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En Suecia las sustancias estupefacientes ilegales están tan perseguidas que incluso el consumo es un delito. La gente cuenta historias de uno que volvió de Amsterdam de hacer lo que tanta gente hace en Amsterdam; en el aeropuerto le pasaron un papel tornasol por el cuello de la camisa y le metieron un paquete estupendo porque cuarenta y ocho horas antes había estado en un coffee shop y se conoce que la ropa todavía le olía a panceta y el sudor también.
No obstante, en este barrio de Estocolmo que cruzo con frecuencia, no es excepcional que un adolescente, que un crío, te pregunte si quieres comprar hachís o marihuana cuando él y tú sois las únicas personas que hay en ese momento en ese bulevar larguísimo donde solo hay nieve sucia y hielo pisado mil veces, que es lo que lo hace resbaladizo de mil demonios; no hay nadie más para recibir el bofetón de ese viento gélido que viene del sur, del norte y del oeste al mismo tiempo y no trae nada bueno para nadie. Muchos jóvenes, muchos niños son utilizados por las bandas criminales. Muchos entran en ese mundo porque quieren las cosas que ven que otros tienen y las quieren ya. Y algunas veces es así, las obtienen ya. Entran en ese mundo que tantas puertas de entrada tiene y que dicen quienes lo conocen desde dentro que solo tiene dos salidas: la cárcel o el cementerio. Eso si no es una y luego el otro. No hay muchos pasos entre la ropa cara, los chismes brillantes (el “blink-blink”) que parecen perseguir como si fueran urracas, y el salir a “trabajar” (a vender drogas a las tantas de la mañana en mitad de un temporal de nieve o algo mucho peor) cuando nadie va a estar por la calle a ver qué se encuentra. Salir a vender porque no queda otra, porque hay gente que es amistosa pero en seguida son todo problemas. Criaturas que viven en apartamentos atestados, con un montón de hermanos y hermanas, todos al cargo de la madre, que hace lo que puede con su vida y con la un montón de críos, que no hablan el idioma del país, que a veces no saben ni leer los nombres de las calles. Sin la red de cobertura del país de origen y sin el equivalente sueco por miedo a que le quiten a los críos. Van al súper, hacen los recados y para casa. Tienen trabajos en los que se gana muy poco pero donde no hay que decir nada.
Fronteras
Migraciones La patria efímera del metro
En ese barrio también hay un zorro que a estas alturas seguro que come de la mano. En el grupo de Facebook del barrio se reportan los avistamientos del zorro como la celebridad local que es. Y como tal, te puede pasar andando como si fuera una gaviota, una paloma o un gato. Parte del paisaje. Uno más del barrio.
Las tiendas de verduras tienen el género en la calle y huele desde lejos, algo poco frecuente en un país al que mucha fruta y verdura llega en avión y se elige por el aspecto que tiene.
Decoración. Corcho. El atrezo más caro que he visto nunca. Pero en estas tiendas de barrio venden las espinacas frescas, la sandía en trozos de varios kilos, los mangos buenos y el cilantro en manojos que parecen ramos de flores, que hay gente de Chile por todas partes. Y de muchos otros sitios. Los trabajadores de la frutería donde suelo parar son cada uno de un continente y el dueño de otro.
De camino a pagar por la fruta me pegó al ojo un tiesto de tomillo. Cultivado en Italia con todas las bendiciones de impacto medioambiental, sin pesticidas y ojalá que quien lo produjo se lleve la mitad de lo que cobran por él. Como he hecho toda la vida, aunque nunca lo había hecho con un tomillo en un tiesto, estrujé cuidadosamente las hojas cinco veces y esperé a que me llegara el olor. ¿Cómo no me iba a llevar esa planta?
Acaso los trasplantados seamos todos también del mismo bancal y, sin saber cuándo, tenemos estos momentos que otros no siempre comprenden
De todas las cosas que llevaba en las manos, el tipo sentado detrás de la caja registradora solo le prestó atención verdadera a una.
“Luktar gott”. Huele bien — me dijo.
Huele como cuando era pequeño — respondí.
Gracias — respondió. Con la mano en el corazón, que es como subrayan lo dicho en muchas partes del mundo.
Dicen que los de pueblo son todos del mismo pueblo. Como la cantante de Mongolia que estaba de gira mundial reventándolo todo con esa capacidad suya de cantar con dos voces al mismo tiempo (¡una de ellas desde el estómago!, hay que verlo para creerlo), a la que hubo que llevar a toda prisa a que pasara la tarde con caballos sueltos por un prado vasco para que dejara de languidecer, porque se estaba apagando. Se estaba muriendo porque la llevaban de un sitio a otro pero en ninguno había prados ni caballos. ¿Se puede decir que la llevaban a matacaballo? Hay a quien le pasa con el mar. Dicen que los de ciudad-ciudad también se reconocen entre ellos, sean de Madrid o de Nueva York. Y, si no se ponen de acuerdo, discuten por las mismas cosas, aunque no sea entre ellos. Acaso los trasplantados seamos todos también del mismo bancal y, sin saber cuándo, tenemos estos momentos que otros no siempre comprenden.