Opinión
Lecciones de Torre Pacheco. Combatir el racismo desde la fuerza de clase

Es militante de anticapitalistas y de la redacción de Viento Sur.
El pasado 9 de julio, un vecino de 68 años fue agredido brutalmente en Torre Pacheco, Murcia. Este municipio es uno de los puntos de concentración del proletariado agrícola de origen migrante, que trabaja en la llamada “huerta de Europa” murciana, sometido a severas condiciones de explotación. El vecino identificó a los agresores como de origen magrebí; pese a que el propio agredido llamó a la calma, los días posteriores han estado marcados por pogromos racistas, azuzados por grupos escuadristas compuestos por fascistas llegados de otros lugares. Tanto Vox como el PP, cada uno con su estilo, han jaleado los ataques, ante la complicidad policial.
Hasta aquí, el relato de los hechos. Sin embargo, los hechos deberían ser un punto de partida para una reflexión diferente. No se puede pensar que lo ocurrido en Torre Pacheco es, simplemente, una mala excepción; es, más bien, un hecho implícito en una coyuntura política caracterizada por el auge del racismo y por la radicalización de una fracción de la población hacia la extrema derecha. Esta radicalización tiene bases materiales, pero no las que piensan los reaccionarios. Responde tanto a motivos estructurales, producto de la reconfiguración capitalista, como a motivos políticos.
La crisis del imperialismo occidental y su tendencia al declive generan una sensación de inseguridad en las clases medias y en sectores desclasados de la clase trabajadora, que les lleva a buscar salidas “relativas” ante la amenaza de la pérdida de su posición social. Decimos “salidas relativas” porque esta salida se basa en tratar de mantener su posición mediante una alianza con los de arriba contra los de abajo: esta es, ni más ni menos, la dinámica que desarrolla la extrema derecha. El racismo, alimentado por los difusores de hegemonía de la derecha, encuentra su terreno fértil en la necesidad de una división de clase que permita al capital mantener su orden político y económico.
El racismo combina formas ideológicas monstruosas y aberrantes, con formulas de “coacción muda”, que se naturalizan en la geografía social que traza el capital
Esto, por supuesto, no era exactamente así hace una década. Con todas sus limitaciones, aquella fase marcaba una dinámica inversa. En torno a ese gelatinoso concepto conocido como “clases populares”, la ofensiva tendía a desarrollarse de abajo hacia arriba. La mayoría de la izquierda, sin embargo, prefirió optar por convertir esa situación en “momentos hiperpolíticos” y unos cuantos ministerios bajo el ala del PSOE, en vez de consolidar un bloque organizado que fuese superando sus propias limitaciones (entre otras, la participación de los trabajadores migrantes en política), y así plantear un contrapeso a largo plazo capaz de oponerse a las dinámicas que siempre se desatan bajo la crisis histórica del capitalismo. Así estamos y así hemos llegado hasta aquí.
Por ir al grano: el progresismo se ha mostrado incapaz de proteger a los trabajadores de origen migrante. No solo el progresismo gubernamental, que, pese a su retórica, es el responsable de la violencia estatal contra los migrantes, tanto en las fronteras como dentro de ellas, manteniendo, por ejemplo, las infames leyes de extranjería o perpetuando sin derechos formales a miles de personas. También el sentido común progresista deviene en un problema para enfrentarse con posibilidades de victoria a esta dinámica. Observemos dos de las respuestas ideológicas más comunes en el progresismo y propongamos sendas alternativas.
La primera reacción suele ser, por utilizar un término del viejo sardo, dar rienda suelta al instinto “estatólatra”. Esta adoración al Estado se traduce en reclamar al mismo que intervenga para restaurar el orden. “¡Más policía!” “¿Por qué no hacen nada?” No podemos simplemente denostar esta sensación como un síntoma de incurabilidad de quien la expresa. Normalmente, responde a un intento honesto de frenar una situación que les horroriza.
Por un lado, hace falta insistir en la complicidad, tanto ideológica como orgánica, de los aparatos de seguridad del Estado (jueces, policías) en la materialización y expansión del racismo como forma de estructuración social. Pero esto no es suficiente: la estatolatría externaliza la responsabilidad colectiva sobre los fenómenos sociales, sustituyendo la lucha de clases por la intervención “desde fuera” de un agente externo que restaure el orden y, lógicamente, lo refuerce. Es la pescadilla que se muerde la cola: la política contra el racismo que acaba reforzando a los agentes racistas. La importancia de explicar esto, con paciencia y pedagogía, se torna esencial en esta fase.
En segundo lugar, el sentido común progresista suele apelar a la “imprescindibilidad” de los trabajadores migrantes: ¿Quién va a hacer los trabajos que nadie quiere? ¿Quién va a pagar las pensiones? ¿Quién va a compensar la baja natalidad? (Sobre esto podríamos escribir un tratado en torno a la hipocresía moral de las clases medias progresistas, pero mejor en otro momento). Todo esto refleja una realidad. Las clases subalternas están muy lejos de estar unificadas, ya que tienden a responder mediante distintas formas ideológicas a diferentes divisiones del mundo del trabajo: cualificados/no cualificados, nativos/extranjeros, manuales/intelectuales. El racismo combina formas ideológicas monstruosas y aberrantes, con formulas de “coacción muda”, que se naturalizan en la geografía social que traza el capital, respondiendo las necesidades de su orden productivo y reproductivo.
En ese sentido, si bien el sentido común progresista parece reflejar otra forma de miedo a la proletarización (“¿quién va a hacer esos horribles trabajos?”), de forma distorsionada también refleja una verdad, que no es otra que la “imprescindibilidad” de los trabajadores migrantes. La sociedad capitalista no podría producir ni reproducirse sin su trabajo. Esto, en términos marxistas, se llama “poder estratégico”.
Como decía Mario Tronti, los proletarios no son simples desarrapados: son una orgullosa clase de productores. He ahí el límite político del progresismo: en el mejor de los casos, expresa una moral compasiva que solo ve al trabajador migrante como una víctima a la que el Estado debe proteger; en el peor, lo ve como una pieza funcional a su posición social. El punto de vista de clase, sin embargo, plantea otra potencia: la clase trabajadora migrante como pieza clave de una nueva clase en ascenso, es decir, la fracción social que puede convertirse en fuerza por el poder estratégico y estructural que atesora. Esta visión nos permite también alumbrar posibilidades hoy oscurecidas, como el uso de la huelga como arma contra los efectos del racismo, como por ejemplo ocurrió en 2000 en El Ejido ante una situación similar a la que hemos vivido estos días.
Necesitamos que el antirracismo se convierta en eje central de nuestra acción política, instando a todas las organizaciones a movilizarse de forma permanente contra el racismo
Esto, por supuesto, no puede significar adoptar una posición boba respecto a cómo se desarrolla esta potencia. Pese a algunos chispazos que indican un nuevo camino, las fuerzas obreras organizadas son débiles porque están pasivizadas y desorganizadas. El proletariado migrante también porta divisiones internas, producto de los diferentes niveles de conciencia e integración. Al proletariado de origen latinoamericano se le explota sin piedad, pero se le ofrece cierto margen para la integración simbólica y la adhesión política, como, por ejemplo, hace Ayuso en la Comunidad de Madrid.
Al proletariado de origen magrebí, sin embargo, se le condena al aislamiento y se le anatemiza mediante una brutal ofensiva islamófoba. Aunque parezca, a simple vista, que no tiene conexión directa porque no se hace explícito, la política de complicidad de las instituciones del centro capitalista con el genocidio sionista contra el pueblo palestino introduce en el inconsciente colectivo la idea de que los musulmanes han dejado de ser sujetos de los tan cacareados derechos humanos, fomentando un clima de brutalización contra ellos.
Sin duda, el conjunto de la clase trabajadora está atravesado por prejuicios, debilidad político-organizativa y divisiones que, por cierto, en el caso del Estado español, también se expresan en el desarrollo desigual del territorio: no se expresa de la misma forma el fenómeno en Murcia que en una metrópolis. Así pues, desde el realismo intransigente, que es consciente de las dificultades pero no las acepta pasivamente, deberíamos empezar a sentar las bases de una nueva táctica.
El combate ideológico sin acción política termina siendo una simple defensa moral impotente. Necesitamos que el antirracismo se convierta en eje central de nuestra acción política, instando a todas las organizaciones, mediante una política lo más unitaria y amplia posible, a movilizarse de forma permanente contra el racismo. Para ello, necesitamos con urgencia trabajar en generar estructuras con capacidad tanto militante como de interpelación al conjunto de la clase trabajadora.
Los sindicatos, partidos y movimientos sociales deben jugar un papel clave en ello, no mediante la “reclamación” al Estado, sino mediante la movilización activa. Esto es un paso fundamental para ir generando una dinámica que incluya al proletariado migrante como miembro protagónico de una institucionalidad de clase que supere las divisiones racistas estimuladas por el capital, pero sostenidas sobre la segregación práctica sobre la cual se articula el orden político de “nuestras democracias liberales”. Y hacerlo de forma abierta, comprendiendo que en esa dinámica hay que ser extremadamente flexibles, y que debemos aprender: la izquierda ha considerado demasiado tiempo al trabajador migrante como un sujeto pasivo, una simple víctima —en realidad, un simple objeto—.
Solo mediante la acción política podremos afrontar la lucha antirracista con alguna posibilidad de victoria. El combate contra el racismo no es un combate que se vaya a resolver mediante un ejercicio de “intelectualismo moral”, ya sea conteniendo a las clases en declive mediante el Estado, ya sea apelando de forma abstracta a la paz social que reproduce el actual estado de las cosas. Se resolverá mediante un choque entre clases; esto es, mediante la fuerza. Este choque marcará la lucha de clases durante la próxima década en Europa. Todo lo que empecemos a hacer desde ya, buscando un nuevo enfoque que supere la impotencia progresista, nos colocará en mejor posición para el combate.
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