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II Guerra Mundial
Mauthausen
La Tierra se teñía de rojo bajo el manto oscuro del abandono y las almas, de negro, vestían el luto por su propia muerte.
Caminé ingenuamente por las calles bajo el sol, mi barco quedaba sobre las aguas del Danubio y mi cabeza anclada junto a él, caminé escalando una colina cuya cima tenía el perfil de una fábrica, mis piernas me sacaron de un patio, todo de piedra, y los guardias nos condujeron, de prisa, corriendo, a través de la única puerta, no había tiempo que perder, a otro patio, donde por la noche le tocaba a alguien bajarse los pantalones y recibir treinta palos, y por la mañana bajar por una escalera, escondida tras un edificio, hasta el fondo de la Tierra.
Fuera del patio de una única puerta, y del fondo de la Tierra, está el gran agujero esculpido en la roca con las manos y las vidas, una escalera inmensa, toda en rededor, por donde bajaban sus esqueletos, sobre cuyos peldaños caían las nalgas necrosadas de la noche anterior, y subían piedras Sísifo Pérez, Sísifo Hernández, Sísifo Rodríguez y todos sus hermanos, piedras para construir tapias, patios, residencias de oficiales, estaciones de ferrocarril y edificios con escaleras al fondo, escondidas, que bajan hasta el fondo de la Tierra, alrededor de lo cual unos monumentos señalan la tristeza del alma humana.
Peldaños que suben los esqueletos empujados por una voluntad secreta, alzados con piedras sobre los hombros, piedras que quizá puedan dejar caer sobre sus propias cabezas para que sus vidas no sigan cayendo, ni sus pantalones rayados, en las noches frías, ni la estaca sobre sus nalgas desnudas, ni la basura, a la que llaman comida, a sus estómagos, que tampoco ya lo son, para que sus cuerpos, lo que de ellos queda, no caigan más sobre los camastros de madera de las barracas, de madera, la liviana manta sobre ellos y el frío helado de la noche sobre todos.
Peldaños que bajan si la piedra no cayó, a los sótanos de un edificio de piedra, que hay que bajar corriendo, como si no hubiera tiempo, desnudarse, dejar que le corten a uno el pelo, aún más, ir a la ducha de gas para que lo maten a uno, después a las salas bien refrigeradas para que lo amontonen a uno entre todos los cadáveres, para que se conserven hasta que los médicos saquen dientes y oro de las bocas y aprovechen todo antes de que lo lancen a uno por los aires con las chimeneas de los hornos crematorios.
Horror y terror no solo al régimen político sino al social del abandono de las víctimas, del silencio ante los crímenes, de la desaparición del más elemental de los amores, horror y terror al asesinato cometido en mitad de la calle por caprichosa brutalidad de la autoridad, horror y terror ante las personas de mirada helada que forman el grupo de los elegidos, que se creen justamente elegidos y no quieren saber que su elección ha sido un capricho momentáneo, y continúan su camino irguiendo sus hombros, ajustándose mejor su sombrero, los ojos cerrados, mirando a lo bonito del paisaje.
Ceniza gris salía de las chimeneas y formaba con el viento remolinos ante los que la población cerraba sus ojos para protegerlos, y la grisura iba ganando el paisaje, la Tierra se teñía de rojo bajo el manto oscuro del abandono y las almas, de negro, vestían el luto por su propia muerte, las locomotoras echaban humo negro y del cielo de acero caía más ceniza y martillos que troceaban los corazones, moribundos o muertos, que habían callado cuando pudieron haber gritado, que ya decía Quevedo que “perder la libertad es de bestias, dejar que nos la quiten de cobardes”.