Melilla 2 2022
Dos jóvenes se abrazan tras conseguir cruzar la valla de Melilla el 24 de junio de 2022. Javier Bernardo

La semana política
Promesas de salvación

La cumbre de la OTAN ofrece a los pueblos una promesa de seguridad bajo el mando de Estados Unidos en un momento de profundos cambios globales.
Pablo Elorduy
Foto de Javier Bernardo.
2 jul 2022 06:09

No se han cumplido tres años desde que Emmanuel Macron decretara la muerte cerebral de la Alianza Atlántica y el resultado de la cumbre de la organización en Madrid invita a pensar que la muerte que se ha producido es la de la Unión Europea como cerebro autónomo. Se conoce que la integración europea ya no puede ser la respuesta a la pregunta sobre cómo afrontar los problemas de seguridad del futuro. La gobernanza de la UE, dura como el pedernal contra los Gobiernos débiles hace diez años, se ha derretido como un polo de limón en el asfalto de Madrid. Ninguna voz dentro de la cumbre ha mostrado una posición propia respecto al plan que Estados Unidos traía bajo el brazo para la próxima década.

Pero el examen de conciencia le corresponde hacerlo solo a los movimientos y militantes antimilitaristas. Para el resto del espectro político todo va como tiene que ir. De hecho, va todavía mejor. El ministro de Exteriores, José Manuel Albares se creció un poquito al declarar que la cumbre de la OTAN de Madrid ha tenido resonancias “al nivel de la caída del Muro de Berlín”. Como dijo con más comedimiento Pedro Sánchez, el mundo está cambiando. Es un punto de inflexión histórico y por suerte estamos en el bando ganador.

El hecho es que el mundo gira pero, como si se tratase de una broma cósmica, el nuevo orden se parece sospechosamente al que quedó tras la II Guerra Mundial. Tras el final de la Guerra contra el Terror, decretado en 2021 con la salida de las tropas estadounidenses de Afganistán, se ha pasado en un corto espacio de tiempo a las viejas certezas del mundo bipolar. En unas sociedades que hasta la pandemia se habían desacostumbrado a la muerte (a la propia, se entiende), el peligro mortal que encarna el Gobierno de Vladimir Putin justifica cualquier medida, incluso reactiva el uso de las armas nucleares como elemento privilegiado de disuasión. La historia queda reanudada. Aunque parezca imposible, la postmodernidad ha sido superada. “El contador Geiger se moverá enloquecido mientras se verifica el triunfo de la democracia sobre la barbarie”, dice Marco d’Eramo. 

No se trata de un regreso completo al pasado, de hecho no lo es de ninguna manera. La situación es aun más inquietante. Lo sabe la cúpula de la Alianza Atlántica, que incluye en su Concepto Estratégico para la próxima década consideraciones acerca de las “amenazas híbridas” que constituyen la crisis climática, el problema demográfico (que no entra a detallar), la disputa por la acaparación de minerales o el previsible colapso energético. La política de bloques del siglo XXI se producirá en un contexto de escasez, con las temperaturas más elevadas desde que hay registros y batiendo récords de desplazamientos humanos. Guerra fría en un mundo ardiendo.

Ángulos muertos

El “ángulo muerto” dentro de la visión global que Joe Biden ha traído a la Unión Europea es, señala Jorge Tamames en un artículo en Público, que el propio Biden ha sido incapaz de detener el proceso de desdemocratización que tiene lugar en el mismo centro del mundo libre. En Madrid se ha corrido un conveniente velo sobre la disociación que supone que un país profundamente dividido y desgarrado por medidas como la derogación del derecho federal al aborto, el retroceso de 40 años de la protección ambiental, o por el abordaje policiaco criminal de la segregación racial, sea el encargado de trazar la línea entre los packs democracia-libertad y la autocracia-me cago en los derechos humanos. Esa línea que considera gajes del oficio que queden aplastados los pueblos kurdo y saharaui —o que mueran 37 personas atrapadas en la valla de Melilla— pero que requiere las muestras de condena más grandes que puedan encontrarse para denunciar las violaciones de derechos humanos por parte de China y pretende que sólo Rusia comete crímenes de guerra. 

Hay que valorar el modo optimista con el que se acepta la pertenencia a la organización: en la OTAN hay una promesa de salvación ante los desafíos que vienen. Estar en la OTAN significa compartir un discurso con el poder hegemónico, y no hay que minusvalorar el pequeño chute de tranquilidad que da eso, aun a costa de tener conciencia de que la propia noción de seguridad implica que hay quien tiene que quedar fuera, ya sea porque es señalada como el enemigo (o el desafío) ya porque no alcanza el estatus necesario para ser como nosotros. La estrategia aprobada mantendrá nuestros muros robustos, ya sean estos construidos, geográficos (el Mediterráneo), militares (300.000 soldados en la frontera con Rusia) o policiales.

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Además, hay una zona de confort de regalo, que se comparte entre los poderes reunidos en Madrid y por quienes denuncian lo pasadas de moda que están las críticas a la OTAN que se basan en algo tan extemporáneo como la propia historia de la OTAN. Ese lugar de goce es la lectura de cartilla a unos movimientos que no por inoperante deben ser dejados en paz con sus pancartas ni-ni y sus monsergas. No se trata ya de derrotar la opción pacifista electoralmente sino que quede claro que sus valores están caducos y que no entienden la complejidad de las cosas.

Tal vez ese empeño por revelar las incongruencias del “no a la guerra” viene a tapar el hecho de que las élites no cuentan con nadie para anticipar el porvenir, como no contaron con nadie para construir el presente. Es más conveniente, como se ha visto en la cumbre, enfatizar el peligro que llama a la puerta antes que discutir sobre cómo se ha llegado al momento repleto de miedos en el que ya vivimos. No vaya a ser que comencemos a pensar que la guerra no terminó, solo se desplazó. Que nos demos cuenta de que el plan es que nunca se acabe.

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