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Opinión
Archivo de gestos: lo mínimo como resistencia

Mientras Gaza arde, mientras se normaliza el exterminio y se borran las huellas en directo, yo me detengo en una nota escrita a mano. No decía mucho. Solo “te quiero muchísimo”. Una frase sencilla, escondida entre las teclas del portátil, justo ahí donde empieza la jornada, el trabajo, la rutina. Me quedé un momento quieta, con los dedos en el aire, como si esa nota interrumpiera algo que todavía no había empezado. O como si lo sostuviera.
Pensé en eso: los gestos mínimos que no necesitan escenario, ni explicación, ni duración. En lo que no se guarda por importante, sino por íntimo. En lo que no se muestra, pero queda. ¿Por qué algo tan pequeño me conmueve más que muchas declaraciones ruidosas? ¿Qué hacen con nosotras estos fragmentos cotidianos, estas interrupciones suaves?
Hay días en que abrir una caja puede ser más revelador que abrir un libro. Una caja metálica, sin nombre, arrinconada en un armario. Dentro: una entrada de cine de hace diez años, un papel doblado con un dibujo que pinté con cuatro años, una nota que ya no sé si escribí yo o alguien que conocí. No es nada, o eso diría alguien extraño. Pero ahí adentro —como en los márgenes, como en los pliegues— hay algo que resiste.
Pienso últimamente en eso: los gestos que no fueron pensados como arte, pero que lo son si alguien los mira así. En lo que no aspira a exposición ni a posteridad, pero guarda una fuerza irrepetible. En lo que no se creó para perdurar, y aun así lo hace. Tal vez ahí esté lo más potente: no en lo que busca ser arte, sino en lo que simplemente fue y que, al ser guardado, al ser sostenido, se vuelve otra cosa. ¿Por qué guardamos algunas cosas? ¿Qué hacen con nosotras esos gestos pequeños, casi invisibles? ¿Qué cuentan que no puede contarse de otro modo?
Vivimos rodeadas de grandes relatos: monumentos, obras completas, retrospectivas. Pero me interesan más los fragmentos. Me conmueven más los bocetos que los cuadros terminados, los diarios íntimos más que las biografías oficiales. Me interesa lo que no se termina, lo que apenas empieza, lo que queda a medias y aun así persiste.
A veces, eso que llamamos arte está en los gestos más mínimos: un dibujo de Louise Bourgeois en un papelito arrugado, un cuaderno de anotaciones de Eva Hesse lleno de repeticiones obsesivas, una colección de fotos anónimas encontradas en un mercadillo, una carta que no se envió, una servilleta bordada, una nota adhesiva con una palabra escrita en mayúsculas —VUELVE—, la foto de un mensaje en el espejo del baño: “Te quiero”.
No son objetos pensados para durar. Y sin embargo, lo hacen. Se cuelan en cajas, en álbumes, en diarios, en la memoria. Se vuelven archivo aunque nadie los haya catalogado.
Cuando escribo aquí, cuando recojo textos que no fueron pensados para ser leídos por muchas personas, cuando armo un diario que es también trinchera, intento algo parecido. No construir un monumento, sino reunir gestos. Nombrar lo innombrable. Archivar desde los márgenes.
El gesto, aunque sea mínimo, aunque parezca insignificante, tiene una potencia enorme: señala. Indica que algo estuvo ahí. Que alguien lo hizo, lo dijo, lo cuidó. Que no todo fue olvido.
Recuerdo a Georges Didi-Huberman hablando de las imágenes débiles, las que no iluminan como un foco, sino como una luciérnaga. No se trata de imponer una visión, sino de sostener un destello. Una luz intermitente que basta para decir: estamos aquí, seguimos aquí.
Eso también es resistencia.
No necesitamos grandes obras para resistir. A veces basta con una línea escrita a mano, una foto sin marco, una palabra que vuelve. Archivar es, en el fondo, cuidar lo que importa aunque nadie más lo vea
La realidad es que no necesitamos grandes obras para resistir. A veces basta con una línea escrita a mano, una foto sin marco, una palabra que vuelve. Archivar es, en el fondo, cuidar lo que importa aunque nadie más lo vea. Pienso en lo que dice Derrida en Mal de archivo: que no hay archivo sin deseo, pero tampoco sin violencia. Archivar no es solo conservar, es también decidir qué queda fuera. Todo archivo es una forma de poder, pero también puede ser —cuando se invierte desde los márgenes— una forma de desobediencia.
En mi archivo personal no hay jerarquías, ni categorías, ni pretensión de totalidad. No intento construir un relato cerrado ni definitivo. Guardo lo que me hiere, lo que me sostiene, lo que no sé cómo nombrar pero no quiero olvidar. Mi archivo es afectivo, parcial, desordenado. Y precisamente por eso me importa. Porque se aleja de la lógica de lo monumental, de lo archivado para perdurar, de lo que aspira a la Historia.
Mientras borran los nombres, mientras destruyen los cuerpos, mientras las imágenes oficiales intentan clausurar el sentido, seguimos archivando lo que no encaja
Archivar, así entendido, no es acumular sino sostener. No es ordenar el pasado, sino mantener abierta su herida. Es una forma de cuidar lo que no tiene lugar. Y también de escribir desde ahí: desde lo que no se ajusta, desde lo que persiste sin permiso.
Hoy quería compartir eso: mi amor por lo mínimo. Mi fe en los gestos pequeños. Mi certeza de que también ahí —sobre todo ahí— hay una forma de decir no nos han vencido en este mundo cada vez más invivible. Mientras borran los nombres, mientras destruyen los cuerpos, mientras las imágenes oficiales intentan clausurar el sentido, seguimos archivando lo que no encaja. Seguimos encendiendo luciérnagas.