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Tribuna
Discurso y poder del extractivismo o cómo se legitima el saqueo en nombre del “desarrollo”

Hoy busqué “extractivismo” en el diccionario online de la Real Academia Española (RAE). El resultado: una ausencia, un vacío, un concepto extirpado, arrancado o, más bien, nunca introducido. “La palabra 'extractivismo' no está en el Diccionario”, declara el sitio web. Parece que este término aún no ha atravesado los muros de esa institución, cuyo origen y misión —la de consolidar el español como lengua imperial— resuenan con esta omisión conceptual. No deja de ser significativo, dada la estrecha relación entre extractivismo y colonialismo, que la palabra permanezca excluida del repertorio oficial de la lengua.
Pero que la RAE no nombre el extractivismo no significa que este no exista. Son muchos los cuerpos y territorios que, desde la expansión colonial europea, constatan con especial virulencia los efectos de este modelo de apropiación violenta, desposesión múltiple y explotación intensiva de los recursos naturales de los territorios colonizados. Lejos de haber desaparecido con los procesos de descolonización política iniciados a finales del siglo XVIII, la lógica de extracción y saqueo ha persistido y se ha transformado bajo nuevas formas en el capitalismo contemporáneo. Como apuntan Verónica Gago y Sandro Mezzadra, hoy las actividades extractivas no se limitan a la explotación de materias primas y recursos naturales: se expanden hacia dinámicas de extracción financiera vinculadas, por ejemplo, a la especulación inmobiliaria, la turistificación y la mercantilización de la vida urbana.
Los discursos inciden directamente en las condiciones de posibilidad —o imposibilidad— de las resistencias sociales que se les oponen.
Una investigación reciente, coordinada por REDS (Red de solidaridad para la transformación social) y el Centre of Discourse Studies, pone precisamente el foco en estos procesos de extractivismo ampliado. El informe, titulado Legitimando la explotación: Discurso y poder en proyectos extractivistas, examina el papel de los discursos públicos —desde los medios de comunicación hasta las declaraciones de partidos políticos, empresas y gobiernos— en la legitimación de megaproyectos extractivos, pese a las violaciones de Derechos Humanos y la degradación ambiental que conllevan. Lejos de ser meros artefactos retóricos, estos discursos tienen efectos materiales y políticos concretos: configuran las formas en que se perciben y regulan los megaproyectos, e inciden directamente en las condiciones de posibilidad —o imposibilidad— de las resistencias sociales que se les oponen.
El estudio ha sido realizado por investigadoras/es y activistas conocedores de los contextos locales, y analiza cuatro casos: la ampliación del aeropuerto de El Prat en Catalunya, la hidroeléctrica Hidroituango en Colombia, la infraestructura turística Surf City en El Salvador y la mina de oro El Pavón en Nicaragua. Aunque difieren en términos geopolíticos y en la naturaleza de sus actividades, los patrones discursivos utilizados para justificar estas megaobras se repiten con inquietante similitud.
La excusa es el “progreso” y se utiliza un lenguaje ambientalista
En todos los casos, los megaproyectos son presentados como sinónimo de “progreso” y “desarrollo económico”. Se construyen imaginarios que describen los territorios donde se proyectan estas infraestructuras como espacios vacíos, carentes de vida, esperando ser aprovechados. Las obras, a su vez, son personificadas: se les atribuyen cualidades humanas, voluntad propia, capacidad transformadora.
Un ejemplo claro aparece en la propaganda digital de Surf City, megaproyecto turístico promovido por el gobierno de Nayib Bukele en la costa pacífica salvadoreña. En ella, el surf se presenta como un elemento estabilizador, como un “ancla del desarrollo”, y las olas de El Salvador como “un diamante que [hasta la llegada de Bukele] nadie se molestó en lustrar” —metáfora que encapsula a la perfección la lógica colonial de descubrir, explotar y mejorar lo supuestamente inerte—. La naturaleza se presenta como un recurso económico infrautilizado, cuya explotación no solo es deseable, sino imperativa. Este discurso no solo justifica la turistificación de la costa, sino que legitima al régimen salvadoreño —pese a la suspensión de las garantías constitucionales y democráticas desde la activación del estado de excepción en 2022— como supuesto promotor del bienestar colectivo.
Otro elemento compartido por estos relatos es el uso del lenguaje ambientalista como estrategia de legitimación. Las promesas de sostenibilidad, restauración o compensación ecológica operan como formas de greenwashing, o ecoimpostura, que buscan neutralizar la oposición social y proyectar una imagen de responsabilidad corporativa. Así, en un giro casi surrealista, quienes impulsan megaproyectos señalados por su impacto ecocida se presentan como defensores del entorno, calificando de “sostenibles” todas sus intervenciones, por destructivas que sean.
En el caso de la ampliación de El Prat, la patronal catalana se presenta como salvadora del espacio natural amenazado por su propio proyecto
Este es el caso de la patronal catalana, acérrima defensora de la ampliación del aeropuerto de El Prat, que encargó a una comisión de expertos —liderada por el presidente de la Cambra de Contractistes d’Obres de Catalunya— la elaboración de un informe técnico sobre la viabilidad medioambiental del megaproyecto. Y es que, pese a las críticas formuladas desde el campesinado payés, el ecologismo social y plataformas ciudadanas por el decrecimiento, como ZerØport —que denuncian, entre otras cosas, el desplazamiento de tierras agrarias, el deterioro del ecosistema y la sobreexplotación turística de la región—, la patronal invierte el relato y se presenta como salvadora del mismo espacio natural protegido que el megaproyecto amenaza: la Laguna de la Ricarda, una de las zonas contempladas para la expansión aeroportuaria.
Se presentan las megaobras como proyectos de nación y símbolos de modernidad
Otro hilo discursivo común es la presentación de estos megaproyectos como proyectos de nación y símbolos de modernidad y paz. Sus promotores apelan a ideales de crecimiento económico, modernización o competitividad global, y argumentan que las infraestructuras no solo producen beneficios locales, sino que impulsan el progreso y el desarrollo nacional. En todos los casos, además, estas megaobras se representan como vehículos de reconciliación social o instrumentos para facilitar la paz. Sin embargo, esta narrativa entra en profunda contradicción con la realidad material: desplazamientos forzados, militarización de territorios, asesinatos de líderes y lideresas sociales, criminalización de la protesta y destrucción medioambiental y de formas de vida.
El caso de Hidroituango —una hidroeléctrica construida sobre el cañón del río Cauca, ampliamente denunciada por provocar daños humanos y ecológicos irreversibles— resulta especialmente revelador. En 2018, el desbordamiento del embalse provocó muertes, desplazamientos masivos, destrucción de ecosistemas y la inundación de fosas comunes vinculadas al conflicto armado colombiano. A pesar de ello, el megaproyecto sigue siendo presentado como una infraestructura de interés nacional, capaz de garantizar la autosuficiencia energética y contribuir, tanto física como simbólicamente, a la construcción de la Colombia del posconflicto. Tras esa “tragedia provocada” —como la define el Movimiento Ríos Vivos—, las autoridades locales enmarcaron la defensa de la continuación del proyecto como un gesto de compromiso con la verdad: un esfuerzo por “que no se sepulte la verdad” y por hacer que “salgan a flote los responsables” de la tragedia. El cinismo de estas metáforas resulta particularmente hiriente para las comunidades cañoneras que resisten desde hace años, y que luchan precisamente por la defensa del territorio, así como por la búsqueda de verdad, reparación y no repetición del conflicto armado.
Los defensores del proyecto minero de El Pavón (Nicaragua) lo inscriben en un discurso nacionalista que apela a la historia minera del país
De manera similar, el proyecto minero de El Pavón se inscribe en un discurso nacionalista que lo presenta como una fuente clave de riqueza y crecimiento económico para Nicaragua. Sus defensores apelan a la historia minera del país y a su potencial como exportador de oro, legitimando esta actividad como una tradición económica que debe ser recuperada y fortalecida. Frente a la minería artesanal, los promotores han impulsado la idea de una “nueva minería sostenible”, que supuestamente reduce los daños ecológicos mediante el uso de tecnologías más eficientes. Sin embargo, esta retórica tecnocrática y desarrollista no resuelve las contradicciones estructurales de la lógica extractiva ni los riesgos concretos que implica para las comunidades locales, como las de Rancho Grande, que dependen de los ecosistemas amenazados. Así lo denuncia la organización de base campesina Guardianes de Yaoska, que se opone al proyecto extractivista minero.
Presentar como atractivos proyectos que dañarán comunidades
Los discursos de empresas, partidos políticos y medios de comunicación configuran una arquitectura simbólica que convierte al extractivismo en algo deseable, inevitable o incluso patriótico. Los gobiernos se presentan como garantes del desarrollo; los empresarios, como visionarios emprendedores; y las comunidades afectadas, cuando logran aparecer en escena, suelen ser retratadas como obstáculos al progreso, manipuladas o carentes de conocimiento técnico.
Estos proyectos suponen una continuidad colonial encarnada en la promesa moderna de que más infraestructuras traerán más bienestar
Así, no solo se legitiman las intervenciones territoriales, sino que también se configura un orden epistemológico que privilegia ciertos saberes —económicos, jurídicos, tecnocientíficos— y silencia otros: los saberes campesinos, indígenas, tradicionales, comunitarios. En ese silencio resuena una idea de desarrollo anclada en la racionalidad moderna occidental y sus parámetros de crecimiento ilimitado, edificados históricamente sobre la explotación de cuerpos y territorios. Se trata, como sostienen diversas corrientes del pensamiento crítico latinoamericano —desde los estudios sobre la colonialidad del poder (Quijano) y el desarrollo como dispositivo moderno-colonial (Escobar, Mignolo), hasta los análisis sobre extractivismo y resistencias ecoterritoriales (Svampa, Gutiérrez, Gago)— de una continuidad colonial encarnada en la promesa moderna de que más infraestructuras traerán más bienestar.
Pero ¿progreso, desarrollo y crecimiento para quién, y a costa de qué? En la comarca del Baix Llobregat, específicamente, en El Prat, el megaproyecto aeroportuario amenaza el equilibrio ecológico del delta del Llobregat e ignora las movilizaciones vecinales, ecologistas y campesinas. En Hidroituango, el discurso estatal encubre la violencia ejercida sobre comunidades desplazadas, mientras se ensalza el rol del país como productor de “energía limpia” en el escenario global. En Surf City, el gobierno salvadoreño impulsa un modelo turístico que refuerza la exclusión de las poblaciones locales, gentrifica los territorios costeros y persigue la disidencia. En Nicaragua, en el nombre de la sostenibilidad, penetran compañías mineras transnacionales cuya actividad extractiva resulta incompatible con las estrategias de vida y prácticas agroecológicas de las comunidades campesinas de Rancho Grande y pone en grave riesgo los bienes naturales del territorio.
Que el extractivismo no figure en el diccionario de la RAE no solo revela una omisión lingüística, sino una forma de silenciamiento político. Porque nombrar es reconocer, y lo que no se nombra no existe para los ojos del poder. Sin embargo, los cuerpos desplazados, los ríos contaminados y los territorios devastados siguen alzando la voz contra lo que los discursos hegemónicos intentan callar. Frente a este panorama, nombrar lo que ocurre, desmontar las palabras con las que se nos vende el saqueo, es parte de la tarea de quienes entendemos la investigación como una forma más de intervención política.