Opinión
Última primavera en Smack City

En 1985, el Liverpool perdió con la Juventus una final jugada prácticamente al tiempo que se recogían casi 40 cadáveres, la mayoría italianos, en las gradas de Heysel. Ese año, sus vecinos del Everton ganaron la liga inglesa y la Recopa de Europa.

En un momento de la película Los 400 golpes, el joven Antoine Doinel roba una botella de leche recién depositada por un repartidor en un portal. La imagen rima con la del Billy Casper de Kes (Ken Loach, 1969), diez años después, hurtando en una tradicional furgoneta de leche británica. Una década más tarde, ese tipo de vehículo, incendiado, se usó como barricada en los disturbios de Toxteth. Nadie podía sorprenderse de que barrios como ese de Liverpool ardieran en el turbulento 1981. Ya lo había hecho antes Brixton, en Londres, con sus riots cantados por Eddy Grant y Linton Kwesi Johnson. Al malestar de la población negra con el trato policial se le sumaba un desempleo que escalaba hasta cifras desconocidas desde los años 30 a nivel nacional, pero con especial incidencia en condados del norte como Merseyside. En su capital, Liverpool, las autoridades recurrieron a unos gases lacrimógenos hasta entonces dedicados en exclusiva a las protestas en el norte de Irlanda.

El descontento de la calle tuvo eco en las instituciones. A mediados de los años 80, el timón del Ayuntamiento de Liverpool lo llevaban los laboristas impulsados por una corriente interna trotskista, Militant. Una de sus primeras medidas fue vender el Rolls Royce destinado al alcalde con la intención de ganar fondos para una ciudad ahogada. Más relevante fue su órdago a Thatcher: presentaron unos presupuestos municipales con alto gasto público para intervenir la emergencia social. Londres los denunció por ilegales. La final de la Copa de la Liga de 1984, jugada en Wembley entre Liverpool y Everton, supuso un hermanamiento entre ambas aficiones, que viajaron mezcladas a la capital del imperio que un día convirtió a la ciudad norteña en uno de los mayores puertos esclavistas del mundo. A la primavera siguiente, la de 1985, los dos equipos llegaron enchufadísimos. Los reds se plantaron en la final de la Copa de Europa, a celebrar en el estadio bruselense de Heysel, mientras que los toffees estaban en una nube. Habían ganado la liga y, tras deshacerse del Bayern de Múnich en una épica noche de remontada, le ganaron la Recopa al Rapid de Viena en Róterdam. Tres días después estuvieron a punto de lograr el triplete. Solo les apartó de levantar la FA Cup haber llegado al último partido, contra el United, desfondados no tanto por el partido contra los austriacos como por la celebración. Fue lo de menos. Los evertonians, a la sombra de su imponente vecino, fantaseaban ya con aquella “pre-Champions” que podía conseguirse batiendo tan solo a cinco rivales. Los potenciales contendientes —Verona, Burdeos, Oporto o Ajax—, además de los cocos Barcelona, Juventus y, de nuevo, Bayern, sonaban a oportunidad histórica. Eso si no coincidían con el Liverpool, que podía coronarse en Heysel. Pero no sucedería nada de eso. El Liverpool perdió con la Juve en una final jugada prácticamente al tiempo que se recogían casi 40 cadáveres en las gradas, la gran mayoría italianos. Toda la responsabilidad recayó en los aficionados reds. La UEFA fue dura. Prohibió Europa a los clubes ingleses durante cinco años. El Everton, que repitió laureles ligueros en el 87, nunca probó una Copa de Europa que no le quedaba tan grande.

Parte de la prensa aprovechó para cargar contra una ciudad que envió una delegación del ayuntamiento laborista a Turín. El propósito era barrer el paso a la xenofobia y estrechar lazos entre las clases trabajadores de dos grandes polos industriales. Pero la suerte estaba echada para la facción entrista municipal. Aunque el laborismo, hundido en la urna nacional, recogió tanto voto en Liverpool en esa década como en los fructíferos años 40 y el de los tories se redujo a la mitad desde la entrada de Thatcher en el gobierno, el desafío a esta acabó con la corriente Militant expulsada del partido. Para entonces, la capital de Merseyside había recibido ya el mote de Smack City, ‘Jacolandia’ en libre traducción y alusión al zarpazo de la heroína. El espíritu de la zona obligaba a pelear también esa batalla. El puritanismo conservador apostaba por la mano dura, pero Liverpool y alrededores fueron escenario de una política regional de salud pública pionera en reducción de daños que incluía el suministro de jeringuillas limpias, información, metadona y atención sanitaria. Funcionó. La gente importaba.

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