Refugiadas ucranianas en Sevilla, entre el dolor de la guerra y el alivio de encontrarse a salvo

Ante la barbarie que está teniendo lugar en Ucrania, cabe reivindicar la construcción de redes de apoyo frente a quienes solo buscan la destrucción, las historias personales antes que los grandes relatos que pueblan imaginarios y, en definitiva, la vida frente a la muerte.
Refugiadas Ucrania Sevilla - Masha
Cora Cuenca Navarrete Masha, refugiada ucraniana en Sevilla
14 abr 2022 06:00

Hace ya tiempo que deberíamos haber superado la concepción de la historia como un curso lineal que tiende progresivamente hacia delante. Interesa, más bien, la gráfica analogía warburguiana del acontecer histórico como “nido de serpientes” que convulsionan, se contorsionan, se enredan y rechazan férreamente someterse a patrón de movimiento alguno. El pasado 24 de febrero, la Medusa mostró su rostro más cruel, y nos recordó que de nada valen los análisis y las especulaciones cuando al otro lado del espejo se sitúa un tirano megalómano ignorante de los principios básicos de respeto y dignidad que nos definen como personas. Ante su mirada, quedamos petrificadas y nos rompimos en pedazos; todas, incluida la vieja Europa.

Por ahora, la cínicamente bautizada por Vladimir Putin como “operación militar especial” ha forzado a más de cuatro millones de personas a abandonar su país, su domicilio, su trabajo, y hasta a sus seres queridos. Familias rotas por las ínfulas imperialistas y supremacistas del presidente de Rusia, que combate en dos frentes: el militar y el propagandístico. Los continuos ataques a ciudades ucranianas —las últimas imágenes nos muestran el horror de Bucha, cercana a Kiev— son directamente proporcionales al bombardeo de informaciones falsas al que la ciudadanía rusa está expuesta. Y, mientras todo esto ocurre, miles y miles de refugiadas buscan asilo, sobre todo en países limítrofes como Polonia, Rumanía o Hungría. Según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, a España han llegado aproximadamente 80.000 personas, sobre todo mujeres con hijos ya que, desde la promulgación de la Ley Marcial, que entró en vigor el mismo 24 de febrero, los hombres de entre 18 y 60 años están obligados a permanecer en Ucrania para combatir.  

Según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, a España han llegado aproximadamente 80.000 personas procedentes de Ucrania, sobre todo mujeres con hijos

A 22 de marzo de 2022, y según los datos facilitados por las oficinas de Extranjería y comisarías de Policía Nacional, Andalucía acumulaba casi 1.500 protecciones temporales. En Sevilla, instituciones como la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), Cruz Roja y Accem trabajan para atender las solicitudes de aquellas que van llegando, habilitando espacios de descanso y proporcionándoles alimento, vestimenta y, algo sumamente cotizado cuando reina el desconcierto, información. Natalia, ucraniana residente en España desde hace 20 años, sabe que este es un bien que escasea, por lo que, cuando se persona en la sede sevillana de CEAR flanqueada por Tamila y Anastasya, dos hermanas refugiadas llegadas hace escasos días, su expresión oscila entre la indignación y la urgencia. Natalia cree necesario agilizar los procesos burocráticos, abrir la información y que exista una persona responsable con la que las recién llegadas puedan ponerse en contacto siempre que necesiten ayuda. Frente al trabajo de las instituciones oficiales, reivindica la organización particular de redes de apoyo, fundamentales para que el desplazamiento forzoso no resulte especialmente traumático. Ella, junto con otras mujeres ucranianas, gestiona de forma particular la recogida de recursos y material militar que enviar a su país desde la capital andaluza. 

En un bar cercano a la sede de CEAR en el centro de Sevilla, donde van desfilando sin descanso las tostadas con jamón y los cafés oscuros, nos encontramos con Maxim, voluntario que hace labores de intérprete en la ONG y residente en Sevilla desde hace unos tres años. En 2019, se vio obligado a huir de su país natal con su familia debido a presiones y amenazas lanzadas por sus adversarios políticos cuando ocupaba un escaño como diputado de su ciudad, Fastiv. La ocasión no da lugar a profundizar en cuáles son las simpatías políticas del ucraniano, ni a concretar los motivos por los que debió poner tierra de por medio, pero el asunto supone una excusa interesante para plantear futuros encuentros. 

Natalia y él comparten sus impresiones acerca de la guerra y de la paulatina llegada de sus paisanas, cambiando indistintamente del español al ucraniano. Sin duda, ella cree que las instituciones podrían hacer mucho más por las refugiadas e insiste en la total opacidad informativa en la que se encuentran. Maxim se muestra de acuerdo con algunos de sus planteamientos, pero muestra una actitud más apaciguadora y reivindica el trabajo de las organizaciones de acogida. Pronto, la conversación pasa a discurrir por otros derroteros y se centra en Tamila y Anastasya, recién aterrizadas en Sevilla después de un periplo a través de Europa con primera parada en Polonia y destino en España. Las hermanas son originarias de Aleksandría, una ciudad situada en el centro del país. Cuando comenzaron las agresiones por parte del ejército ruso, huyeron hacia Polonia, donde permanecieron unos días en un almacén de aparataje industrial que habilitaron como centro de acogida. Anastasya, trabajadora en un supermercado y madre de una niña de nueve años, revela, por una parte, su alivio por estar a salvo de los ataques aéreos y, por otra, la gran preocupación por la seguridad de su marido, que combate en su ciudad. Tamila escucha a su hermana con gesto grave y cuenta que su esposo se encontraba trabajando en Rusia cuando comenzó la invasión y, desde entonces, el gobierno de Putin no le ha permitido abandonar el país. Con todo, al igual que Anastasya, dice sentirse segura y muy agradecida de estar en suelo español, lejos de la guerra. Cuando le pregunto a qué se dedica, responde que es esteticista. Le digo que sus cejas esculpidas al milímetro la delatan. “Son tatuajes”, concluye sonriente. 

En otro punto de la geografía sevillana, cerca de la Alameda de Hércules, me encuentro con Elena, Masha, Victoria y Gleb. La persona que ha actuado como nexo entre ellas es Maxim, que también acude a la cita. En muchos casos, el desplazarse a un lugar u otro está fuertemente condicionado por la presencia de algún conocido con capacidad de prestar ayuda, al menos durante las primeras semanas.

Refugiadas Ucrania Sevilla - Victoria
Victoria, refugiada ucraniana en Sevilla Cora Cuenca Navarrete

Sentadas en torno a una mesa, se muestran en apariencia relajadas, pero es inevitable que, durante las conversaciones que se van intercalando, haya ojos que se llenan de lágrimas o voces que se entrecortan al narrar una experiencia. La reunión transcurre en ruso en su totalidad, idioma que las ucranianas manejan a la perfección. Con una media sonrisa amarga, Victoria aclara que le gustaría olvidar esa lengua, quitársela de encima de una vez por todas. Ella y su hijo Gleb, de 9 años, llegaron a España hace unos días desde Dnieper, al norte de Kiev. A ser natural de Crimea, anexionada a Rusia en 2014, refiere un sentimiento de “doble pérdida de la patria”. Primero Crimea, ahora Ucrania. Según cuenta, orgullosa, Gleb es un gran deportista y apasionado de la natación, por lo que, el objetivo principal, tanto de ella como de su marido, era evitar que el niño perdiera la forma física, que siguiera entrenando. Aunque a miles de kilómetros de su hogar, intentan seguir viviendo con relativa normalidad: estudiando, haciendo deporte y sumando años. De hecho, Masha cumplió 18 el pasado 7 de abril. Con tono ligero, bromeamos sobre cómo recordará su entrada a la mayoría de edad cuando, en un futuro, eche la vista atrás. La joven, que se prepara para ser cardióloga, subió a un tren hace unas semanas, sin saber siquiera hacia donde se dirigía.

Sus padres, alarmados ante la proximidad de los ataques en Fastiv, improvisaron un destino para su hija mientras ella salvaba la distancia hasta cualquier lugar alejado del peligro de la guerra. Apenas conocían a Maxim, pero, al recordar que llevaba unos años en Sevilla, se pusieron en contacto con él y le pidieron ayuda para reubicar a Masha. Fue así como Elena, compañera de trabajo de Maxim, apareció en la ecuación. Elena nació y creció en Moscú, y lleva instalada en España más de 20 años. Cuando Maxim le habló de la situación de Masha, rápidamente se ofreció a acoger a la joven en casa. No se conocían, pero las une un profundo desprecio a la guerra y un odio visceral a su artífice; un odio que Elena, casi más que las ucranianas, expresa sin ambages. Para la rusa, el 9 de mayo marcará un punto de inflexión en la guerra, puesto que se celebra en su país el Día de la Victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en la llamada “Gran Guerra Patria”, o, como es conocida en Occidente, la Segunda Guerra Mundial. “Estoy segura de que Putin quiere marchar sobre Kiev ese día”, manifiesta Elena en voz baja, con dureza. Para rebajar la tensión y calmar los ánimos, Maxim apuesta, sonriente, que será el 9 de mayo cuando el ejército ucraniano plante la bandera de su país sobre el Kremlin. 

Pregunto a Masha si supuso un problema para ella el origen de su anfitriona en España, y tanto ella como Elena esbozan una sonrisa elocuente que esconde complicidad y da a entender que, en última instancia, la bondad y el rechazo de la violencia consiguen fracturar los muros levantados a lo largo de los años por discursos belicistas y patrióticos. Cuando les pregunto acerca de la comida —cuestión de obligado planteamiento que, además, tiene la virtud de apaciguar afectos—, de qué disfrutan comiendo aquí, Masha se apresura a responder: “todo lo que Elena cocina”. 

Existen elementos comunes en el discurso de las recién llegadas. Todas coinciden en la condición heroica de su presidente, el antaño cómico y empresario Volodimir Zelensky, y en el deseo de regresar pronto a casa. También, pese a la añoranza natural, insisten en lo agradecidas que están por la acogida que se les ha brindado en nuestro país, que ninguna había pisado antes de que se desatara el conflicto. El sentirse seguras, con el cuerpo a salvo, se impone al malestar que trae consigo el saberse frente a un futuro incierto y convulso. Anastasya, Maxim, Natalia, Elena, Masha, Victoria, Gleb, Tamila… la guerra deja a su paso una estela de muerte y destrucción, pero, en ocasiones, también puede constituir el sustrato para que florezcan, tímidas, nuevas historias. Cuando la Gorgona se vuelve hacia nosotras, ponerse del lado de la vida puede parecer un acto de ingenuidad que se confunde con una trivialización o una banalización del horror que está teniendo lugar a escasos miles de kilómetros. Y, sin embargo, parece más importante que nunca detenerse en esas nuevas historias, imaginar que Gleb llega a ser un nadador olímpico con doble nacionalidad, o que Masha acumula éxitos en el quirófano sanando corazones rotos. Que Anastasya puede volver a abrazar al padre de su hija y que el marido de Tamila cruza la frontera y le da encuentro en un destino seguro y apacible. O que Elena consigue reconciliarse con su Rusia natal. Que, de la destrucción, nacerá vida de nuevo. Porque, como sentenció Buenaventura Durruti, “las ruinas no nos dan miedo”.  

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