Opinión
Integración, valores europeos, y otros grandes chistes racistas

En los últimos días, hordas de hombres violentos han viajado a Torre Pacheco para recordarles a miles de personas que allí habitan, trabajan, crían a sus hijos, y cuando pueden, se divierten, que en realidad su vida es una farsa, que no pertenecen. Cruzados de pacotilla aterrorizan a vecinos y vecinas, cumplen por fin lo que tanto tiempo llevan deseando: mostrar poder sembrando el miedo, persiguiendo por fin a quienes llevan años señalando como enemigos. Han conseguido pasar de la agresión verbal desde la soledad de internet a los ataques reales acompañados por gente que odia como ellos. Sienten que es su momento.
No es una distopía, es la misma marea que desborda cada tanto, en cuanto surge una excusa: los predicadores del odio (muchos con un salario público) normalizan el marco, a golpe de relacionar migración y delincuencia y elevar el nivel de fascismo de la conversación. No les faltan los micrófonos ante los que hablar de deportar a millones de personas como “solución” para salvar a la sociedad española, en los que cimentar las fronteras simbólicas entre el “ellos” y el “nosotros”. Abundan las tribunas desde la que referirse a otros seres humanos como “plaga”. Mientras el idioma de la limpieza étnica se conjuga en la agenda pública, los nazis retroalimentan su rabia en las redes, desatan sus ganas de hacer daño, le dan a su patético racismo de troll de internet una pátina épica: Vamos a “reunirlos con Alá”, dicen imbuidos de una misión.
Mientras la justicia social o los derechos humanos se impugnan como aspiraciones legítimas en torno a las que organizarse, irrumpen de manera complementaria en el escenario discursos que justifican la explotación y la desigualdad. Es así como se va sedimentando el consenso de hay vidas que valen menos que otras. En eso se basa el capitalismo racial, solo que cada vez menos gente disimula. Mientras las élites acaparan más que nunca, desentendiéndose de grandes sectores de la poblaciones a quienes dicen defender, financian a los voceros que persuaden a los perdedores autóctonos de que ellos son superiores, de que merecen más, pues descienden de una estirpe occidental amenazada, no por la insaciable codicia de unos pocos, sino por quienes han sido víctimas del despojo antes que ellos.
El poder ha sabido rentabilizar bien las migraciones: se explota su fuerza de trabajo al máximo para engordar las sacas del capital, se explota su alteridad para que la gente no piense en la desposesión que sufren por culpa de este régimen de la avaricia, si no en la abstracta amenaza que personas buscándose la vida, supone para su seguridad.
Funcionales a los fascistas chillones son los discursos de esos “intelectuales” sosegados que insisten en la necesidad de preservar “la civilización occidental” o “los valores europeos”
Deshumanizadas, las personas migrantes sirven también como ariete político que arrojar al contrario: se acusa al bipartidismo de “traerlas”, como si no tuviesen sus propias razones para decidir venir, su propia agencia para, a pesar de todos los obstáculos que les niegan el derecho al movimiento, tomar la decisión de migrar. Se acusa a Vox y la ultraderecha de alimentar el odio, como si el bipartidismo no hubiese allanado el camino de la deshumanización, abordando la migración desde el utilitarismo, y permitiendo que el lenguaje de la gestión de los flujos se imponga sobre el de los derechos de las personas.
En medio del cruce de acusaciones entre los vértices más fascistas y más moderados del poder, emergen las contradicciones: la solución mágica (¿o final?) de expulsar a gente colisiona con la necesidad capitalista de explotarles. Con esta paradoja se ha encontrado Trump cuando sus grandes planes de deportación se han topado con los intereses de los empresarios que no se quieren quedar sin los trabajadores que necesitan para seguir acumulando. Como gran solucionista que es, Trump ha defendido la siguiente fórmula: trabajadores migrantes que estén a cargo de sus empleadores, sin acceso a la ciudadanía. Trabajadores sin derechos, dependientes de quienes les explotan y acechados por redadas aleatorias en cuanto salgan de sus puestos de trabajo. Me suena.
Tenemos un término que nunca pasa de moda para referirnos a esto: “esclavitud”. Y es que Trump es un clásico. Será esto a lo que se refieren sus aliados en Europa cuando reivindican con tanto énfasis la herencia griega. ¿Una sociedad de hombres libres y esclavos?. ¿Será que defienden esa institución tan funcional para el orden y la acumulación que es tener a masas de gente trabajando a cambio de lo justo para vivir, sin derechos? ¿No es esta violencia a ratos estatal —a manos de la ICE o del frontex— a veces de esta especie de milicias fascistas, una forma de disciplinamiento para que “los otros” entiendan que nunca pertenecerán? ¿Para que el “nosotros” compre la ficción de que están siendo defendidos, mientras se sigue operando el despojo?
Los adalides plastas de Occidente
Funcionales a los fascistas chillones son los discursos de esos “intelectuales” sosegados que insisten en la necesidad de preservar “la civilización occidental” o “los valores europeos”, como si pudieran higiénicamente separarse de la materialidad de la historia occidental o europea, marcada por el colonialismo basado en el exterminio y el despojo. Como si no viéramos el presente occidental y europeo en nuestras televisiones patrocinando el genocidio en Gaza, y justificando la muerte de miles de personas en su camino a las fronteras del jardín. Da grima escuchar a gente barnizada de cultura y respetabilidad destacar los grandes hitos de la tradición europea, al tiempo que ignora todas las demás tradiciones culturales del mundo.
En todas las sociedades ha existido y existe el conflicto entre quienes defienden la dignidad de todos, y quienes quieren acumular riqueza y poder. Así como la esclavitud, la crueldad, o las ansias imperiales no son monopolio de Europa, tampoco lo son las aspiraciones a la libertad y la igualdad. Solo se puede reivindicar la superioridad de una cultura —y eso es lo que hacen los plastas de la civilización occidental o los valores europeos— desde el desconocimiento orgulloso de las culturas de los demás, haciendo gala de un sustrato colonial que solo sabe relacionarse con la alteridad desde la violencia, el paternalismo y el extractivismo.
Hablar de la violencia que puedan ejercer las personas migrantes sin abordar la violencia que reciben cotidianamente, es una de las principales argucias del discurso de las derechas
¿Para cuando un Tratado de No Proliferación de la hipocresía? Los portavoces del mundo libre (sic), limitan la libertad de expresión de sus propios ciudadanos, encarcelan a la disidencia, y se saltan sus propias leyes. Quienes glosan las bondades de los valores occidentales, violan sin disimulo los mismos derechos humanos cuya autoría se arrogan orgullosos. Normal que quienes están dispuestos a defender a Occidente, a poner el cuerpo por Europa, lo hagan en forma de razzia fascista, atacando desde la seguridad que da ser más numerosos y más bestias. Quienes se erigen en perseguidores de la delincuencia lo hacen desde el vandalismo. Dicen querer generar espacios seguros mientras instauran el terror en las calles. Y así representan fielmente aquello que quieren defender, un sistema de desposesión y acumulación que para perpetuarse necesita cada vez más desigualdad y violencia.
Integrarse en la desigualdad es mansedumbre
Mientras la derecha relaciona migración y delincuencia, bien intencionadas voces de la izquierda se aprestan a contra argumentar ese relato. Se ponen los bulos en el centro de la discusión, se buscan estadísticas que limpien la fama de nuestros “buenos” migrantes, se suspira de alivio colectivamente cuando se demuestra que un ladrón, un agresor o un violador, no tiene apellidos foráneos. Flaco favor se hace contra el racismo entrando una y otra vez en este juego: siempre va a haber personas migrantes que delincan, pues el delito sucede en todas las sociedades y en todos los colectivos.
Demostrar si quienes vienen de afuera delinquen más o menos es someterse a los marcos impuestos por la derecha, y hacerlo en las condiciones que ellos ponen sobre la mesa, pues impide ver otros factores que pueden actuar sobre dichas estadísticas: la edad, el género, la situación socio económica, la situación de estrés o marginación de las personas, el racismo institucional que sustenta invisiblemente la acción policial o las decisiones de la justicia. Si hay algo con lo que se relaciona la delincuencia, es con la desigualdad. Hablar de la violencia que puedan ejercer las personas migrantes sin abordar la violencia que reciben cotidianamente, es una de las principales argucias del discurso de las derechas.
Por otro lado, insistir, cuando se habla de delincuencia, en que hay una mayoría de personas migrantes integradas refuerza, aunque sea sin querer, las lógicas del migrante bueno frente al migrante malo, tan funcionales al sistema. Dejar solo abiertos el camino de la delincuencia y el de la integración en un sistema de explotación no deja mucho espacio para la respuesta y la rebelión, primero ante la violencia sufrida, y segundo ante la falta de derechos. La integración sin más en un sistema que discrimina y explota, es mansedumbre. Es la misma paz y respeto a la legalidad que se nos exige a las de abajo mientras nos roban el derecho a habitar nuestras ciudades, o vamos empobreciéndonos año tras año mientras los ricos son cada vez más ricos, saltándose la legalidad en muchos casos, haciendo negocio de la violencia.
Luchar contra la herencia
Predicadores del odio, mamporreros de caza y representantes de la civilización occidental coinciden en estar muy preocupados por la herencia. La herencia cristiana, la herencia liberal, la herencia ilustrada, cada cual lo puede llamar de una forma pero ninguno le da directamente su verdadero nombre: el privilegio heredado de basar la prosperidad de unos pocos en la explotación de millones de personas fuera y dentro de Europa, sin que nadie les señale lo injusto y colonial de todo esto. La herencia de la desposesión de las clases trabajadoras, del extractivismo de los pueblos del sur, de la apropiación del trabajo gratuito de las mujeres.
Frente a esa herencia abstracta que sirve para fundamentar el supremacismo y justificar la muerte de los otros, hay que señalar lo que realmente quieren proteger bajo tanta retórica: la concentración de la riqueza en cada vez menos manos herederas, el mundo repartido entre cada vez menos dueños, la avaricia que también penaliza a esos mamporreros que en lugar de rebelarse contra quienes les amargan el presente y les hipotecan el futuro, despliegan toda su fuerza y energía política para defender los intereses de otros. Todo imperio necesita sus batallones de imbéciles y mercenarios.
La estrategia del otro lado está muy bien armada, y ha funcionado durante siglos, pero solo es una parte del relato. La otra parte, la que la responde e impugna sin medias tintas, también se hace oír cada vez más. Es ese eco internacionalista que se agita frente al genocidio en Palestina, es este vértigo histórico que reconocemos ante las cacerías en Torre Pacheco, o en Los Ángeles. Que vienen dándose en los últimos meses y años en Irlanda o en Reino Unido, en las islas griegas o El Ejido.
Es espanto, pero no solo es espanto, es también la base que activa el derecho a resistir, a impugnar una herencia racista y colonial que no queremos, a unirnos en torno a algo mucho más concreto que nuestro gusto por la tortilla de patata o la siesta —si es que de eso se tratan las tan mentadas costumbres españolas—, que es el derecho de todas a vivir, al libre movimiento, y al acceso en condiciones de igualdad a los recursos que nos brinda la tierra, frente a esa pulsión acumuladora que hoy muestra su cara más supremacista.
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