Opinión
Madre, yo sí te creo

Pocos quedarán que no asocien el nombre de Infancia Libre con algo extremadamente malo y “criminal”. Es difícil defender públicamente a unas mujeres que ya han sido juzgadas en los medios, pero es lo que estoy haciendo.

Concentración La Cabrera 4
Álvaro Minguito Una madre lleva en brazos a su hija en la concentración en La Cabrera contra los abusos a la infancia.

En este minuto, en este país, pocos quedarán que no asocien el nombre de Infancia Libre con algo extremadamente malo y “criminal”. A dos meses de la detención de María Sevilla, la primera de las tres mujeres que han sido relacionadas con esta asociación, la avalancha de noticias, tertulias y especiales con sesgo habrán convencido a todo ciudadano de bien de que existe una trama para apartar a niños de sus progenitores.

Es duro mantener ciertas convicciones o simplemente pensar distinto cuando se instala un discurso único tan arrollador. Partamos de eso. Hoy por hoy, salvo quizá el medio centenar de personas que se reunió y escuchó a las mujeres de Infancia Libre entre 2015 y 2017, todo el mundo está convencido de la culpabilidad de estas mujeres. El combo de poder mediático, informes policiales filtrados y lobbies machistas lo ha montado con mucha guasa y, hay que decirlo, oportunismo. Tres mujeres con similares “delitos” fueron detenidas en poco más de un mes, justo antes de elecciones generales, y después del resto (municipales, autonómicas y europeas), relacionando a la asociación sin ánimo de lucro con Podemos a cuenta de la actividad, totalmente lícita, que desarrolló en sus años de funcionamiento.

Es difícil defender públicamente a unas mujeres que ya han sido juzgadas en los medios, pero es lo que estoy haciendo. Cuatro memes machacones llegan a las menciones de las pocas periodistas que se han atrevido a hablar desde el otro lado: “Madres desnaturalizadas”, “daño infringido a los hijos”, “padres sufrientes”, “malditas feminazis con sus denuncias falsas”.

Vamos por partes, porque lo que les está pasando a ellas nos puede pasar a cualquiera.

Las tres mujeres que han sido detenidas con casos parecidos (aunque con grandes diferencias entre ellos) se conocieron después de denunciar los abusos sexuales relatados por sus hijos, y de comprobar cómo la justicia sobreseía sus denuncias; se aducían testimonios débiles, falta de pruebas, informes contradictorios, etc. Son tres casos entre cientos, y cada uno con sus matices.

Las tres entraron a formar parte de una asociación nacida en Granada y Madrid, que puso en común hasta un centenar de denuncias de abuso sexual intrafamiliar, y pudo ver cómo se reproducía un mismo patrón: se cuestionaban las denuncias, se descreían los relatos, se desatendía el “interés superior del menor”, se les obligaba a dar testimonio incluso delante de sus progenitores, entre otros defectos de forma y fondo.

España tiene un déficit grave en la atención a la infancia que denuncia abuso sexual. Lo dice Save The Children: “Siete de cada diez denuncias de abuso sexual de niños y niñas son sobreseídas, por falta de pruebas (y esto no significa que no esté ocurriendo)”.

La justicia española está a la cola de Europa en la protección de los menores denunciantes de abuso sexual, y la mismísima ONU (a través del Comité de los Derechos del Niño) así como la Comisión Europea, han reñido las praxis con respecto a estas denuncias.

Los abusos sexuales intrafamiliares no son fáciles de demostrar en muchos casos. Se juntan, en estos procedimientos, tres factores, que señalan también las organizaciones que defienden sus derechos.  En primer lugar, los niños son considerados ciudadanos de segunda y sus testimonios son tratados con suspicacia; las pruebas son imposibles de recabar en muchos casos, y es la palabra de un niño contra la de un adulto (incluso, contra la de muchos adultos).

Las mujeres reunidas en Infancia Libre pudieron ver cómo la justicia aplicaba los prejuicios del SAP, un síndrome inventado por un pedófilo confeso

En segundo lugar, instituciones y expertos que tienen que evaluar estas denuncias obligan a tomar declaración demasiadas veces, cuestionando sus palabras y revictimizando a niños a menudo muy pequeños. Por último, las denuncias están interpuestas por sus madres, y estas son puestas en duda como si denunciar a sus exparejas fuese motivado por “venganza” y ellas hubiesen manipulado los relatos de los niños.

Poco importaba que, junto a ellas, denunciaran profesionales de la sanidad pública, catedráticos y expertas, que a día de hoy también han sido señalados por defender a esos niños. Las mujeres reunidas en Infancia Libre pudieron ver, comparando sus procesos, cómo la justicia, los peritos, a veces los servicios sociales y psicólogos aplicaban los prejuicios del SAP (“las madres manipulan en contra de los progenitores varones”, “los niños mienten porque sus madres los inducen”), por más que su intromisión en la justicia está explícitamente desaconsejada por organizaciones tanto de psicólogos como de juristas. Normalmente se escamotea el hecho de que el famoso SAP fue inventado por un pedófilo confeso.

Los niños no mienten, decía el lema de la asociación. Sus hijos les contaron cosas que no todas las criaturas se atreven a contar. Ellas denunciaron. Los casos se archivaban. No se tomaban medidas. De tanto recorrer juzgado tras juzgado, de tanto intentar encontrar los profesionales que creyesen a sus hijos, de tanto ver cómo se menospreciaban testimonios y los procesos se cerraban, se encontraron en una encrucijada: aceptar la sumisión y desproteger a sus hijos o desobedecer.

Si han “secuestrado” a sus hijos no ha sido por capricho ni venganza: los pusieron a salvo del maltrato, la posibilidad del incesto, y el disciplinamiento implícito en las sentencias absolutorias
He aquí un llamamiento, a mis amigos y amigas, a mis vecinos, a todo aquel que ha sido intoxicado por los medios sensacionalistas y, en especial, a las comunicadoras feministas: ¿No os parece que a estas historias, a los supuestos secuestros, les falta un enorme pedazo? ¿Qué necesidad tenían estas tres mujeres de abandonar sus vidas y ocultarse con sus hijos, intentando pasar desapercibidas, buscando otros entornos para sus criaturas, llevándoselas lejos de un entorno de agresión? Si han “secuestrado” a sus hijos no ha sido por capricho ni venganza. Los han alejado y protegido de la ausencia de credibilidad que el sistema daba a sus declaraciones; del proceso de revictimización que supone defender los relatos una y otra vez; de la supervisión de docenas de expertos que, en lugar de dictar medidas de protección, los obligaban a seguir viendo a sus agresores. Se los llevaron, o los pusieron a salvo del maltrato, la posibilidad del incesto, y también del disciplinamiento implícito en las sentencias absolutorias.

En la avalancha de “informaciones” indiscriminadas sobre este caso, ni un solo medio se ha planteado por qué unas pocas han tomado la determinación individual de dejar atrás sus vidas, abandonar sus entornos y fuentes de ingreso, perder sus identidades y llevarse a sus hijos. En lugar de eso, han llegado a llamarlas “brujas”. Esto nos ha de sonar.

Muchas mujeres a la vez, en los últimos años, han puesto en entredicho cómo se tratan las denuncias de agresión o violencia machista, cómo son desprotegidas y cuestionadas hasta en el más mínimo desliz de vida cotidiana. Muchas hemos visto, en los relatos de abusos y/o violaciones, a una justicia patriarcal al trasluz que no oye ni ve, porque estás molestando al poder. Las hemos creído, en contra del discurso duro y culpabilizador, y hemos sabido trascender el marco oficial.

Imaginaos ahora ser una niña de siete años que declara en contra de su padre y a quien se le dice, de todos los modos posibles, “eso te lo estás inventando”. Y, ahora, hay todo un país que, gracias a la cobertura mediática, cree que tu madre te ha hecho daño por alejarte de eso, cuando lo que ha hecho ha sido desobedecer.

En los años en que la asociación se reunía con quien escuchara sus demandas, nadie me ha enseñado más de feminismo en la práctica que una de estas mujeres: hoy pendiente de juicio y alejada por orden judicial de su hija. Nadie como ella me ha enseñado que el lema “hermana, yo sí te creo” se torna problemático y hasta desechable cuando toca a madres que denuncian lo que sus hijos han tenido la “valentía” de contar. Es oportuno aquí recordar algo: el “daño” comenzó cuando se atrevieron a ponerles la mano encima.

Es difícil contar el otro lado, el lado oculto, cuando el “sentido común” te ha juzgado a priori. Es difícil pero no imposible, y es necesario contarlo porque, con la criminalización de estas mujeres, todas estamos perdiendo mucho terreno en la salvaguarda de los derechos sobre nuestros cuerpos, nuestras autonomías e identidades. También en nuestras maternidades. Puede que incluso los feminismos tengamos que cuestionarnos, aquí y ahora, cómo nos relacionamos con la maternidad y con los derechos de los niños. Y puede que debamos instalarnos un nuevo meme, uno desobediente y legítimo como el anterior: “Hija/o, yo sí te creo”.

Los niños no mienten. Ana, María, Patricia, yo sí os creo.

Opinión
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