estados socialistas”, escribe el sociólogo húngaro-estadounidense József Böröcz en The European Union and Global Social Change: A Critical Geopolitical-Economic Analysis (Oxford, 2010), “con todas sus fracturas y desacuerdos, incluía no sólo a los antiguos imperios agrarios de Rusia o China, sino a sociedades previamente industrializadas, como una tercera parte de Alemania oriental, la zona checa de Checoslovaquia y algunas partes de Polonia y Yugoslavia”.
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El nuevo bloque socialista “en expansión era diverso y se presentaba en muchos aspectos como un candidato potencial creíble para un rápido proceso de industrialización, es decir, de ‘desarrollo’ tal y como éste se entendía en la época”. Por esa razón, “como parte de los requisitos para recibir los fondos del Plan Marshall, Estados Unidos estipuló la puesta en marcha de un grado significativo de integración entre los estados de Europa occidental por una serie de razones: contrarrestar, excluir y aislar al emergente bloque socialista; reducir las barreras económicas proteccionistas de los estados pequeños y medianos de Europa occidental; posibilitar el resurgimiento de los estados capitalistas modernos y las corporaciones de Europa occidental para adaptarlos a la influencia geopolítica y la actividad económica de Estados Unidos y para evitar la amenaza de una recesión de posguerra de aquellos”.
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Este temor de las élites europeas a verse superadas económicamente por otros estados —peor todavía: por estados considerados ‘inferiores’ desde una ideología velada o explícitamente racista— no hizo más que exacerbarse con los procesos de descolonización que se iniciaron en los años cincuenta. Peo Hansen, investigador de la Universidad de Linköping University, recoge en un artículo académico las palabras del canciller de la República Federal Alemana (RFA) Konrad Adenauer a su gabinete a comienzos de 1960 al conocer la lista de países que pasarían a formar parte de Naciones Unidas: “Treinta estados negros, veinte estados islámicos, dieciocho naciones asiáticas no musulmanas, doce estados soviéticos, dieciocho países de América Central y del Sur: noventa y ocho en total” en comparación con quince estados occidentales. “Éstas son nuestras perspectivas para las futuras políticas mundiales”, añadió con un tono sombrío.
Como señalaba Böröcz en el libro arriba mencionado, cinco de los seis miembros fundadores de la UE (Bélgica, Francia, Alemania, Italia y Países Bajos) eran potencias coloniales en el momento mismo, o apenas unos años antes, de la fundación del bloque. “Dicho de otra forma”, explica este autor, “desde la perspectiva de los legados reales de la historia colonial, la UE no es sino una asociación metacolonial de antiguas potencias coloniales”, que ha ejercido su poder en otros estados hasta ahora a través de cadenas de imposición, “acuerdos de autoridad siempre jerárquicos y casi siempre asimétricos en los que la parte subordinada ejecuta la producción legal de la parte superior”.
“En el vínculo de las prácticas contemporáneas de la UE con los legados imperiales”, de acuerdo con Börocz, “resulta importante recordar que las disposiciones ejecutivas asimétricas internas y externas que he llamado cadenas de imposición son una característica clave del quehacer de los imperios continuos a lo largo de la historia”. No por nada, para Kwame Nkrumah, uno de los dirigentes más destacados del movimiento independentista ghanés y primer presidente del país, el Tratado de Roma podía “ser comparado al tratado que emanó del Congreso de Berlín [1885]” ya que marcaba “el advenimiento del neocolonialismo en África” y representaba un nuevo “sistema de colonialismo que será más fuerte y más peligroso que los viejos males que nos estamos esforzando por liquidar”.
Hacia el peor escenario posible
Para Hansen, esta amnesia en el discurso institucional del bloque “refleja la exitosa habilidad de la Unión Europea para doblegar la historia y ajustarla a sus propios fines”. “El hecho embarazoso es que este éxito tiene mucho que ver con el fracaso de buena parte de los estudios europeos”, lamenta este investigador al apuntar que sus colegas “han fracasado con frecuencia a la hora de examinar históricamente las ramificaciones globales de la integración europea, y, en consecuencia, han fracasado a la hora de interrogar el papel histórico de la UE en la política internacional.” Hansen critica que la UE siga instalada en su propio mito de ser “un proyecto post-colonial, un nuevo comienzo y un proyecto de paz libre de la tacha de las políticas e historias coloniales vinculadas a sus estados miembro”.
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Sin haber realizado ese necesario trabajo de autocrítica que reclamaba Hansen si se quiere desarrollar el proyecto de la UE sobre una base más democrática, las elites europeas se han arrojado en brazos del mismo discurso de sus predecesores, en el que ‘Europa’ es una fortaleza bajo asedio de fuerzas externas —irónicamente, en un sentido no muy diferente al de los discursos de la nueva extrema derecha, ésta explícitamente racista—.
“Por lo que a mí respecta, estamos comenzando a ver el fin de la Unión Europea tal y como la conocemos“, escribía Böröcz en enero de 2024
En una de sus últimas intervenciones como Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política Exterior, Borrell expresó a los eurodiputados que ahora vivíamos en una época muy diferente a la que siguió la caída del Muro de Berlín: “Desde entonces el mundo ha cambiado dramáticamente, y a peor, mucho peor […] Nos enfrentamos a guerras comerciales, al cambio climático, a crisis de refugiados, vecindarios inestables y amenazas híbridas” y “el orden internacional basado en normas está siendo desafiado por una lógica de política de potencias que es mucho más injusta, impredecible y proclive al conflicto”. Lejos de proponer una política alternativa, Borrell defendía que la UE debía “aprender a hablar el lenguaje del poder”, incluyendo, por descontado, el lenguaje castrense.
“Queda mucho por hacer para evitar el riesgo de que Europa deje de ser un actor relevante en el tablero de ajedrez mundial del futuro”, apostillaba. La sucesora de Borrell, la estonia Kaja Kallas, ha aumentado como es notorio este tono. En este discurso —en el fondo una adopción y modificación del avanzado por la administración de Joe Biden—, la Europa ‘democrática’ se defiende con todos los instrumentos a su alcance de las ‘autocracias’, un término genérico en el que caben países con sistemas políticos muy diferentes (y del que se excluyen, dicho sea de paso, algunos socios de la UE, como Azerbaiyán, que encajan sin embargo plenamente en él).
Nótese lo que está ausente en todos estos discursos desde instancias oficiales europeas: la idea de cooperación (un famoso analista incluso se complacía en 2019 ante la posibilidad de que China sirviese como una “fuerza externa” que aglutinase a la UE; un papel que ahora parece reservado para Rusia, limitando a China al rol de “rival sistémico”, que no es precisamente la mejor carta de invitación para una colaboración más estrecha). Una cooperación que es más necesaria que nunca. El ascenso de las llamadas economías emergentes es un hecho. El declive de Occidente (o lo que queda de él tras la ruptura de las relaciones transatlánticas), también.
En ausencia de una cooperación así, como ha reiterado Rafael Poch-de-Feliu, no se pueden “encarar retos como la superpoblación, el calentamiento global o las desigualdades”, lo que “nos empuja hacia el peor escenario”. “China seguirá a lo suyo, transformando gradualmente los BRICS en un sistema parecido a Bretton Woods anclado en el yuan”, sopesaba Yanis Varoufakis no hace mucho, mientras que “la Unión Europea fracasará a la hora de reequilibrar su macroeconomía interna, hundiéndose aún más en el estancamiento” y “el clima del planeta se descontrolará.”
Más pesimista aún si cabe se mostraba Böröcz en un artículo reciente: “Por lo que a mí respecta, estamos comenzando a ver el fin de la Unión Europea tal y como la conocemos“, escribía en enero de 2024: ”Los apologistas del proyecto de la UE tendrán que explicar cuentos de hadas todavía más extremos, más escandalosos y más absurdos y mentiras descaradas para presentar la práctica política y económica europea como remotamente compatible con algunos de los principios básicos de los principios democráticos liberales. El proyecto de relaciones públicas descansa por entero en la asombrosa ignorancia y el desinterés moral de su audiencia [...] la UE que está emergiendo ante nuestros ojos será algo considerablemente más agresivo, más opresivo, más explotador, más desigual e injustificable de lo que lo ha sido.“
La realidad y el discurso oficial de la Unión Europea son dos líneas que ya no discurren paralelas, sino que evolucionan como una tijera, cada vez más distanciada la una de la otra. ”Las élites políticas de la UE“, se lamentaba hace unas semanas el economista Branko Milanovic, ”son gente que no ha aprendido nada en los últimos treinta años y que cree que pueden continuar dando lecciones al mundo de la manera en que daban lecciones a países inferiores, pero el mundo ha cambiado.“ Es más, finalizaba Milanovic, ”su necesidad de crear una realidad alternativa de manera que puedan seguir dando lecciones les lleva más allá de la hipocresía, a crear un mundo de mentiras y fantasías.“ ”La falta de pensamiento estratégico juega un papel importante en el declive de Occidente“, sentenciaba Wolfgang Münchau en un artículo reciente, ”somos los grandes maestros envejecidos de la geopolítica, ansiosos por jugar una partida más".