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Economía
¿Economía colaborativa o economía de plataformas?

Nada de inocuo tiene el ocuparse de la lógica discursiva que opera tras la asunción de cierta terminología por parte de la propia clase trabajadora –esa misma a la que la precariedad atraviesa–, y, sorprendentemente, también por parte de algunos miembros del denominado “sector crítico académico” con el fin de acotar estas “nuevas” realidades laborales.
En este sentido, viene a recordar el Dr. Cruz Villalón lo siguiente: “Como todo en el ámbito de las ciencias sociales, nada debe asumirse de manera acrítica […] lo más habitual es que, más allá de lo llamativo o emblemático de los nuevos términos, los mismos vienen cargados de un fuerte significado, no son en modo alguno neutros y meramente descriptivos de la nueva realidad”15. Más profunda debe ser nuestra reflexión si tenemos en cuenta que esta terminología proviene mayoritariamente de la esfera económica, por lo que asistimos a un verdadero proceso de “infiltración natural” de ésta en la esfera jurídica.
Nos encaminamos a ofrecer respuesta a una pregunta que ha suscitado no poca controversia entre economistas, laboralistas o sociólogos. Es la siguiente: ¿nos encontramos ante una economía colaborativa o frente a una economía de plataformas? La realidad es que no se aprecia univocidad al respecto, siendo por ello que el debate sobre la esencia dista de ser pacífico, pero podemos distinguir –tal y como afirma Frank Pasquale– dos grandes narrativas contrapuestas sobre el “capitalismo de plataformas”.
Por un lado, nos encontramos con el discurso neoliberal promovido por la denominada “ideología de Silicon Valley”, cuya lógica podemos apreciar sin rebozo alguno en la insolente conversión del consumidor mismo en emprendedor, pasando así éste a ser el responsable de su negocio. En palabras de Mariela Inés Laghezza: “Se intenta trasvertir a los trabajadores en ‘emprendedores’, en ‘ser jefe’, ‘partner’, ‘proveedor’, evitando usar conceptos clásicos: TRABAJADORES. Ello es así porque la palabra trabajador/ra trae consigo al poder de lo colectivo: los sindicatos, la huelga y la negociación colectiva”. Fundamentalmente, este discurso enfatiza sobre las posibilidades que las plataformas digitales ofrecen a los nuevos “emprendedores” –ingresos extra o flexibilidad–, y lo hace bajo el concepto de “economía colaborativa”. Son también las instituciones comunitarias las que han promovido el concepto de “economía colaborativa”, un concepto que denota –a todas luces– una realidad positiva y de colaboración entre sujetos en pie de igualdad, pareciendo desear con su promoción despertar e infundir un sentimiento positivo en la sociedad, cuando, sin embargo, tal y como asevera Morozov: “la mayor parte de lo que se conoce como economía colaborativa representa la expansión del capitalismo de plataforma”.
Por otro lado, podemos distinguir un discurso crítico, que no considera aceptable el uso del concepto “economía colaborativa” dado que el trabajo de plataformas no hace más que encubrir la profundización de formas ya conocidas de precariedad laboral, pero, –eso sí–, haciendo uso de terminología novedosa para definir una realidad subyacente ya existente. Entre los actores que abogan por acuñar la terminología de “capitalismo de plataformas” se encuentran las organizaciones sindicales, ante todo con el fin de otorgar preponderancia y visibilizar con ello tres cuestiones que suelen permanecer silenciadas en el debate público. En primer lugar, se pretende consolidar la idea de que los negocios llevados a cabo a través de estas plataformas digitales tienen como principal propósito la maximización de los beneficios económicos, derivándose de esto la inequívoca conclusión de que no nos encontramos en ningún caso ante actividades sin ánimo de lucro; altruistas. En segundo lugar, las organizaciones sindicales inciden en que en este tipo de negocios no existe una simetría en las relaciones, los sujetos no están en modo alguno en pie de igualdad sino que, muy por el contrario, hay una coordinación jerárquica que se ejerce a través de algoritmos que distan de ser neutrales, y, en tercer y último lugar, nos encontramos con la cuestión de clase, esto es, que los diferentes actores que intervienen no poseen los mismos intereses, por lo que no cabe obviar la existencia de intereses contrapuestos y de conflicto. Es justamente sobre esta última consideración, la atinente a los conflictos de intereses intrínsecos a toda relación laboral, aquella acerca de la cual el Dr. Cruz Villalón se pronuncia con mayor vehemencia: “Es desde esta última perspectiva desde la que la expresión ‘economía colaborativa’ debe merecer el mayor de los rechazos en su uso, cuando menos desde el punto de vista jurídico, por la clara carga ideológica que contiene, claramente distorsionadora de la realidad que pretende describir”.
Ante este panorama, nos situamos del lado de quienes creen del todo oportuno desplegar una mirada suspicaz que nos permita profundizar en la comprensión de las consecuencias que los discursos del emprendimiento provocan, entre otros aspectos, en los procesos de subjetivación, pudiendo en última instancia devenir en una asunción pacífica del empeoramiento de las condiciones de vida ante los cambios emergentes. En este sentido, advierte Castillo González lo siguiente: “la internalización de este estilo constituye una forma de autocapitalización en la medida en que favorece el incremento y la valorización del propio capital humano y se vinculan con una forma de bienestar subjetivo en la que intervienen tanto el pensamiento positivo como la resiliencia. Ambos contribuyen a la desdramatización e imprimen un giro afectivo que moldea este conjunto de prácticas y permite su naturalización”.
En conclusión, aunque los discursos no reflejan realidad, el discurso del emprendimiento –del que la educación se encuentra a día de hoy permeada–, exonera a las instituciones de la obligación de implementar políticas que aseguren el trabajo decente trasladando con ello esta responsabilidad a la sociedad, lo que trae consigo la aparición de sentimientos como la autoculpabilidad del fracaso y desdeña cualquier posibilidad de crear una conciencia de colectividad. Por tanto, si bien los discursos no tienen por qué corresponderse con la realidad, en palabras de Castillo González: “mantienen, refuerzan interpretaciones de esa ‘realidad’, es decir, construyen representaciones de la sociedad de las prácticas sociales, de los actores sociales y de las relaciones sociales que entre ellos se establecen”. Si las instituciones no tienen la obligación de desarrollar políticas de empleo y hacer una gestión que erradique el desempleo al tiempo que asegure la dignidad, y si son los propios ciudadanos quienes deben ocuparse individualmente de resolver su situación laboral y económica, podríamos llegar a afirmar que no existe un problema de empleo, sino de falta de emprendedores. Aquí entra en juego la importancia que los sindicatos de clase han teniendo a lo largo de la historia y siguen teniendo hoy en la defensa y consecución de los derechos de los trabajadores, reconocimiento éste que no impide en modo alguno realizar las críticas que consideremos pertinentes acerca del cambio de comportamiento de los mismos, pasando, como diría Palomeque López: “de un sindicalismo de masas a un sindicalismo cada vez más implicado en el funcionamiento del aparato institucional del Estado –mayor representatividad sindical, participación institucional, concertación social y legislación negociada, moderación salarial, ‘neocontractualismo’–”.