Opinión
La fiebre del litio, el coche antiecológico y la ira de la Madre Tierra

A empujones, generando conflictos que se repiten cada poco aun siendo tan semejantes, soportando la codicia de las empresas y a políticos sin criterio ni sentido de pueblo (no digamos de medio ambiente: no aprenden ni con los siglos), la gente organizada sigue poniendo en jaque a quienes conspiran, tan creídos y a la luz del día, contra la salud, el medio ambiente y la vida digna.
De nuevo en Extremadura, la gente dice que no, llena de razones y de argumentos, desafiando todo lo que un pueblo, consciente y experimentado, se ve obligado a desafiar una y otra vez. El rechazo a la pretendida mina de litio a las puertas de la ciudad de Cáceres es un magnífico caso de lucha ecologista (aunque muchos de los que se implican lo ignoren o no quieran reconocerlo), fundamentalmente porque va dirigida contra un potente complejo de sinrazones y dislates que, sin embargo, se quieren administrar a la ciudadanía como pócima edulcorada y regalo de providentes propiedades.
Una mina cuya mena va dirigida nada más y nada menos que a la nueva industria del automóvil, que después de destruir el mundo (atmósfera, ciudades, vidas por millones) se dice dispuesta a regenerarse sustituyendo el motor de explosión, productor de CO2 y responsable notable del cambio climático, por el motor eléctrico, que no emite gases pero que induce una industria de alta generación de contaminantes, el CO2 entre ellos.
Es emocionante –aunque también tedioso e indignante– volver a contemplar, frente a la historia que quisieran hacer los necrófilos, el entusiasmo, organizado y sabio, de los extremeños en lucha. Y es muy estimulante saber –porque la historia que sabe ganar y construir la gente es inapelable– que también esta batalla se va a ganar
Cuando en la década de 1970 la Serena y la Siberia se sublevaron contra la central nuclear de Valdecaballeros, propiedad de dos fortísimas empresas eléctricas (una lucha en la que participé junto al líder de todo aquello, Juan Serna), se tachaba a los militantes de ignorantes y reaccionarios, ya que a la crisis irremediable del petróleo no había más remedio que oponer el brillante porvenir de la tecnología nuclear: una cuestión, casi, de vida o muerte, como pasa ahora con el coche eléctrico. Y cuando, ya en la primera década de este siglo, la Tierra de Barros se sublevó contra la refinería que pretendía un empresario mimado por la Junta (una lucha en la que participé junto a los líderes de todo aquello, la gente de Villafranca), se tachaba a los militantes de ignorantes y reaccionarios, ya que no sólo se trataba de producir gasóleo para los automóviles que lo utilizaban, que repuntaban, y que era un buen negocio de exportación, sino que se trataba también de “llevar a cabo por fin la revolución industrial de Extremadura”, como me dijo un día Fernández Marugán, que me dejó de piedra (y que ahora vuelvo a oírselo a Fernández Vara, que yo es que no sé en qué mundo viven estos políticos).
Es emocionante –aunque también tedioso e indignante– volver a contemplar, frente a la historia que quisieran hacer los necrófilos, el entusiasmo, organizado y sabio, de los extremeños en lucha. Y es muy estimulante saber –porque la historia que sabe ganar y construir la gente es inapelable– que también esta batalla se va a ganar. El coste, ya se sabe: la inmensidad del tiempo perdido/invertido, el deterioro del bolsillo de los más implicados, la pérdida de humor por las asechanzas de los necios y el empecinamiento de los políticos, las malas artes de las empresas… sin más compensación (¡pero nada menos!) que la sensación discreta, aunque profunda, del deber cumplido, del amor a la tierra y de la entrega al bien común.
Las baterías eléctricas para automóvil, esas que utilizarían el litio como ión del electrolito, no suavizan el potente significado antiecológico del automóvil, que deriva principalmente del crecimiento ilimitado del parque, con sus inmensos costes
Las baterías eléctricas para automóvil, esas que utilizarían el litio como ión del electrolito, no suavizan el potente significado antiecológico del automóvil, que deriva principalmente del crecimiento ilimitado del parque, con sus inmensos costes: contaminación directa e indirecta, consumo de espacio, deformación de las ciudades, demanda incesante de carreteras (siempre insuficientes), alteración psíquica, tributo de muertes y accidentes… Criticando la extracción del litio se cuestiona, seria y acertadamente, el nuevo mito del automóvil eléctrico que, como tal, sólo puede convencer a crédulos e ignorantes.
La minería a cielo abierto, terrorífica plaga que asola el mundo entero a manos de un peligroso complejo de firmas anglosajonas que se han acostumbrado a dominar y comprar a políticos y hasta estados enteros, ha despertado una oleada de respuestas que, surgida en las comunidades y los pueblos indígenas, sus principales víctimas, está conmoviendo, en la práctica y la teoría, un modelo productivo digno de todo rechazo, tachado adecuadamente de extractivismo minero, que sólo una economía de principios perversos y praxis abominable puede considerar producción, al consistir en mero saqueo de recursos no renovables.
Mis estancias en Guatemala y las lecciones de mis alumnos maya-indígenas, siempre superiores a las que yo pretendo darles, me sugieren transmitir, a occidentales en progresiva pérdida de sensibilidad y de sentido de lo sagrado, una cosmovisión que se niega a abrir y herir la tierra, que defiende la integridad del suelo nutricio, de los acuíferos y de la cubierta vegetal, con su vida asociada, su paisaje y su envoltura cultural-espiritual. En Latinoamérica, África y Asia los pueblos indígenas –esos que, despectivamente, tantas veces calificamos de “atrasados”– nos aleccionan y, frecuentemente coaligados a los ecologistas, pagan con su vida la negativa a someter a tales humillaciones a la Madre Tierra.
Criticando la extracción del litio se cuestiona, seria y acertadamente, el nuevo mito del automóvil eléctrico que, como tal, sólo puede convencer a crédulos e ignorantes
Alguien, y alguna vez, tiene que imponer el respeto debido a la Madre Tierra, a la que la ideología del desarrollo no cesa de ofender, llevando al mundo a atolladeros cada vez más profundos y menos fáciles de superar. Los que dicen no a la mina de litio en Cáceres están sintonizando con esa cultura del respeto, de la prudencia y de la comunidad de intereses de la que, tan soberbia como estúpidamente, los desarrollados nos reímos. Y están, más todavía, poniendo en un brete la escandalosa hipocresía de nuestro Gobierno, que pretende llevarnos hacia la “transición ecológica” (como dice el título de ese Ministerio ridículo y mendaz), sustituyendo unas falacias por otras, una contaminación por otra.
Esta revuelta del litio debe así convertir un problema individual, aparentemente aislado y de carácter local o regional, en una prueba de la inviabilidad del sistema económico y de la banalidad de los políticos, evidenciando que no existe el menor interés en modificar de verdad la situación socioeconómica anterior a la pandemia, y persistiendo con cerrilismo en los rasgos esenciales de una de sus principales inconsistencias: el transporte. Nuestro Gobierno (todos los gobiernos) suspiran por volver a las andadas, y es obligación ciudadana pararle los pies en los numerosos frentes en los que quiere arrollarnos con su incompetencia y su falta de voluntad. En lugar de proceder a la reestructuración profunda del sector automovilístico, destinándolo a los medios colectivos, trenes y tranvías en primer lugar, nuestro Gobierno se allana ante la industria automovilística, que pretende sustituirse a sí misma, manteniendo ficciones y espejismos, y que lleva decenios marcándole la pauta y humillando a sus trabajadores con el chantaje del empleo, debido a su obsesiva automatización. En lugar de planificar una reducción del parque automovilístico, con políticas de estímulo al andar, la bicicleta y el transporte colectivo, simplemente se alinea con la reconversión y reproducción decidida por el propio sector que, como ha sucedido con las energías renovables, ha mantenido su negativa a “descontaminarse” durante medio siglo, hasta llegar él mismo a la conclusión de que le convenía cambiar, sometiendo, de nuevo, a los poderes públicos a sus renovados intereses.
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