En saco roto (textos de ficción)
Miedo
El primer lunes del año se hizo el buen propósito de, en adelante, resolver con rapidez las cuestiones burocráticas y dedicar más tiempo al contenido, al fondo de los asuntos. De modo que redactó un mensaje con los pasos a seguir en los procedimientos más habituales y se lo envió a sus compañeros con la intención de facilitar la tarea de todos. A media tarde se marchó a casa con la pequeña satisfacción de haber aportado claridad en un asunto tendente a los enredos y los equívocos —o al menos de haberlo intentado. Durmió tranquilo.
A la mañana siguiente, al llegar al trabajo, saludó con tono neutro a sus compañeros y percibió algo extraño en sus respuestas: una media sonrisa en unos, un gesto frío en otros, demasiada calma en los tendentes a la sobreactuación. Se dijo que eran cosas suyas y que lo mejor era ponerse a la tarea sin esquivar el buen propósito de ir al meollo, a lo que de verdad importaba.
Estaba redactando un párrafo en el que cada palabra quería tener sentido cuando empezó a notar que sus compañeros lo observaban. Se detuvo y alzó la vista. Sí, lo observaban. “¿No has visto nada?” fue la primera pregunta. No supo qué contestar.
Y en realidad ya no supo qué contestar a todas las preguntas que se fueron acumulando a lo largo de la mañana. ¿Cómo se le había ocurrido enviar un mensaje como aquel sin advertir al departamento responsable de la gestión de procedimientos? ¿Quién creía que era para ofrecer una suerte de manual de instrucciones que convertía en una caricatura los trámites internos de la organización? ¿En qué cabeza cabía suponer que los sistemas de comunicación acordados pudieran verse reducidos a un intercambio banal para cumplir el expediente? ¿Desde cuándo alguien podía sentirse facultado para decir a otros cómo debían resolver cuestiones para las cuales ya existía un modelo de trabajo establecido? ¿Qué se le había pasado por la mente? ¿De verdad no había entendido nada todavía?
Estuvo paralizado y con pequeños temblores hasta las dos de la tarde. Luego se fue a comer. Masticó lentamente el ragú de ternera y no tuvo ánimo de pedir segundo plato. El café lo dejó a medias. Al regresar a la oficina, tuvo la impresión de que tenía dos opciones: iniciar una cadena de disculpas para borrar su falta o no hacer nada y dejarlo correr. Meditó durante más de una hora y, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando casi todos sus compañeros se habían marchado, optó por la solución que le pareció más acorde ante la gravedad de las circunstancias: echarlo a suertes.
Recordó que guardaba un dado en el cajón —un recuerdo de un viaje— y, antes de lanzarlo al aire, dijo en voz alta: “Pares: disculpas; impares: dejarlo correr”. Lo lanzó con tanto ímpetu que el dado rodó por la mesa y luego por el suelo y las escaleras. Corrió tras él y, en el segundo peldaño, resbaló. Fue un pequeño tropiezo, pero suficiente para vislumbrar la caída que podía haber ocurrido.
Regresó a su sitio.
Y solo entonces, animado por el impulso de haberse librado de una caída fatal, se quedó rumiando su pensamiento favorito: ¿en qué momento el miedo empieza a formar parte de las preguntas que cada cual se hace a sí mismo?, ¿en qué momento puede el miedo dejar de formar parte de esas preguntas? No le sirvió de nada, pero le ayudó a completar el horario de la jornada. No inició la cadena de disculpas. Tampoco decidió dejarlo correr. Se limitó a levantarse con el dado sujeto entre el dedo índice y pulgar de la mano derecha. Bajó los escalones con lentitud. Y al pisar la calle se dijo a sí mismo en voz alta: “No tengo ni idea de lo que voy a hacer. Pero tengo claro que no voy a hacer nada de lo que esperan”.
Durmió tranquilo.
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