Opinión
Superman y el ‘reset’ de los superhéroes en crisis

Tradicionalmente, los cines se convertían en verano en una suerte de refugio climático. Los estudios planificaban en consecuencia sus producciones para estrenar durante el período estival películas que se dirigiesen a un público amplio, no arriesgasen y fuesen, así, un éxito garantizado de taquilla. Los cambios en los patrones de consumo, con la aparición de las plataformas de contenido bajo demanda —pero también, cabe suponer, la caída de los salarios reales o las largas jornadas laborales de la nueva y cada vez más extendida categoría de empleos con horario ‘flexible’—, modificaron sustancialmente esta pauta de la industria cinematográfica, acortando por una parte la vida útil de una película en la cartelera y, por la otra, ensanchando la distancia entre las grandes producciones y el resto.
Como consecuencia, los grandes estudios esperan hoy atraer al público a las cada vez menos salas de cine existentes con grandes producciones que expriman las posibilidades técnicas que están fuera del alcance de una sala de estar. No se trata, desde luego, de la primera vez que los estudios se enfrentan a algo así: la aplicación del Cinemascope a comienzos de los años 50 fue la respuesta —la más conocida, aunque no la única: desde el cine en 3D hasta el Smell-o-vision o los asientos con vibración, hubo una larga lista de movie gimmicks— a la competencia de los primeros aparatos de televisión domésticos. Entonces, como hoy, críticos y cineastas lamentaron el dominio de las grandes producciones frente al resto. La diferencia, percibida o real, es que hoy al cine se le presentan menos alternativas.
Como ha escrito un periodista de The New Yorker, hoy el público no tiene ningún inconveniente en esperar unas semanas para ver, pongamos por caso, Tár (Todd Field, 2022) o Limónov (Kirill Serebrennikov, 2024) en streaming en vez de ir corriendo a verla en el cine (¿quién no ha escuchado alguna vez el comentario “ya me esperaré a que esté en plataformas”?), e incluso en el propio campo de las series de televisión, franquicias como Star Wars o los personajes de Marvel —y ahora, también, los nuevos estudios de DC— se han abierto paso entre las producciones consideradas antaño “de prestigio”, como Los Soprano (1999-2007), The Wire (2002-2008) o Mad Men (2007-2015).
Desde hace años, una parte del debate cinematográfico se ha centrado en la llamada “marvelización” de la taquilla. Las secciones de cultura de los medios de comunicación se han hecho ampliamente eco de las declaraciones de directores como Alejandro González Iñárritu —quien en 2014 se llegó a referir a la popularidad del género como un “genocidio cultural”, a lo que respondieron Robert Downey Jr. con un exabrupto racista (“para un hombre cuyo idioma nativo es el español, ser capaz de componer una expresión como ‘genocidio cultural’ ya dice lo brillante que es”) y un más comprensivo Ben Affleck—; Quentin Tarantino —que lamentó la muerte de la estrella y su sustitución por la propiedad intelectual (IP), en otras palabras, que el público vaya a ver, por ejemplo, al Capitán América, no a Chris Evans—; o Martin Scorsese sobre esta cuestión.
“Muchos de los elementos que definen el cine que conozco están en las películas de Marvel —escribía Scorsese—, lo que no está ahí es la revelación, el misterio o un genuino riesgo emocional”, básicamente porque “no hay nada que peligre”
Sin embargo, los medios han citado con menos frecuencia el artículo que este último publicó en The New York Times explicándose. “Muchos de los elementos que definen el cine que conozco están en las películas de Marvel —escribía Scorsese—, lo que no está ahí es la revelación, el misterio o un genuino riesgo emocional”, básicamente porque “no hay nada que peligre”. Para el director de Taxi driver (1976) o Toro salvaje (1980), nos encontramos ante “películas hechas para satisfacer un conjunto específico de demandas”, diseñadas como “variaciones de un número finito de temas”.
“Todo en ellas está oficialmente sancionado —continuaba Scorsese— porque no puede ser de otro modo, esa es la naturaleza de las franquicias cinematográficas modernas: fruto de una investigación de mercado, sometidas a tests de audiencias, revisadas, modificadas, vueltas a revisar y vueltas a modificar, así hasta que están listas para su consumo”. Aunque Scorsese reconocía que muchas de estas películas “están bien hechas por equipos de personas con talento”, insistía asimismo en que “carecen de algo esencial en el cine: la visión unificadora de un artista individual, porque, por descontado, el artista individual es el mayor factor de riesgo”.
Aunque se ha argumentado con motivos de peso que el género ha sido históricamente subestimado, como ha ocurrido con otras expresiones de la cultura de masas, y que en numerosas ocasiones ha supuesto un vehículo para el comentario social, no es menos cierto que los grandes estudios han ido a buscar en ocasiones a directores que aportasen a sus producciones el prestigio de su capital social acumulado. El caso más conocido quizá sea el de la fallida Eternals (2021), para el que los Estudios Marvel fueron a buscar a la cineasta Chloé Zhao.
Mientras el debate sigue, el público vota, y por ahora parece que lo hace con los pies. A pesar de las buenas críticas, Thunderbolts* (Jake Schreier, 2025) no ha dado buenos resultados en taquilla, lo que ha llevado a los Estudios Marvel a aplazar los estrenos de Avengers: Doomsday y Avengers: Secret Wars de mayo a diciembre de 2026 y 2027 con el fin de replantear mejor su estrategia comercial. Por descontado, no es este un problema que se circunscriba al género de superhéroes, sino un fenómeno más general de agotamiento de la creatividad, relacionado, posiblemente, con el largo declive occidental. En una reflexión traducida para este mismo medio, la documentalista Evgenia Kovda, que diagnosticaba en su texto una preocupante senilidad en la cultura occidental, hablaba de cómo la mayorías de las películas estadounidenses “no tratan de ninguna cuestión relevante, sino que tratan de calmarte, de acunarte, de hacerte sentir cómodo y nostálgico”. Y, con todo y con eso, apostillaba Kovda, “no termina de funcionar”.
La respuesta de la cultura de masas a “la lenta cancelación del futuro” (Bifo) ha sido la nostalgia, una reacción que, paradójicamente, solo profundiza el problema y políticamente se desliza, como ha denunciado, entre otros, Paris Marx, hacia posiciones conservadoras. De las veinte películas más taquilleras de 2024, solo tres no eran una secuela, una extensión de un título o un personaje, o un biopic: Civil War (Alex Garland, 2024), Amigos imaginarios (John Krasinski, 2024) y Migración: un viaje patas arriba (Benjamin Renner, 2023) (significativamente, dos de estas tres películas eran infantiles). Entre las películas de este 2025 más publicitadas hay secuelas como Jurassic World Rebirth, Misión imposible: sentencia final, 28 años después, M3GAN o Sé lo que hicisteis el último verano, Ballerina (un spin-off de John Wick) o los remakes de Lilo y Stitch y de Agárralo como puedas.
Las adaptaciones no se han extendido solo desde hace tiempo a los videojuegos —que han seguido un camino en muchos sentidos similar al del cómic hasta su reconocimiento como expresión de cultura de masas—, sino que ahora se hacen hasta de líneas de juguetes de Mattel, un filón que la muy celebrada Barbie ha inaugurado y a la que seguirá pronto otra basada en Masters del Universo (2026). Aparentemente, cualquier cosa es susceptible de explotarse en la gran pantalla —ahí están Air (Ben Affleck, 2023) o Flamin Hot (Eva Longoria, 2024) como prueba— si el riesgo comercial de su estreno se reduce a cero. Como ha señalado otro crítico cinematográfico, Hollywood está en modo repetición, clonando sus propias películas. La fórmula no funciona, pero se sostiene. El crítico Steven Gaydos ha traído a este respecto a colación una frase del poeta estadounidense Gil Scott-Heron: “Los americanos quieren retroceder tanto como pueden, incluso si se trata de la semana pasada. No para mirar al presente o al futuro, sino al pasado”. ¿Qué queda de la imagen del siglo XX de los Estados Unidos como un país dinámico e innovador, la que le sirvió para fundamentar su propio mito y atrajo a miles de inmigrantes?
En el caso concreto del género de superhéroes, las adaptaciones cinematográficas comienzan a verse ensombrecidas por la misma mala fama que acabaron arrastrando los cómics en papel: su pertenencia a universos narrativos cada vez más complejos y difíciles de conocer —es ya casi imposible entender una película cualquiera del Universo Cinematográfico Marvel (MCU) sin haber visto unas cuantas de las anteriores, a las que ahora también hay que incluir las series de televisión, con lo que estar al día de esta franquicia (como de las otras) se convierte casi en un trabajo—, los giros argumentales cada vez más forzados, y, en resumen, el afán crematístico de los ejecutivos de la industria, convencidos de que cuentan con un público fiel que lo perdonará todo —aunque el cada vez más frecuente fan service pueda alejar a otros tantos espectadores—, todo lo cual acaba impactando en unos equipos técnicos —notoriamente en la producción de los efectos especiales, sin los cuales estas películas ni siquiera podrían existir— exhaustos e incapaces de seguir con el ritmo y las exigencias de las producciones.
Incluso teniendo todo lo anterior en cuenta, como ha constatado Melanie McFarland en Salon, hay ya toda una generación de espectadores, de entre 14 y 34 años, “que no ha conocido una época en la que no existiese el MCU y su arquitectura narrativa”. Pero, como dice el proverbio, “tanto va el cántaro a la fuente”: quizá hasta esta generación que casi no ha conocido otra cosa que la “marvelización” se haya cansado un poco de ella, aunque mejor sería decir que se ha cansado de la manera en la que se ha gestionado. Las nuevas versiones de Los 4 Fantásticos (Matt Shakman, 2025) y Superman (James Gunn, 2025), que se estrenan este verano con apenas dos semanas de diferencia, se han impuesto a sí mismas la tarea de resetear el género y recuperar a un público que prefería, cada vez más, quedarse en casa.
“Creo que existe una fatiga hacia el género de superhéroes”, ha reconocido el director de ‘Superman’, James Gunn
“Creo que existe una fatiga hacia el género de superhéroes”, ha reconocido el director de Superman, James Gunn. Con un perfil poco común —se formó en la Troma, una conocida productora de serie Z—, Gunn es con toda probabilidad uno de los directores más interesantes de este género gracias a su trilogía de Los guardianes de la galaxia —en la que convirtió a algunos de los personajes más desconocidos de Marvel para el gran público en un éxito de crítica y taquilla—, El escuadrón suicida (2021) —que trataba al propio género de manera irreverente y en la que se permitía arrojar alguna pedrada a escondidas contra la política exterior estadounidense— y Peacemaker (2022). Como ha manifestado Gunn en varias entrevistas, esta fatiga “no tiene nada que ver con los superhéroes”, sino “con el tipo de historias que se cuentan […] no tiene nada que ver con si son películas de superhéroes o no: si no tienes una historia en la base, ver cómo cosas se machacan entre ellas cansa, no importa lo bien rodadas que estén estas escenas, lo buenos que sean los diseños y los efectos especiales”.
El superhéroe del ‘New Deal’
De todos los superhéroes, Superman es, huelga decirlo, el más icónico. Dan buena cuenta de ello los incontables intentos de la competencia por copiar al personaje —y lo mismo puede decirse de las parodias—. La historia de su creación ha sido ya muchas veces explicada, casi tantas como las disputas legales de sus creadores con DC Comics para reclamar sus derechos como autores de un personaje que, vendido a la entonces National Allied Publications por 130 dólares, ha permitido a la compañía ingresar sumas multimillonarias con la publicación de cómics, sus adaptaciones a radio, cine y televisión y todos los productos imaginables de merchandising.
En Supergods (Turner, 2011), el guionista escocés Grant Morrison describió a Superman, cuya primera aparición se remonta a 1938 —el ejemplar de Action Comics #1 en el que aparecía por primera vez se llegó a vender en 2014 por más de tres millones de dólares—, como “un héroe del pueblo” y como “una respuesta humana y audaz al miedo ante los avances tecnológicos desbocados y el industrialismo desalmado de la Gran Depresión”. Para Morrison, no resulta sorprendente que este superhéroe tuviese entonces “un gran éxito entre los oprimidos, pues Superman era tan poco culto y estaba tan a favor de los pobres como cualquier salvador nacido en una pocilga”. En Marvel Comics: la historia jamás contada (Panini, 2012), Sean Howe recuerda que se le describía como “el campeón de los oprimidos, el prodigio físico que juró dedicar su existencia a ayudar a los necesitados”, y que “luchaba contra la avaricia empresarial y los políticos corruptos, predicando la reforma social a diestro y siniestro”. Pero Superman era, además, “Apolo, el dios del sol, el invencible ser supremo, la grandeza que todos sabemos que llevamos dentro; era la honrada autoridad interior, el amante de la justicia que resplandecía bajo las camisas almidonadas de la obediencia jerárquica”. En Apocalípticos e integrados (1974), Umberto Eco recordó que Superman no solo era uno de los primeros superhéroes, “sino que es también el más claramente delineado, el que posee una personalidad más reconocible”, así como que “el héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel”.
Siendo sus dos creadores, Jerry Siegel y Joel Shuster, de origen judío, en la creación de Superman se colaron además varios aspectos de tipo religioso. “En el mito de Superman”, detalla Román Gubern en Máscaras de la ficción (2002), “convergen numerosos ecos de los textos bíblicos enfeudados en el subconsciente occidental, que van más allá de la similitud con el Moisés infantil salvado de las aguas, por analogía con el lanzamiento del niño en un vehículo espacial para procurar su supervivencia […] Al igual que Cristo, enviando por el cielo, Superman tiene un origen extraterráqueo. Llega a su nuevo destino huyendo, en su estado infantil, de un cataclismo similar a la matanza de Herodes. Tiene una doble personalidad, como hijo de un padre lejano y superior y de otro terráqueo. Irrumpe, en efecto, en el hogar de un matrimonio modesto e íntegro, pero sin hijos. En su condición de hijo del padre extraterrestre, ya en su infancia efectúa prodigios en su pueblo de adopción, que maravillan a sus habitantes. Tras la muerte de su padre adoptivo abandona su hogar, se retira a meditar en soledad en un paraje deshabitado y se lanza luego a la vida pública. Aceptando la Tierra como su nuevo hábitat, se dedica a ayudar a los necesitados y a defender a los oprimidos, sin pedir contrapartidas por ello. Es célibe y casto, a pesar de las tentaciones mundanas. Efectúa prodigios sobrenaturales, debido a su identificación con el padre extraterrestre. En pocas palabras, Superman es una figura crítistica, un dios hecho hombre, que anda entre los hombres en forma mortal, para cumplir su misión redentora en la Tierra”. Y, como ha escrito también Morrison, “Superman era como el pequeño Moisés o el Karna del hinduismo, abandonado a la deriva en el río del destino dentro de un ‘canasto’. Y luego estaba la deidad occidental a la que más se parecía: Superman era Cristo, un paladín inmortal enviado por su padre celestial (Jor-El) para redimirnos con su ejemplo y enseñarnos a resolver nuestros problemas sin matarnos los unos a los otros. Con un desvergonzado traje tecnicolor de ensueño, también era una estrella del pop, un Mesías del mundo moderno, un redentor de ciencia ficción; parecía diseñado para pulsar todas nuestras teclas”.
Aquí no se terminan las referencias religiosas. En su novela Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Mondadori, 2002), Michael Chabon sugería que Superman podría ser, entre muchas otras cosas, un mito compensatorio de sus creadores que reflejaba su situación en la sociedad y en la industria del cómic: Superman era como algo así como un Golem en cuatricromía, creado para defender a los más débiles del abuso de los poderosos. No por nada hasta los nazis dedicaron a Superman un artículo en Das schwarze Korps, el semanario de las SS, repleto de insultos y descalificaciones a Siegel y Shuster.
En resumen, Superman, como dice Eco, “posee, desde un principio y por definición, todas las características del héroe mítico, hallándose al mismo tiempo inmerso en una situación novelesca de sello eminentemente contemporáneo”. ¿Qué diferenciaba, pues, a Superman del resto de superhéroes de la época y posteriores como para explicar su enorme poder de atracción?
“En una sociedad particularmente nivelada —explica Eco—, en la que las perturbaciones psicológicas, las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden del día; en una sociedad industrial en la que el hombre se convierte en un número dentro del ámbito de una organización que decide por él; en la que la fuerza individual, si no se ejerce en una actividad deportiva, queda humillada ante la fuerza de la máquina que actúa por y para el hombre, y determina incluso los movimientos de este; en una sociedad de esta clase, el héroe positivo debe encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer.”
La ‘S’ también era la del dólar
A pesar de todo lo anterior, y como ha observado en varias ocasiones Alan Moore —quien, como Morrison, ha sido guionista de algunos de los cómics de Superman más reconocidos por la crítica—, esta “creación de unos chavales judíos de clase trabajadora” y que en su origen representaba al “estadounidense del New Deal” no tardó en ser absorbida y transformada en una máquina de hacer dinero para la editorial propietaria de sus derechos de autor. Los papeles que se introducían en el Golem creado por Siegel y Shuster dejaron de tener el aroma de las políticas de Roosevelt para celebrar los valores asociados al capitalismo, y las contradicciones no se hicieron esperar.
Como observaba ya Eco, “Superman es prácticamente omnipotente […] Su capacidad operativa se extiende a escala cósmica”, “un ser dotado con tal capacidad y dedicado al bien de la humanidad (planteándonos el problema con el máximo candor, pero también con la máxima responsabilidad, aceptándolo todo como verosímil), tendría ante sí un inmenso campo de acción. De un hombre que puede producir trabajo y riqueza en dimensiones astronómicas y en unos segundos, se podría esperar la más asombrosa alteración del orden político, económico, tecnológico del mundo. Desde la solución del problema del hambre, hasta la roturación de todas las zonas actualmente inhabitables del planeta o la destrucción de procedimientos inhumanos [...] Superman podría ejercer el bien a nivel cósmico, galáctico, y proporcionarnos una definición de sí mismo que, a través de la ampliación fantástica, aclarase al propio tiempo su exacta línea ética”.
En vez de esto, como señalaba el semiólogo italiano, “Superman desarrolla su actividad a nivel de la pequeña comunidad en que vive (Smallville en su juventud, Metrópolis ya adulto)”, aunque su radio de acción haya ido ampliándose con el paso de los años. Si Superman no resuelve nada de eso, obviamente, es porque “cualquier modificación general empujaría al mundo, y al propio Superman, hacia la consumación”, y dejaría de haber historias a explicar (y, con ella, ventas); de ahí “las mínimas e infinitesimales modificaciones de su actuación” a lo largo de todos estos años de publicación y que afectan también al resto de cómics de superhéroes.
Conviene señalar, sin embargo, que Eco escribió su ensayo en 1974 —aunque del interés por el personaje da buena muestra que lo retomaría para su ensayo sobre la hiperrealidad de 1986, cuyo primer apartado se titula ‘La fortaleza de la solitud’—, y que John Byrne rescató a un hasta entonces oscuro personaje llamado Lex Luthor para su serie El hombre de acero. Byrne rediseñó al personaje, que originalmente era un científico, para que se asemejase a uno de los tiburones financieros de la década de los años 80, acercando —aunque no devolviendo— a Superman a sus orígenes como superhéroe del ‘New Deal’. El propio Byrne confesaría más tarde que se basó en Howard Hughes, Ted Turner y Donald Trump —algo que sin duda debe ignorar el equipo de comunicación de la Casa Blanca— para crear esta versión de Luthor, un magnate al frente de una corporación que lleva su propio nombre y cuyo conglomerado controla desde empresas de producción de armamento hasta medios de comunicación. En un giro de tuerca, hay quien ha identificado la versión de Luthor en este Superman con Elon Musk por su foco en la investigación tecnológica —y también, sin duda, por su filosofía de Silicon Valley de “corre rápido y rompe cosas”— y quien, como Ryan Zickgraf, vio antes de la adaptación rasgos de Lex Luthor en Jeff Bezos, un multimillonario que “vuela al espacio con sus propios cohetes mientras lleva gorras de vaquero, invierte en una siniestra start-up de Silicon Valley que promete revertir el proceso de envejecimiento e incluso ha comprado la propiedad inmobiliaria más cara en Maui por unos, se calcula, 78 millones de dólares, un recinto de catorce acres con una playa privada [...] y que podría fácilmente servir como su guarida secreta”. (La escena en la que Luthor dirige con su equipo el ‘martillo de Boravia’ en esta última adaptación de Superman, ¿no recuerda a una famosa fotografía de Bezos dirigendo el despegue de uno de sus cohetes?)
La primera adaptación cinematográfica —por motivos de espacio, dejemos de lado sus diversas adaptaciones televisivas y radiofónicas— es la celebrada Superman (Richard Donner, 1978), que contó con guión de Mario Puzo y Marlon Brando para el papel de Jor-El, y lanzó al estrellato a un hasta entonces desconocido Christopher Reeve, además de convertir el tema musical de John Williams en uno de los más reconocibles de la historia del cine. El gran éxito de la adaptación llevó a la producción de una segunda parte, Superman II (Richard Lester, 1980), recordada por la introducción del general Zod y sus acompañantes, Ursa y Non, y una tercera, Superman III (Richard Lester, 1983), con la participación del humorista Richard Pryor pero que ya acusaba cierto desgaste, y hasta una cuarta y última, Superman IV (Sidney J. Furie, 1987), hoy totalmente olvidada.
El intento de relanzar la franquicia con Bryan Singer como director y Brandon Routh como protagonista en Superman returns (2006) no dejó ninguna huella en la memoria del público. Animados por el éxito de Batman begins (2005), Christopher Nolan y David S. Goyer, su director y guionista respectivamente, plantearon un tratamiento más realista para una nueva adaptación cinematográfica que relanzase la franquicia. El guión de Goyer acabó heredándolo Zack Snyder, quien, con Henry Cavill como Superman —una decisión que satisfizo a los siempre exigentes fans—, abordó el personaje en El hombre de acero (2013), Batman v Superman: el amanecer de la justicia (2016) y La Liga de la Justicia (2017). Como quiera que se ha escrito mucho sobre el estilo particular de este director —desde su abuso de la cámara lenta hasta la falta de desarrollo y profundidad de sus personajes, que pasan una enorme cantidad de tiempo con el ceño fruncido y los dientes apretados—, limitémonos aquí a reproducir las palabras de la crítica cinematográfica Eileen Jones, para quien, bajo la dirección de Snyder, Superman se convirtió en una “absurda figura que representaba la época dorada de EE UU y sus valores, ya perdida […] una figura de nostalgia a medida que la posibilidad de un idealismo unificador se desintegra y Batman se superpone a él como la personificación en la ficción de las violentas contradicciones del neoliberalismo”. De este modo, apostillaba Jones, el tratamiento de Snyder —más sobre él en un momento— no dista del recibido por el Capitán América en Marvel, a quien “se le desprecia, se le despide, se le derrota y se le mata repetidamente para unir a todos los demás vengadores, quienes se dan cuenta, en su ausencia, que él es la encarnación de unos valores que, por cursis que resulten, hay que defender”. También Morrison atribuyó la popularidad cinematográfica de Batman frente a Superman a que el segundo, en sus orígenes, “era un socialista”, mientras que el primero era “el héroe capitalista definitivo.”
¿Superwoke?
¿Puede James Gunn reflotar al Superman del New Deal desde dentro de la máquina del dólar, más aún en tiempos de Donald Trump? Los problemas para Gunn —al comienzo reticente a ponerse al frente de este proyecto al encontrarse en las antípodas de sus anteriores adaptaciones, películas corales centradas en antihéroes— comenzaron mucho antes incluso de hacer públicas las primeras imágenes de su versión de Superman, cuando los seguidores de Zack Snyder le atacaron en enjambre en redes sociales y amenazaron con llenar internet de críticas negativas inmediatamente después de su estreno —una forma de ataque que en inglés se conoce como bomb review— a su adaptación con el objetivo de hacerla fracasar. (Gunn se ha cobrado, por cierto, su propia venganza al incluir en su película una escena en la que miles de monos entrenados por Luthor escriben las 24 horas del día comentarios negativos en redes sociales sobre Superman, hashtag incluido, y que ya se ha convertido en un meme por méritos propios).
Gunn ya sufrió en 2018 una campaña de acoso en redes orquestada por la derecha estadounidense por sus críticas a Trump, consistente en rescatar mensajes antiguos con chistes de humor negro que había publicado en Twitter
Conviene abrir aquí un paréntesis por las implicaciones políticas de este episodio, aunque a primera vista parezca carecer de ellas. Gunn ya sufrió en 2018 una campaña de acoso en redes orquestada por la derecha estadounidense por sus críticas a Trump, consistente en rescatar mensajes antiguos con chistes de humor negro que había publicado en Twitter y que terminó, como sus instigadores querían, con su despido por parte de Disney como director de la tercera entrega de Guardianes de la galaxia (posteriormente fue readmitido). Como escribió en su día Andrew Stewart, detrás de este tipo de episodios aparentemente banales hay, efectivamente, un “nexo sociopolítico”. Stewart centra su artículo en la campaña en redes #ReleaseTheSnyderCut, que tenía como fin solicitar a Warner Bros que permitiese a Snyder mostrar su versión de La Liga de la Justicia —que no pudo completar por motivos personales y que Joss Whedon alteró sensiblemente para su estreno en salas—. El medio estadounidense Vox calificó esta campaña de “cuatro años de acoso tóxico y un desfile de comportamientos online de los seguidores masculinos [de Snyder] que tiene mucho más en común con campañas de acoso de la derecha como Gamergate que con la cultura geek mainstream en 2021”. Como bromea Stewart, aunque Snyder pretendiese presentarse entonces como una suerte de Orson Welles, quien arrastró toda su vida la frustración de ver varias de sus películas mutiladas o incompletas, en realidad “estamos hablando de un director con un caché elevado que trabaja con grandes presupuestos, que fracasó a la hora de entregar un taquillazo de una franquicia para el verano como era Batman vs Superman y luego tuvo una pataleta muy pública, tóxica y perturbadora cuando la empresa que lo contrató intentó tener a raya sus excesos propios de Riefenstahl”.
La versión de Snyder, mucho más larga, mucho más oscura y mucho más pomposa, mejoraba solo ligeramente la de Whedon (alguien ha comentado, jocosamente, que además de no ser eso muy difícil, con sus 242 minutos, es el anuncio de Mercedes Benz más largo de la historia). Lo que queda, en cualquier caso, es un poso político inquietante: además de haber sido director de 300 (2006) —una adaptación de una obra de Frank Miller de incuestionables tintes xenófobos y fascistas— y de haber hecho, a pesar de sus declaraciones en sentido contrario, una lectura en general conservadora de todos los cómics que ha adaptado a la gran pantalla —invariablemente con malas críticas, a pesar de las cuales su director mantuvo la confianza de los estudios—, Snyder es un seguidor del “objetivismo” de Ayn Rand y aspira desde hace años a hacer una adaptación cinematográfica de El manantial. (Entre tanto, este tipo de disputas ya se ha convertido en objeto de broma en algunas series de televisión).
Obviamente, Superman no va a ser una película de Costa-Gavras, pero ya las declaraciones de Gunn durante la promoción, destacando que Superman es la historia de “un inmigrante” y “que dice que la amabilidad humana básica es un valor y algo que hemos perdido”, han soliviantado al trumpismo, acusando a Superman de ser ‘superwoke’.
La película, de ritmo constante, casi sin pausa, como las últimas que ha firmado Gunn, empieza in medias res —y se salta, así, el consabido patrón de “historia de origen”, como el MCU hizo con Spider-Man y parece que hará con Los Cuatro Fantásticos— con Superman (David Corenswet) derrotado, toda una declaración de intenciones. Gunn se ha inspirado, hasta en la paleta de colores, en el All Star (2006-2008) de Grant Morrison —también seguramente en Superman: Whatever Happened to the Man of Tomorrow (1986) de Alan Moore y en el Superman for All Seasons (1998) de Jeph Loeb—, que a su vez se inspiró en un cosplayer al que el guionista escocés entrevistó en las afueras de una convención. Según relata Morrison, este hombre “se sentó en un bolardo de cemento con las piernas cruzadas, completamente relajado. Sentí que esa era exactamente la forma en la que Superman se sentaría: un hombre que fuese invulnerable a todo mal siempre estaría tranquilo y relajado, no necesitaría recurrir a las posturas físicamente agresivas que suelen adoptar los superhéroes”. All Star, sigue Morrison, “fue una de aquellas historias que rescató a Superman de su infierno creativo con un ‘antídoto’”. Ese es el Superman que ha recuperado Gunn: el Superman cuyo interés, por tópico que pueda parecer a estas alturas, radica no en sus poderes, sino en su humanidad, que es lo que lo hace vulnerable. En un mundo cada vez más turbulento y necesitado de algo de escapismo y bastante más ilusión, el público ha respuesto positivamente a la lectura del personaje que ha hecho Gunn.
La derrota de Superman en la película se produce después de las críticas a su intervención para impedir la invasión de Jarhanpur por parte de Boravia, dos Estados ficticios, introduciendo el tema, tan apreciado por Moore, de las consecuencias que tendrían los superhéroes de existir en la vida real. Pero este conflicto, y sus consecuencias en la película, también permiten a Gunn introducir referencias mucho más oscuras salvo para los conocedores más avezados de otros títulos de la casa, como el intento de Lex Luthor (Nicholas Hoult) de crear un grupo de metahumanos bajo su patrocinio (ya que existe otro financiado por un multimillonario rival, Maxwell Lord), PlanetWatch, cuyo nombre remite claramente a Stormwatch, que, con Warren Ellis al guión, dio pie más adelante a The Authority, que Gunn también planea adaptar y que tenía entre sus protagonistas a otro personaje que aparece en esta película, The Engineer (María Gabriela de Faría). La película también presenta enormes cárceles extraterritoriales con celdas en forma de cubos en las que se encarcela a gente para hacerla desaparecer, cuyas resonancias deberían ser claras para cualquier consumidor de medios de comunicación.
Aunque a veces llegue a dar la impresión de tener demasiados personajes y subtramas, hay que coincidir con la mayoría de la crítica en que el resultado es, en general, bueno, y una adaptación fiel al espíritu del personaje que se atreve, incluso, a lanzar algunos dardos sociopolíticos, dentro de las limitaciones del formato y del género, por supuesto. Y como quiera que estas películas, vista su popularidad, van a rodarse igualmente, ¿quién preferimos, como espectadores, que las dirijan: Zack Snyder o James Gunn?
“Sí, se desarrolla de otra manera”, declaró Gunn en otra entrevista a la que ha contestado con más franqueza, “pero es sobre la amabilidad humana y obviamente que habrá capullos por ahí que simplemente no son amables y que la considerarán como ofensiva porque es sobre la amabilidad”. Y añadió: “Pero que les den”.
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