Filosofía
Las falacias del liberalismo
El liberalismo se sustenta sobre una doble falacia: la que hace del trabajo el origen y fundamento de la propiedad y la que entiende al individuo como un sujeto libre con capacidad para tomar decisiones de manera autónoma. Una política materialista debe tener como uno de sus empeños el desenmascaramiento de las mismas.

Nuestra sociedad se halla construida sobre dos enormes falacias que, de manera sorprendente, y a pesar de su obviedad, quedan disimuladas para una ciudadanía que vive en el embrujo ideológico que tan certeramente describiera Althusser. Pues el autor de Ideología y aparatos ideológicos de Estado se encargó de mostrar la materialidad de la ideología, su dimensión ontológica, que hace que esta desborde el ámbito de lo ideal para consolidar las prácticas y modos de vida de los sujetos. Sujetos como somos, vivimos sujetados, en las diversas acepciones del término, por la ideología.
Pero volvamos a la cuestión. Cuando allá por el siglo XVII y comienzos del XVIII el liberalismo echa a andar, tanto en su dimensión política como económica, lo hace desarrollando una narrativa en la que dos elementos, el trabajo y la libertad, se convierten en piezas centrales de su arquitectura ideológica. Y decimos narrativa queriendo subrayar los elementos ficticios de la misma, tan característicos de las aproximaciones idealistas a la realidad, una realidad que siempre es modelada y modelizada en función de sus intereses, como bien se encargó de subrayar Marx al abordar, de modo magistral, la cuestión de la acumulación originaria de capital.
Libertad, trabajo y propiedad
Por lo que respecta al trabajo, el liberalismo hace de este el origen y justificación de la propiedad. Origen en la medida en que la doctrina liberal establece un vínculo necesario entre propiedad y trabajo, de tal modo que las propiedades del sujeto se entienden como fruto de su trabajo. Justificación, porque las diferencias de propiedad son explicadas como consecuencia del diferente esfuerzo desarrollado por los seres humanos, estableciendo de ese modo una muy simple ecuación: quien más se esfuerza, más tiene. De donde se deduce que quien no tiene es porque no se ha esforzado. La dimensión moralizante del éxito o fracaso social resulta evidente. De hecho, el actual neoliberalismo se caracteriza, como bien analizan Laval y Dardot, por su estrategia de responsabilización hacia el individuo de todo cuanto le acontece. La salud, el trabajo, el éxito o el fracaso tienen que ver, en exclusiva, con el empeño del sujeto en moldear adecuadamente su vida, de manera que las circunstancias sociales o las políticas estatales quedan exoneradas de cualquier responsabilidad.
En cuanto a la libertad, se entiende como atributo que constituye al sujeto, de tal modo que todas sus acciones son imputables a sus propias y libres decisiones. El sujeto así entendido se convierte, como dice Lordon, en el “núcleo duro” de la ideología liberal.
El liberalismo necesita de la ficción ideológica de individuos libres para convertirlos en sujetos de derecho dotados de la capacidad de vender, libremente, aquello único que, desposeídos de toda otra propiedad, poseen: su fuerza de trabajo.
Como decíamos, podemos detectar aquí una doble adulteración de la realidad de los procesos sociales, en la que la naturalización de los mismos, es decir, su desvinculación, precisamente, de la dinámica social, desempeña un papel enormemente relevante. Por lo que respecta al trabajo, si algo se establece de modo palmario en el capitalismo es la desvinculación de propiedad y trabajo. A lo que acudimos en el capitalismo, justamente, es a la apropiación por el capitalista de los frutos del trabajo ajeno, a la enajenación, por tanto, del trabajo individual. El trabajador vuelca su esfuerzo en la producción de una serie de mercancías que, inmediatamente de producidas, dejan de pertenecerle para pasar a engrosar el patrimonio de quien no se ha implicado en el proceso de su producción. Si algo se constata en la realidad del capitalismo es lo contrario de lo que su ideología afirma: que quien no trabaja, posee, y quien trabaja, resulta desposeído.
Esto último está estrechamente vinculado con la cuestión de la libertad. A pesar de que el liberalismo nace negando los derechos políticos de los individuos carentes de propiedades, sin embargo se empeña en afirmar el carácter libre de todo individuo por el mero hecho de serlo. En efecto, en el marco de la revolución inglesa del XVII, y más en concreto del debate que, en 1647, se produce en Putney en el seno del New Model Army, las posiciones liberales, representadas en aquel momento por Cromwell, a quien Locke llegará incluso a dedicar un poema, y sus seguidores, insisten en negar el derecho de sufragio a quienes carecen de propiedades. Ese es el centro del debate que enfrentará a liberales con niveladores y cavadores, empeñados, estos últimos, en la defensa del sufragio universal. Es decir que, mientras, por un lado, el liberalismo se afana por teorizar, de modo abstracto, la libertad individual, en lo concreto porfía por privar de derechos políticos a la mayoría de la población. No hay por tanto, una reivindicación efectiva de la libertad subjetiva. ¿Por qué, entonces, ese empeño en definir al sujeto como esencialmente libre cuando, en la práctica, se le niegan sus derechos? ¿A qué obedece esa abismal distancia entre teoría y práctica, entre ideología y realidad? Aquí es donde se puede apreciar el vínculo con la cuestión del trabajo. El liberalismo necesita de la ficción ideológica de individuos libres para convertirlos en sujetos de derecho dotados de la capacidad de vender, libremente, aquello único que, desposeídos de toda otra propiedad, poseen: su fuerza de trabajo. Es el fetichismo jurídico que acompaña al proceso de desarrollo capitalista, tal como de modo tremendamente eficaz ha puesto de manifiesto Eduardo Núñez en una tesis doctoral dedicada a la cuestión. De ese modo, la relación capital/trabajo es presentada como la relación entre dos sujetos libres, iguales y simétricos que deciden establecer una relación contractual desde la libertad que los caracteriza. Es lo que Marx definió como la ficción del contrato y que, retomando los parámetros ideológicos de Althusser, es vivido como una característica definitoria del mercado.
Desmontando la falacia
Para un análisis mínimamente riguroso no resulta difícil, como vemos, desmontar esta doble falacia. Por un lado, la práctica capitalista supone la enajenación del producto del trabajo. Solo en los constructos ideológicos del capital existe ese fantasmal vínculo entre trabajo y propiedad. Mario Conde, ex banquero, ex convicto y doctor honoris causa por diferentes universidades, lo sintetizó, con el cinismo que le caracteriza, en el curso de una entrevista cuando se hallaba en la cresta de la ola. A la pregunta de cómo había amasado una fortuna de tales dimensiones, contestó con aplomo: “trabajando, trabajando mucho”. Pocas cuentas son necesarias para desmontar una ecuación de tales características. Por otro, la libertad del trabajador, su condición de sujeto de derecho, queda radicalmente cuestionada por la imperiosa necesidad en que se encuentra de vender, a cualquier precio, y la expresión es literal, su fuerza de trabajo. La asimetría social es tal entre el poseedor de los medios de producción y quien solo posee su propia fuerza de trabajo que resulta imposible colocarlos en un mismo plano ontológico por lo que a la libertad respecta. Más bien lo que se constata, en este ámbito, es la justeza de la posición spinoziana que vincula derecho, y, por tanto, libertad, con potencia. Los trabajadores, enajenados, desposeídos, privados de cualquier propiedad efectiva, se convierten en meros objetos en manos del capital.
La asimetría social es tal entre el poseedor de los medios de producción y quien solo posee su propia fuerza de trabajo que resulta imposible colocarlos en un mismo plano ontológico por lo que a la libertad respecta.
Sin embargo, y debido a la mencionada cuestión del vínculo entre ciudadanía y propiedad, el liberalismo inicial mantiene una posición ambigua con respecto a la libertad de aquellos que carecen de propiedades, a los que entiende que es posible reducir a la esclavitud. Resulta tremendamente interesante en este sentido el análisis que David Brion Davis realiza sobre la esclavitud en Europa en los albores de la Modernidad. Mientras, para la Modernidad, la figura del esclavo queda remitida por nuestro imaginario a los trabajadores negros de las plantaciones americanas, Davis subraya su presencia en las prácticas disciplinarias europeas, especialmente para hacer frente al creciente número de hombres sin dueño, resultado de la disolución de los vínculos feudales. En Inglaterra, además, y como consecuencia de la política de apropiación privada de los bienes comunes como bosques, tierras y pastos, son miles los hombres y mujeres privados de sus tradicionales medios de subsistencia y que son lanzados al vagabundaje, ante el que se imponen las penas más severas, entre ellas, también, la esclavitud. Hará falta que esté bien avanzado el siglo XVIII para que se deseche en Inglaterra la esclavitud como forma de explotación laboral y se apueste por la consideración de todo individuo como sujeto de derecho, independientemente de su relación con la propiedad. Aunque en la práctica, como venimos defendiendo, ello no suponga sino una ficción, en la que el trabajador se encuentra obligado a someterse, de modo necesario e incondicionado, al poder del capital. Es la subsunción que, necesariamente, acompaña al capital y de la que Marx habló en extenso.
En resumidas cuentas, puede decirse que el liberalismo ha sido capaz de imponer una narrativa que en nada coincide con la realidad de los hechos pero que, sin embargo, es vivida como real por la sociedad en su conjunto. La ideología, como bien argumenta Althusser, ha adquirido consistencia ontológica para convertirse en la imaginaria consolidación de nuestras prácticas sociales.
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