Soberanía alimentaria
Comiendo gasoil

Ser conscientes es el primer paso. Decidir voluntariamente el modo en el que nos alimentamos es la solución. Nuestra cesta de la compra al final está en los pozos de crudo. Al comprar nuestros alimentos estamos realmente comprando gasoil. Comer productos de cercanía y de temporada reduce al máximo el transporte.

gasoil
Asociación Paisaje, Ecología y Género. w.ww.comerycambiar.info
30 oct 2018 12:10

Para cualquier ser vivo, nosotros mismos incluidos, si se gasta tanta energía como se ingresa a través del alimento uno está en equilibrio, vivo y sano. En cambio, si introduces más de la que gastas, entonces vas almacenando esa energía sobrante y tiendes a la obesidad. Y si metes menos de lo que consumes, sencillamente te mueves hacia la desnutrición. Es decir, el balance energético de lo vivo es cero. Elemental.

Pero para la economía del neoliberalismo esto no es tan elemental. Quiere escapar del patrón de lo vivo. La lógica de la energía se vuelve ilógica en la economía monetarista del señor Milton Friedman y de sus soldados de la oligarquía española y de buena parte de la clase política, incluida la izquierda.

Para la economía imperante no aumentar es estancarse, y parar no únicamente el beneficio, sino el incremento del beneficio, es una manera de perder. Si el año pasado, por poner un ejemplo, tal empresa ganó un 16% más, se traduce en tremendo fracaso si en este año gana únicamente el 15%. Crecer y crecer es el lema. Es un viaje a la obesidad mórbida cuyo final es fácil de entrever.

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Activistas por los derechos de los animales visitan un matadero con el fin de mostrar el final que padecen los animales criados para el consumo humano. Hablamos con Diego, portavoz de uno de los colectivos participantes, para que nos explique las motivaciones que hay detrás de esta visita.

El planeta ha dicho “No” a la economía de la depredación y el despilfarro. El planeta reclama su balance 0.

Este análisis, planteado tan solo desde el punto de vista energético, muestra que esta economía hegemónica tiene un patrón miope, enfermo y suicida. Diagnóstico que no mejora si la miramos desde la perspectiva social o ambiental... peor aún.

El planeta ha dicho “No” a la economía de la depredación y el despilfarro. El planeta reclama su balance 0

El hecho de comer es el acto más intuitivo y esencial del manejo que hacemos de la energía. No puede ser que para esa actividad tan simple como inocente y necesaria, ocasionemos un daño tal que comprometamos la viabilidad de nuestra casa común. El asunto es que al alimentarlos no estamos utilizando exclusivamente la energía de lo que ingerimos. Estamos justificando la enorme cantidad de energía, mucho mayor que la contenida en el alimento, que ha sido consumida en los procesos previos que culminan con los nutrientes en nuestro plato. La energía empleada en el transporte es escandalosa e innecesariamente descomunal.

Decía el cañamerano Pedro Pazos Morán, ingeniero industrial cosmopolita además de agroganadero ecológico e histórico luchador antinuclear, que casi cualquier actividad empresarial que imaginemos es, en esencia, una empresa de transportes, encubierta. Una ganadería convencional de vacas de campo, por ejemplo, tiene su sentido en la venta de terneros a un cebadero o a un matadero. Pero en realidad soportan su actividad en el constante movimiento de mercancías. Empezando por el acopio y almacenamiento de piensos y forraje que han de ser transportados hasta la finca en que se crían los ganados. Si las empresas producen parte del alimento precisado por los animales, situación que es habitual, adquieren para esa producción de forrajes: semillas, fertilizantes y variados insumos traídos a menudo de bien lejos. Pero además los terneros han de salir a los destinos ya comentados, sobre ruedas.

La imagen es muy gráfica. Camiones que entran, camiones que salen. Camiones llegando con grano, camiones sacando estiércol. Trailers metiendo pacas de heno. Camiones sacando las vacas que se mueren. Transportes con abonos y semillas... y camiones sacando los terneros. Este ejemplo del campo de vacas se puede hacer extensivo a cualquier hecho productivo, sea de origen animal (corderos, cochinos, pollos, huevos o leche) o vegetal.

La clave de este modelo de producción es el camión. Y el camión funciona, a su vez, con un producto, el gasoil, derivado de un petróleo que debe ser transportado desde miles de kilómetros. 9.000 desde los pozos del principal suministrador del mercado español que en 2017 fue México, con el 14,6% del total, seguido de Nigeria (14,4%) y Arabia Saudí (9,7%)... Noruega, Irán, Kazajistán... Todos lejanos vecinos.

La clave de este modelo de producción es el camión. Y el camión funciona, a su vez, con un producto, el gasoil, derivado de un petróleo que debe ser transportado desde miles de kilómetros

Se da así la paradoja demoledora en la que el “productor” en realidad es el “comprador” neto, directo o indirecto. Principalmente de maquinaria, de gasoil, de seguros, de materias primas y complementos, en buena medida tóxicos, para obtener un producto que, en la mayoría de los casos, no paga los costes de producción, aún estando ayudado económicamente con las medidas de la Política Agrícola Común (PAC).

Y en ningún caso lo hace, lo de pagar, si tenemos en cuenta que su actividad nunca abona los gastos de reposición del daño a la salud ambiental y humana que ocasiona. Esa economía neoliberal hace que la víctima primera sea el productor, manteniéndolo en la carrera agotadora de un productivismo que nunca le saca de una situación de quiebra técnica. Una ruina para todos. Pero bueno, ahí están las ayudas de la PAC que los mantiene vivos a los más, o ricos a los menos. Recordemos, dicho sea de paso, el caso del casi millón de euros que recién recibió la nieta del carnicero golpista Franco por sus negocios alimentarios, un ejemplo de tantos como los de Mercadona, Casa de Alba... o la saga Mora Figueroa-Domecq, que encabeza la lista de mayores perceptores de nuestra democrática España con 7,3 millones de euros al año, ¡cómo para no celebrar el año nuevo!

Pero claro, el modelo imperante tiene que apoyar a ese tipo de producción que ”mueve la economía”. Eufemismo que en realidad significa comprar, gastar y consumir. Y consumir, según la RAE, aparte de “utilizar comestibles”, también es “destruir, extinguir”. Cuidado pues cuando nos auto-denominamos complacientemente “consumidores” o sea “destructores” cuando de hecho queremos sentirnos solo “compradores de alimentos”.

Universalmente reconocido ya el sobrepasamiento del pico del petróleo, que supone la caída inexorable de las reservas, España colabora insensata e intensamente con la aceleración de la crisis demandando cada vez más crudo. Según la Corporación de Reservas Estratégicas de Productos Petrolíferos (CORES) las importaciones a España ascendieron a 65,843 millones de toneladas en 2017, lo que significó un incremento del 2,6% respecto a 2016. Y es que el 25,8% de la energía primaria consumida por el sistema agroalimentario español se corresponde al gasto petrolífero vinculado al transporte.

Esa economía neoliberal hace que la víctima primera sea el productor, manteniéndolo en la carrera agotadora de un productivismo que nunca le saca de una situación de quiebra técnica

La maraña enloquecida de los alimentos viajando por todo el mundo. Lo de allá para aquí, lo de aquí para allá. Conforma una red que si fuera visible enrollaría como un ovillo tupido la totalidad del planeta Tierra. Los garbanzos de los castúos cocidos hacen 9.000 km antes de llegar al puchero. Nuestros garbanceros ya no son de Valencia del Ventoso (que por cierto cosecha los mejores garbanzos del mundo) sino de Palouse-Washington-Montana. Vamos, que ya no son los garbanzos de tía Florencia, sino de Hinrichs Trading Company, por poner dos ejemplos (y proporcionados por la misma Mercadona, esa que recibe 2,6 millones de euros de la PAC).

Todo sería más justo y más cabal para el planeta y para la humanidad si la medida del valor de los productos tuviera relación con el mundo de lo real y lo concreto. El dinero perdió esa relación cuando dejó de vincularse al oro existente, aunque ese modelo no dejaba de ser también arbitrario.
Una propuesta objetiva para considerar el valor de algo nutritivo podría ser contar la energía que almacena y de la que podemos disponer. La medida habitual de contenido energético de los alimentos es la kilocaloría. ¿Porqué no usar esa “moneda” para valorar los productos? ¿Por qué no pagar en función de ese contenido energético? Sin duda se correspondería más con la realidad que el abstracto euro.

Si hacemos este ejercicio, veremos con claridad la magnitud del despropósito de la economía abstracta y el drama globalizado del transporte. Miren, un kilo de garbanzos contiene 3.830 kilocalorías. Cada kilo de esos garbanzos del “far west” norteamericano impone un gasto de transporte a nuestras casas extremeñas de 10170 kilocalorías Lo que representa a efectos calóricos la dieta diaria completa que necesitan 3,5 personas... ¡solo por un kilo! O, dicho de otro modo, implica gastar la energía de 2,6 kilos de garbanzos para transportar un simple kilo. Absurdo.

Los garbanzos de los castúos cocidos hacen 9.000 km antes de llegar al puchero. Nuestros garbanceros ya no son de Valencia del Ventoso (que por cierto cosecha los mejores garbanzos del mundo) sino de Palouse-Washington-Montana

Fíjense qué curioso, qué cosas pasan si empezamos a valorar la energía frente al euro. El 70% de los españoles gasta entre 150 y 450 euros al mes en la cesta de la compra, lo que supone entre 5 y 15 euros/día y persona. Sabemos que la necesidad media de alimentación per cápita es de 2.355 kilocalorías. O sea que cada española y cada español gasta de media unos 10 euros por esas kilocalorías. De modo que aproximadamente con cada euro adquiriríamos 235,5 kilocalorías/euro. Pues bien, el garbanzo americano, si convertimos la energía de ser transportado en euros, llevaría un coste añadido de...43,18 euros/kg de energía que se gasta pero que nadie paga.

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Si hubiera que repercutir ese coste —y habría que hacerlo—, el transporte transoceánico se interrumpiría de golpe. Se transformaría en inviable transportar un kilo de tomates a más de 100 km. A esa distancia obtendríamos lo comido por lo servido, toda vez que el tomate contiene unas 119 kcal y cada km. de transporte gasta 1,13 K/cal. En este caso el productor ganaría 0€ y a más distancia empezaría a perder. El transporte de alimentos consume, en general, más energía de la que transporta. Y cuanto más lejos lleva el producto mayor es el dispendio. 

¿Pero cómo es que esto ocurre? Simple. Porque el precio en euros de cada litro de petróleo está muy por debajo de la cantidad de energía que contiene ese litro, y así bien se puede despilfarrar energía y esquilmar las reservas con un coste bajísimo. No hay relación entre valor y precio, y, como dijo Antonio Machado. “Es de necios, confundir valor y precio”. Aunque este dicho vale para nosotros los de a pie, en el caso de la agroindustria habría que sustituir la palabra “necios” por otra más perversa y contundente.

Elegir la moneda equivocada nos llevó a un callejón sin salida. Tenemos dos opciones: o cambiar voluntaria e individualmente de moneda, esto es, otorgando más valor a lo más valioso energéticamente, o no hacerlo y esperar a que el propio colapso del neoliberalismo nos lleve a otorgar más valor a lo más valioso energéticamente. O sea, el camino es solo uno. Compramos alimentos lejanos por falta de reflexión. Y las graves consecuencias de ese modelo podemos frenarlas en seco.

Ser conscientes es el primer paso. Decidir voluntariamente el modo en el que nos alimentamos es la solución. Nuestra cesta de la compra al final está en los pozos de crudo. Al comprar nuestros alimentos estamos realmente comprando gasoil. Comer productos de cercanía y de temporada reduce al máximo el transporte. Miren ustedes qué simple, qué fácil y qué accesible. Desde la Asociación Paisaje, Ecología y Género elegimos los garbanzos de tía Florencia. Es una cuestión de justicia inmediata y de responsabilidad futura. 

Comer y cambiar, todo es empezar.

Hemeroteca Diagonal
¿Es esto consumo responsable?

La responsabilidad de nuestras acciones pasa también por diferenciar qué comemos de a quién nos comemos.

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