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Notas a pie de página
¡Parecían tan buenos!

Si preguntas a las personas mayores de 50 años de tu alrededor sobre su infancia, seguramente en la mayoría de relatos emerja un escenario común. Hasta hace bien poco, la calle era el lugar donde transcurría gran parte de la infancia. Hoy, sin embargo, los juegos infantiles brillan por su ausencia y la calle se ha convertido en un lugar de paso para las y los más pequeños. Ver a una niña o a un niño solos en el espacio público resulta una anomalía y su presencia se vuelve, en muchos casos, molesta: se impide su acceso a restaurantes y hoteles o se les prohíbe jugar a la pelota en las plazas.
¿Cómo se convirtieron las calles en espacios hostiles para la infancia? En Hagan sitio, por favor. La reintroducción de la infancia en la ciudad, las urbanistas Marta Román y Begoña Pernas apuntan a un modelo urbano que excluye a niñas y niños. Ciudades diseñadas para que circule con facilidad y velocidad el vehículo privado, que arrinconan los espacios peatonales y de juego, y nos obligan a estar alerta ante el paso de los coches. A esto se añade, especialmente fuera de Europa, un deterioro del espacio público que genera lugares atravesados por la violencia y la desigualdad.
Pernas y Román advierten que la invisibilización de la infancia en el espacio público sucede a la vez que se construye una narrativa idílica sobre el mundo infantil. Pero este relato tiene una cara más sombría, que oculta la voluntad de excluir a cierta infancia: aquella que proviene de los sectores más empobrecidos. Se trata, generalmente, de adolescentes y migrantes, que ocupan, a pesar de todo, un espacio público deteriorado. Véase, por ejemplo, el pánico moral que se ha creado alrededor de los “menas”, que llevó a Vox a pedir que se les prohibiese sentarse en las paradas de autobús en un barrio de Madrid. Sin embargo, estas dos tendencias aparentemente opuestas —idealización y criminalización— en el fondo apuntan a la misma conclusión: el lugar donde debe estar la infancia es el hogar, el espacio privado.
En República luminosa (Anagrama, 2017), la estupenda novela de Andrés Barba, estas visiones sobre la infancia muestran ser dos caras de la misma moneda. En San Cristóbal, ciudad provinciana y subtropical de un país latinoamericano indeterminado, aparece sin que nadie sepa muy bien cómo un grupo de niñas y niños de entre nueve y 13 años. Pasan desapercibidos al principio, pues su presencia se normaliza como parte de la mendicidad infantil. Pero este grupo no es como los indígenas pobres a los que están acostumbrados: hablan una lengua propia, no cuentan con supervisión adulta ni líderes, y tienen “una altivez distinta, casi aristocrática”.
Este mundo infantil incontrolable se vuelve cada vez más inquietante, especialmente cuando empiezan a perpetrar actos violentos, aparentemente sin sentido. Primero pequeños hurtos y robos, hasta llegar a un asalto a un supermercado en el que varias personas resultan muertas y heridas. Esos niños que, ay, ¡parecían tan buenos!, son imposibles de “domesticar” o encauzar por el mundo adulto. Los esfuerzos de las autoridades y la policía resultan en vano, y no solo eso: el grupo infantil empieza a provocar una extraña fascinación entre las niñas y los niños del pueblo, que empiezan a huir y a unirse a ellos. O, como dice el narrador, “habían empezado a infectar a nuestros niños”.
El relato idílico sobre la infancia pronto se viene abajo y se desata una persecución contra el grupo, “con la furia que les provocaba que esos mismos niños no les hubiesen confirmado su almibarado estereotipo de la infancia”. El mundo adulto no puede tolerar la existencia de una república infantil que le ha puesto en crisis.