Constitución
Procesos constituyentes en el marco de las crisis española y europea

Este 6 de diciembre, Día de la Constitución, nos parece oportuno reanudar la discusión en torno al significado de los procesos constituyentes mediante un recordatorio de los orígenes de su irrupción y evolución en la historia contemporánea. Ése será el marco que nos permitirá luego pasar a abordar su actualidad, al menos como horizonte político en torno al cual apuntar otros futuros posibles.

Padres Constitución
Los "padres" de la Constitución.
Editor de Viento Sur
6 dic 2017 10:26

1. Introducción

El debate político y académico sobre reformas constitucionales y/o procesos constituyentes continúa abierto en la agenda política española, pese a que los tiempos de reflujo de la protesta y de involución autoritaria no permiten prever que pasen al terreno de las decisiones políticas en el corto plazo.

Tuvimos un claro ejemplo en la sesión celebrada el 1 de diciembre de 2016 en la Comisión Constitucional del parlamento español, justamente cuando se conmemoraba pocos días después el 38 aniversario de la aprobación de la Constitución vigente en referéndum. En aquella ocasión pudimos escuchar de nuevo propuestas sobre su reforma o revisión sustancial, e incluso sobre la necesidad de abrir un proceso constituyente. Sin embargo, la respuesta de la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, a emplazamientos como el que vino de Xavier Domènech, de En Comú Podem, no pudo ser más rotunda: según la número 2 del gobierno presidido por Mariano Rajoy, para crear una subcomisión de expertos sobre el tema habría primero que pactar entre las fuerzas políticas parlamentarias “el consenso de entrada y de salida”. Una exigencia que se sabe que es difícilmente viable teniendo en cuenta los distintos puntos de partida entre, por un lado, PP y Ciudadanos y, por otro, Unidos Podemos y las fuerzas soberanistas catalanas y vascas, mientras la cúpula del PSOE se limitó a pedir simplemente que se abriera el debate.

Un año después, de nuevo nos encontramos con la propuesta de Pedro Sánchez de creación de una Comisión para abordar la reforma constitucional que, a cambio de su apoyo a la aplicación del artículo 155 a la autonomía catalana, ha sido aceptada por Rajoy pese a que ha tardado poco en mostrar su escepticismo ante la posibilidad de llegar a un acuerdo sobre el contenido de aquélla. Han aparecido también nuevas propuestas como la del grupo de académicos encabezado por Santiago Muñoz Machado o también la de la diputada de Podemos Carolina Bescansa. En cualquier caso, no cabe, dada la relación de fuerzas parlamentaria, esperar mucho de esa Comisión cuando además estarán fuera de la misma Unidos Podemos y fuerzas soberanistas catalanas y vascas.

Recordemos, además, que un referente para ese debate es el Informe del Consejo de Estado presentado el 16 de febrero de 2006. Un Informe que respondía a las peticiones y preguntas planteadas por el gobierno presidido en aquellos momentos por Rodríguez Zapatero y que proponía acotar las posibles reformas a los siguientes ámbitos: 1, la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono; 2, la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea; 3, la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas, así como lo relativo a los Estatutos de Autonomía, los recursos de inconstitucionalidad previos o la reformulación del artículo 150.2 en un sentido restrictivo; 4, la reforma del Senado: competencias, tipo de elección, etc.; y, finalmente, lo relacionado con el procedimiento de reforma o revisión de la Constitución, especialmente el artículo 168.

Once años después de ese Informe, no parece que estos puntos, aun siendo en algún caso importantes, sean los más relevantes entre los que hoy en día están en cuestión y que, en cambio, están prácticamente ausentes en ese Informe. Mencionemos simplemente los que han ido surgiendo luego, incluso entre los partidos autodenominados “constitucionalistas”, como la reforma del sistema electoral, el reconocimiento efectivo de la plurinacionalidad y de la singularidad catalana, el cambio de estatus o blindaje de determinados derechos sociales, como trataremos de explicar en otros apartados de este trabajo.

En lo que afecta a la “integración europea”, no hace falta extenderse mucho para constatar que la Unión Europea (UE) se encuentra en una profunda crisis de legitimidad desde 2008, agravada durante este año con el Brexit y con el mayor desarrollo de tendencias hacia el repliegue nacional-estatal que, abanderadas por fuerzas de extrema derecha y xenófobas y seguidas por la derecha tradicional, se están manifestando en muchos países miembros y especialmente en algunos clave como Francia y Alemania.

Por eso parece oportuno reanudar la discusión en torno al significado de los procesos constituyentes mediante un recordatorio de los orígenes de su irrupción y evolución en la historia contemporánea. Ése será el marco que nos permitirá luego pasar a abordar su actualidad, al menos como horizonte político en torno al cual apuntar otros futuros posibles.

I. Algunas enseñanzas de la historia

Existe un amplio acuerdo en que fueron las Revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII las primeras que en la historia sentaron las bases de nuevos Poderes Constituyentes cuya legitimidad se basaba en la soberanía de un demos (no universal, como sabemos, sobre todo en el caso norteamericano), capaz de derribar a los poderes establecidos y de proceder así a la instauración de nuevos Poderes Instituidos (Martínez Dalmau, 2014; Pisarello, 2014). Posteriormente, han sido muchas las experiencias transcurridas en distintas partes del mundo (con hitos importantes como México y Rusia en 1917 o Portugal en 1974-75) hasta llegar a las vividas en el tránsito del siglo XX al siglo XXI en América latina: son éstas últimas las que han contribuido a reabrir nuevas perspectivas, yendo más allá del marco limitado a las reformas constitucionales en que se desarrollaba el debate hasta entonces. Incluso en Islandia (aunque con un proceso condicionado desde el principio, pero ya con el uso de las nuevas tecnologías que ha facilitado la participación ciudadana) hemos visto una experiencia inédita que también merece ser tomada en consideración. Asimismo, podríamos referirnos al proceso vivido en la “primavera árabe” en Túnez y su debate constituyente. Conviene, pues, resaltar algunos rasgos comunes en todos esos procesos.

Generalmente, las condiciones previas que han solido concurrir en muchas de ellas han sido:

1, La existencia de una agresión económica, política o cultural, provocada por un poder establecido determinado externo o interno.

2, La pérdida de legitimidad creciente de quienes están a la cabeza de ese poder en el conjunto de la sociedad afectada.

3, La percepción, entre los grupos subalternos, de que dicha situación es injusta e insoportable y de que parece posible emprender con éxito algún tipo de acción colectiva para acabar con ella.

4, La irrupción de un “Acontecimiento” que se convierte en el detonante del proceso y, con él, la llegada a un “momento jacobino-popular”, entendido en términos gramscianos, claramente diferente de lo que pueda significar una “revolución pasiva” o del “transformismo” de las contraelites emergentes.

En resumen, tiene que darse una “coyuntura crítica”, a partir de la cual se pueda abrir un proceso de deslegitimación del régimen o/y del Estado (en este caso, se trataría de una “crisis orgánica”, también en definición gramsciana) y, con él, la progresiva emergencia de un demos con vocación de soberanía, basada en una legitimidad institucional alternativa, que llegue a manifestarse en lo que se puede ya definir como el “momento constituyente”. Puede surgir así un Poder Constituyente que, para ser tal, ha de ser, por tanto, original, democratizador, fundador de un nuevo régimen o de un nuevo Estado (Cabo, 2014) y basado en la soberanía popular.

Es preciso partir, por tanto, de que tiene que surgir un poder destituyente-constituyente que consiga configurarse como contrapoder social, es decir, como una fuerza capaz de redefinir las relaciones reales de poder más allá de las instituciones.

Así pues, no nos estamos refiriendo a un simple pacto entre partidos presentes en el arco parlamentario sino a algo muy superior y previo. En efecto, un proceso constituyente democrático no se basa en un “pacto” porque el pueblo “no pacta, puesto que (además) no hay con quién pactar. La propia existencia de esta posibilidad negaría la capacidad democrática de decisión del poder constituyente”; por eso mismo “el consenso no puede sustituir a la legitimidad democrática porque es un mecanismo procedimental, no legitimador” (Martínez Dalmau, 2014: 110-111).

Una concepción democrática del proceso constituyente exige, por tanto, que la elaboración del nuevo marco jurídico refleje un intercambio constante de ideas y reivindicaciones entre las convenciones y/o asambleas constituyentes que puedan surgir, los poderes institucionales, provisionales o no, y la sociedad. Este intercambio no tiene por qué reflejarse solo en la elaboración de la Constitución. Puede aparecer luego en distintas decisiones legislativas –reformas tributarias, condonación de deudas, expansión de ciertos derechos sociales- adoptadas para que el propio proceso resulte viable. No hay que tener, por tanto, la obsesión del cierre constitucional, sino mantener el proceso abierto: por eso mismo hay que pensar en que sean “Constituciones de transición” hacia nuevos modelos de sociedad y de democracia.

En ese sentido apuntan las conclusiones que extraen Roberto Viciano y Rubén Martínez Dalmau de las experiencias latinoamericanas cuando sostienen que “el poder constituyente no se agota con el surgimiento de la Constitución, sino que permanece”, lo cual “implica una progresiva imposición de la Constitución alternativa sobre la convencional” (Viciano y Martínez, 2015: 1240-1242) y, por tanto, la prevalencia del Poder constituyente sobre el Poder constituido.

En cualquier caso, frente a la “ilusión constitucional”, es necesario mantener la distinción entre un proceso constituyente formal y un proceso constituyente material. Para que los cambios sean duraderos hacen falta muchos elementos que escapan a una Constitución escrita: otras leyes, otra administración, la continua gestación de contrapoderes populares y todo lo que pueda surgir de la creatividad popular que se expresa en momentos de efervescencia colectiva y participativa.

Otra distinción fundamental es la que hay que hacer entre reforma constitucional (que significa respetar el marco del régimen) y proceso constituyente (que implica un nuevo poder constituyente que pueda sentar las bases de un nuevo régimen), si bien pueden darse reformas rupturistas desde fuera del Poder de Reforma procedente del viejo régimen o Estado en crisis. En los casos de Bolivia y Ecuador se establece, por ejemplo, la modificación de los procedimientos de reforma constitucional para permitir así la activación ciudadana de una Asamblea Constituyente, con el fin de no dejarla en manos de la representación parlamentaria.
El sentido profundo es, en fin, el de propiciar reformas y rupturas al servicio de una democratización sin fin. Desde nuestra perspectiva implicaría insertar ese horizonte constituyente dentro de una estrategia contrahegemónica y un conjunto de demandas que apuntaran hacia una transición a un nuevo régimen, un nuevo Estado y un nuevo proyecto de sociedad justa.

II. El caso español: de la Constitución de 1978 a la Constitución económica europea

No parece imprescindible hacer un recordatorio exhaustivo del contexto y de las particularidades que se dieron en el proceso que finalmente acabó siendo constituyente en 1978. Únicamente, es importante precisar que no se partió de un nuevo Poder Constituyente sino de un Poder de Reforma que acabó abriendo un proceso constituyente tras un proceso electoral no convocado para tal fin. Fue un tránsito de una legalidad a otra legalidad, sin ruptura. La Constitución española de 1978 devino así resultado de un proceso constituyente tutelado (y, por tanto, con déficit de legitimidad de origen) que, además, se situaba en un momento de transición entre el constitucionalismo social de posguerra y el que iniciaba ya una nueva etapa en un camino contrario.

Esa Constitución escrita (con reconocimiento de libertades y derechos básicos pero a la vez con particularidades especialmente restrictivas1 y su desarrollo a través de los Estatutos autonómicos y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional fueron sentando las bases de un nuevo régimen. Empero, a la vez y de forma creciente y superpuesta a partir de 1986, este bloque de constitucionalidad fue insertándose dentro de la Constitución material de la que fueron dotándose la Comunidad Europea, luego, su sucesora, la Unión Europea y, particularmente, la eurozona, en el contexto de la onda larga neoliberal iniciada a mediados de los años 70 y de la nueva “lex mercatoria” que se ha ido consolidando a escala mundial. Mega-Tratados ahora en proceso de negociación2 -como el TTIP, el CETA o el TISA- marcan un nuevo salto adelante en el proceso de liberalización del movimiento de capitales y mercancías mientras que, simultáneamente, se erigen nuevas barreras frente a la libre circulación de personas, incluso aquéllas que reclaman asilo y refugio a las puertas de la Unión Europea huyendo de las guerras y el hambre.

Nos hemos ido encontrando así ante lo que se ha podido denominar deriva oligárquica de un constitucionalismo occidental que ha ido entrando en conflicto con el anterior constitucionalismo social de postguerra hasta llegar a la nueva fase histórica abierta a partir de 2008 (Pastor, 2013).

Desde entonces, ese proceso desconstituyente ha dado un nuevo salto con las “reformas” que se han ido introduciendo en nombre de la “estabilidad presupuestaria” y de la prioridad a la satisfacción de una creciente deuda pública –resultado en gran parte del “rescate” al sistema bancario tras el estallido de la burbuja financiera en 2008- por parte de los diferentes Estados, especialmente los del sur de Europa. Ése fue el propósito de la reforma del artículo 135 de la Constitución española en agosto de 2011 con la aprobación de la obligación del cumplimiento del déficit por encima de otras obligaciones presupuestarias, como las relacionadas con el gasto social.

Como ha comentado Carlos de Cabo (2014: 18), con esa reforma se procedió a “un real, aunque encubierto, proceso constituyente protagonizado por el Poder de Reforma”, llegando a promover así una verdadera ruptura constitucional. En efecto, con la introducción de esa “regla de oro” y de las nuevas normas que se han ido aprobando en el marco de la eurozona se ha producido una verdadera mutación de las Constituciones de los Estados miembros sustituyendo al Estado social por un modelo de “Estado de mercado” que ya no está sujeto a los “valores constitucionales” sino, más bien, a “valores económicos” (Martínez Sierra y Ferrer, 2015: 583).

Nos hallamos, por tanto, ante una Constitución material que va más allá de la Constitución formal original y que supone una verdadera “camisa de fuerza” frente a cualquier intento de cuestionamiento por parte de un país miembro de las reglas establecidas dentro de la Unión Europea y, más concretamente, de la eurozona, aun si se hace por vía democrática3. Ésta es la lección que cabe sacar de la experiencia griega a la vista del comportamiento del eurogrupo (formado, por cierto, por representantes de los gobiernos de los Estados miembros) y, en particular, del Banco Central Europeo ante el gobierno presidido por Alexis Tsipras, incluso después de que en un referéndum una mayoría de votantes de ese país se pronunciara en contra de nuevas medidas de recortes sociales (Ramírez, 2015).

Es en ese marco europeo en el que se desarrolla la crisis del régimen vigente en el Estado español a partir del estallido de la crisis financiera e inmobiliaria y del giro austeritario que adopta el gobierno presidido por Rodríguez Zapatero en mayo de 2010. Un cambio de ciclo “por arriba” que se ve luego replicado a partir del 15 de mayo de 2011 por otro de protestas en las plazas y en las calles frente a lo que se va percibiendo como una ruptura definitiva del “pacto social” menguante mantenido, aun con limitaciones crecientes, hasta entonces.

Esa percepción ciudadana, reflejada en las encuestas mediante una desafección también creciente hacia una elite política cuyos escándalos de corrupción no dejan de sucederse desde entonces, ha ido poniendo de manifiesto una crisis de representación política, especialmente centrada en la de los dos grandes partidos –Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español- que hasta ahora se alternaban en el gobierno. A ella se suma la que tiene que ver con otros pilares del régimen, como la monarquía y el Tribunal Constitucional, y sobre todo la especialmente aguda en el plano nacional-territorial, como se ha ido comprobando en el caso de Catalunya.

Estamos asistiendo, en suma, al vaciamiento creciente de la fórmula del Estado social y democrático de derecho establecida en la Constitución de 1978, como se comprueba con los sucesivos recortes laborales y sociales pero también de libertades básicas, como la conocida como “ley mordaza” o la que afecta al Código Penal, así como con las leyes de recentralización política y presupuestaria de un Estado autonómico que, ya definitivamente tras la sentencia sobre el nuevo Estatut catalán del Tribunal Constitucional en julio de 2010, se ha mostrado incapaz de “encajar” las demandas de mayor soberanía que desde Catalunya se han ido expresando y confirmando así el carácter antifederal de la Constitución (Pérez Royo, 2015).

Crisis -desigual pero incontestable- de un régimen (aunque no del “Estado integral” y, por tanto, todavía (?) no orgánica) que a su vez se ve desafiado tanto por los nuevos actores que han ido emergiendo al calor del ciclo inaugurado por el 15M (y que han desarrollado ya prácticas que, como en el caso de la PAH, pueden considerarse incluso “prefigurativas” o “instituyentes” frente a “lo instituido” (Aparicio Wilhelmi, 2014: 363)) como por un movimiento soberanista catalán que aspira al reconocimiento del derecho a decidir su futuro, incluida la independencia. Tanto en los primeros como en el demos catalán la idea fuerza de “proceso constituyente” ha ido ganando eco en los últimos años, si bien en el primer caso más como horizonte que como algo factible a corto o medio plazo.

Entre los nuevos actores en el ámbito estatal, Podemos ha aparecido como la nueva fuerza política que ha ido ganando una creciente presencia institucional con un discurso que ha defendido tanto un diagnóstico de que nos encontramos ante una crisis de régimen como una propuesta de apertura futura de un proceso constituyente, si bien no ha llegado a darle un contenido concreto. Se ha ido introduciendo así en la agenda política esta cuestión hasta el punto que, frente a la misma, el resto de los partidos políticos de ámbito también estatal están asumiendo la necesidad de reformas constitucionales de mayor o menor calado, compartiendo todos ellos la necesidad de promover una “Nueva Transición”, aunque en sentidos muy diferentes.

Con todo, es evidente que las elecciones generales del 26 de junio de 2016 establecieron una relación de fuerzas parlamentaria que no permite pensar en que existan condiciones para llamar a la apertura de un proceso constituyente, si bien tampoco parece que vaya a ser fácil un consenso interpartidario a favor de abrir el camino de la Reforma constitucional. Nos encontramos, en fin, en una situación de incertidumbre y de crisis de gobernabilidad que finalmente ha podido resolverse con la formación de un gobierno del PP en minoría gracias al apoyo de Ciudadanos y a la abstención del PSOE, pero sin que por ello se haya entrado en una fase de estabilidad política y parlamentaria. La aplicación abusiva del artículo 155 en Catalunya es suficiente demostración de la continuidad de una crisis nacional-territorial que afecta a un pilar del régimen y de la gobernabilidad y que está lejos de resolverse.

Hay que tener en cuenta, además, que la Constitución española es especialmente “rígida” en cuanto al procedimiento de revisión total o parcial de apartados clave de la misma (Título Preliminar, Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I, o Título II), ya que exige “la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara” (artículo 168.1). Esto implica que, con la actual composición del Congreso y sobre todo del Senado, la mera iniciativa de revisión o reforma debería contar con el acuerdo del Partido Popular, formación que se ha pronunciado claramente en contra de modificar varios de esos apartados, especialmente los que pudieran abrir la puerta a la posibilidad de reconocer la convocatoria de un referéndum en Catalunya sobre la independencia.

Parece, por tanto, que el debate en torno a la necesidad de un proceso constituyente de ámbito estatal va a seguir abierto, pero sin que haya perspectivas de que se vea desbloqueado en los próximos tiempos, salvo que: 1, en unas nuevas elecciones se conforme una nueva mayoría que apueste por el mismo; 2, surja una potente presión social extrainstitucional –a través de Asambleas o Convenciones ciudadanas a distintas escalas territoriales que llegaran a confluir en el ámbito estatal- a favor de la apertura de ese proceso mediante una iniciativa legislativa popular o un referéndum convocando a la ciudadanía a pronunciarse al respecto4; 3, se abra ese proceso en Catalunya, si bien esto implicaría una ruptura con la legalidad que probablemente, a falta de legitimación internacional, se vería bruscamente frustrada mediante algún tipo de represión por parte del Estado, como ya hemos visto que ha ocurrido tras la declaración de independencia por el parlament catalán el pasado 27 de octubre; 4, por último, se produzca la hipótesis de que una reforma parcial de la Constitución aprobada en el parlamento, pero sin contar con el apoyo de Unidos Podemos y otras fuerzas de ámbito no estatal, fuera rechazada en referéndum a escala estatal, abriendo así la posibilidad de unas nuevas elecciones constituyentes.

En todo caso, sí han surgido propuestas desde distintas plataformas ciudadanas y partidos sobre las materias o temas que deberían ser objeto de un proceso participativo, rupturista y democratizador que culminara en la elaboración y aprobación de una nueva Constitución: el blindaje constitucional de los derechos sociales es sin duda uno de los primeros objetivos ampliamente compartido, pero obviamente tendría que ir unido a la modificación del actual artículo 135, así como al reconocimiento de un conjunto de derechos y libertades, acorde con los avances logrados en el Derecho Internacional, en un sentido anti-heteropatriarcal, ecologista y pluricultural; la socialización de aquellos bienes comunes garantes de ese conjunto de derechos y a favor de la sostenibilidad de la vida; la laicidad del Estado, con sus implicaciones en relación con el Concordato y los privilegios que mantiene la Iglesia católica, especialmente en ámbitos como la enseñanza, la política fiscal y la actividad institucional, es otra; la defensa de una democracia participativa, directa, paritaria, pluralista y comunitaria, con todos los mecanismos de desprofesionalización de la política necesarios (limitación de permanencia en los cargos públicos, control y revocabilidad de los mismos y reducción salarial, transparencia y rendición de cuentas, etc.), junto con la ampliación de los derechos de iniciativa legislativa popular (artículo 87.3) y de referéndum (artículo 92) también formaría parte de esa reforma, así como la del sistema electoral, con la sustitución de la circunscripción provincial por la de la Comunidad Autónoma junto con listas desbloqueadas y proporcionalidad pura.

Otra cuestión controvertida es la de qué sistema de poderes promover, ya que manteniendo los principios básicos de un Estado de Derecho y apostando por un régimen parlamentario y no presidencialista, habría que reconsiderar, por ejemplo, la necesidad o no de un Tribunal Constitucional o incluso de una Jefatura del Estado unipersonal, con mayor razón si el horizonte es el de un modelo federal abierto.

Sin embargo, en todas estas cuestiones y en coherencia con lo que se ha recordado más arriba, no se trataría de pensar en términos de lo que debería hacer una Asamblea Constituyente, o de fetichizar lo que acabaría siendo la Constitución escrita sino de insistir en su carácter de proceso participativo y popular, así como en que la misma debería tener un carácter “débil”, “de Transición. En efecto, como bien argumenta Albert Noguera (2012: 175), “cuando, en la actualidad, hablamos de Poder Constituyente emancipatorio no podemos entenderlo como la simple convocatoria de una Asamblea Constituyente que redacte una nueva Constitución, sino que hay que entenderlo como un ‘proceso’ a iniciar con una reforma (cultural) en el sentido weberiano del término, hecha desde la autogestión y fuera de la esfera estatal, para sólo después, poder conformar una nueva forma de organización política”. Debería basarse, por tanto, en “el empoderamiento de los sujetos, lo que no puede hacerse meramente a través del reconocimiento o blindaje de derechos, sino a través de la garantía de permanentes condiciones de participación y de negociación” (Aparicio Wilhelmi, 2016: 28).

La experiencia desarrollada en los años recientes en Islandia, a pesar de tratarse de un país pequeño, de no formar parte de la Unión Europea y de haber conseguido unos resultados limitados, también está llena de enseñanzas, en especial sobre la importancia clave de que a todo proceso constituyente le acompañe un movimiento de “reforma intelectual y moral” contrahegemónico si se aspira a que culmine en un sentido democratizador y rupturista (González Cadenas, 2016). También esa experiencia tuvo interés por ser la primera en la que el recurso a las nuevas tecnologías de información y comunicación jugó un papel destacado en el impulso de una participación activa de la ciudadanía en el proceso deliberativo previo.

III. (Con)federalismo, forma de Estado, plurinacionalidad y Catalunya

Dos cuestiones serían especialmente controvertidas en ese proceso: la que tiene que ver con la búsqueda de una solución democrática a la realidad plurinacional dentro del Estado y la vía de adopción o no de una forma de estado republicana.

La primera exigiría el reconocimiento previo del derecho a decidir5 de aquellos demoi que en su ámbito autonómico correspondiente lo reclamen para, en función del resultado derivado del referéndum respectivo, establecer un nuevo tipo de relación o/y pacto entre los distintos demoi, ya sea en un sentido federal o confederal. Ésta es una cuestión fundamental, ya que de ella dependería cuáles y cuántos sujetos constituyentes se vayan configurando en el futuro en función de la opción elegida.

Sea cual sea el devenir en ese camino, es evidente que el reconocimiento de la plurinacionalidad dentro de un nuevo Estado federal o/y un Tratado confederal tendría enormes implicaciones rupturistas con el actual tipo de Estado basado en una sola identidad nacional –la española- dominante sobre las otras y reflejada de forma dogmática en la Constitución de 1978. Serán necesarias reformas de envergadura en el plano simbólico, el institucional, el financiero, el cultural y el lingüístico, principalmente, de manera que se vaya generando una nueva cultura política basada en “pensar en (con)federal y en plurinacional y pluricultural” el ejercicio de nuevas formas de soberanía compartida entre pueblos iguales y diversos (Pastor, 2014: 211-215).

La segunda cuestión estaría muy vinculada a la anterior, ya que en el caso de que se optara por un modelo federal –o, con mayor razón, confederal- habría que recordar que si bien existen Estados federales con monarquía (como Bélgica, por ejemplo), en ese tipo de organización territorial, al carecer de un “centro”, tiene menor justificación democrática si cabe que exista una Jefatura de Estado y que además tenga un carácter hereditario.

Sin embargo, nos encontramos, como ya se ha indicado, con una diferencia notable entre las dinámicas a escala estatal e incluso vasca o gallega, por un lado, y la catalana, por otro. En efecto, si bien en las primeras, dada la correlación de fuerzas no solo parlamentaria sino también de construcción de un demos común o diferenciado, no se dan condiciones para la apertura de un proceso constituyente, en la segunda en cambio sí está suficiente demostrada la existencia de una voluntad de un muy amplio sector de la población residente en esa Comunidad con una representación parlamentaria de, al menos, el 48% que quiere dar pasos en ese camino. La celebración del referéndum, pese a su suspensión por el citado Tribunal Constitucional, el pasado 1 de octubre se convirtió, como ya se sabe, en una prueba de fuerzas con el Estado español que contó según los organizadores con la participación de más de 2 millones de personas.

Empero, el llamado “desafío soberanista e independentista catalán” sigue tropezando con el rechazo por parte de los partidos actualmente mayoritarios en el parlamento español al reconocimiento del “derecho a decidir” y, en concreto, a un referéndum sobre la independencia. Una actitud que, sin embargo, contrasta con argumentos jurídicos fundamentados que permitirían su ejercicio incluso en el marco de la Constitución española vigente a través de una interpretación abierta de varios de sus artículos, como el 92 o el 150.2, siempre que hubiera voluntad política de hacer compatibles el principio democrático y el principio de legalidad.

Podemos considerar, por tanto, que mientras no se supere este conflicto y, sobre todo, en el caso de que se confirme una mayoría parlamentaria a favor de un referéndum sobre la independencia tras los resultados de las elecciones del próximo 21 de diciembre, nos encontraremos ante un riesgo de choque no solo entre legitimidades sino también entre dos legalidades, siendo la española la que tiene preeminencia frente a la catalana desde el punto de vista jurídico, si bien ésta puede acogerse a la jurisprudencia internacional para legitimar su derecho a la secesión como “remedial right”..

En cuanto al ámbito de la Unión Europea, es bien sabido que dentro de la misma el respeto a “la integridad territorial de los Estados miembros” es un pilar básico de su existencia. Por tanto, mientras no hubiera un reconocimiento legal por parte del Estado español de lo que finalmente fuera aprobado en Catalunya no cabe pensar en que ese reconocimiento se pueda dar en el futuro por parte de otros Estados miembros. Cabe, no obstante, la hipótesis de que algunos de esos Estados, a la vista del apoyo mayoritario a emprender un proceso constituyente no subordinado al español y/o a una declaración unilateral de independencia, llegasen a jugar el papel de mediadores con el fin de buscar un marco de negociación entre ambas partes.

En todo caso, como ya hemos recordado más arriba, si efectivamente se apuesta por procesos constituyentes democratizadores y rupturistas frente a la deriva oligárquica dominante en el constitucionalismo occidental, la opción por ese camino debería implicar también un cuestionamiento de la Constitución económica actualmente vigente dentro de la Unión Europea y de la eurozona por parte del nuevo Poder Constituyente.

Obviamente, en la hipótesis de que se llegara a ese estadio de conflicto, nos hallaríamos con otro choque de legalidades, cuyo desenlace dependería también del efecto que podría tener en otros países de la eurozona en un sentido u otro: podría significar una expulsión de la misma en el peor de los casos, pero también podría contribuir a abrir el debate sobre la necesidad de reforma y/o refundación de la actual Unión Europea, como ya se está proponiendo desde el todavía incipiente movimiento por un Plan B para Europa. Se abriría así un camino alternativo al que se quiere promover a partir del conocido como Informe de los cinco presidentes y que apunta hacia un “federalismo autoritario” (Albarracín, 2016), al menos dentro de la eurozona; o, también, frente a la creciente renacionalización de las políticas y, con ella, a la tendencia a la “des-integración” europea bajo los efectos no solo de la crisis de la deuda pública sino también de la práctica suspensión de los Acuerdos de Schengen, el Brexit, el desenlace del referéndum italiano contra las reformas constitucionales y el cuestionado Acuerdo de la UE con el régimen turco sobre el control del flujo de personas que reclaman refugio.

Concluyendo ya, podemos considerar que, pese a que la coyuntura actual española conozca una innegable involución autoritaria, la idea fuerza de procesos constituyentes, que parecía haber quedado expulsada junto con la idea de revolución y transformación radical de nuestras sociedades, ha vuelto a entrar en el debate político. La mejor demostración de ese regreso al primer plano se encuentra en nuestro caso en que empiezan a proliferar las propuestas de reforma constitucional, ya que “solo cuando en el horizonte aparece la posibilidad de una ruptura constitucional, de un proceso constituyente, es cuando se activan los procesos de Reforma” (Cabo, 2014: 28).

Este artículo es una nueva versión del texto del mismo autor publicado en el libro colectivo "Democracia y procesos constituyentes", coordinado por E. Garzón, J. Muguerza, Tony R. Murphy y P. Rodenas, 1917.

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#4233
6/12/2017 23:07

Interante vision de una problematica social.

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Pablo García
6/12/2017 13:14

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Opinión
Tribuna Todas las razones para decir ‘Altri non’
Aquí van unos cuantos motivos para juntarnos este domingo en Compostela y dejar clara nuestra postura frente a un expolio que nos están tratando de imponer disfrazado de progreso, pero que sólo trae beneficio económico a unos cuantos indeseables.
Palestina
Eyad Yousef “No cuentes lo que queremos ser, cuenta lo que nunca hemos dejado de ser: un pueblo que quiere la paz"
Eyad Yousef es profesor en la Universidad de Birzeit, Cisjordania, y comparte su experiencia en una universidad que “representa el pluralismo y la libertad que tanto anhela la sociedad palestina”

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Opinión
Opinión Sobrevivir pagando en el Álvaro Cunqueiro
Una de las victorias ideológicas del PP de Feijóo en Galicia ha sido hacernos creer que pagar por servicios esenciales en los hospitales durante el cuidado de nuestros enfermos es lo natural, que no hay otra manera de abordarlo, pero es mentira.
Siria
Oriente Próximo Israel impone hechos consumados sobre Siria para condicionar la transición según sus intereses
“Está escrito que el futuro de Jerusalén es expandirse hasta Damasco”, dijo este octubre el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, uno de los exponentes ultras del Ejecutivo.
Ocupación israelí
Ocupación israelí Un tercio de los asesinatos de periodistas en 2024 fueron obra del ejército de Israel
Reporteros Sin Fronteras documenta la muerte de 18 periodistas en Palestina y Líbano este año “asesinados deliberadamente por hacer su trabajo” y habla de una “masacre sin precedentes” de profesionales del periodismo.

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Pensamiento
Sarah Jaffe “En realidad tenemos que hacer menos. E impedir que algunas cosas sucedan”
La escritora y periodista Sarah Jaffe aborda el desengaño cotidiano al que nos aboca el mundo laboral e investiga cómo, a pesar de todo, las personas se organizan colectivamente en sus empleos para que “trabajar apeste menos”.
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Ciudades Fake Madrid, un paseo por los hitos del simulacro
Un recorrido por los grandes éxitos de la conversión de Madrid en una ciudad irreal.