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Editorial
La muerte silenciosa
La riqueza de las pensiones no escapará a la rapiña de los saqueadores sin una voz enérgica y duradera, al igual que los miles de mayores que van a morir por haber respirado amianto solo serán resarcidos como merecen si exigen con firmeza lo que les corresponde.
En los próximos años, miles de trabajadores enfermarán y morirán a consecuencia del mesotelioma maligno. Hace décadas que los estudios científicos han dejado claro que este raro cáncer se produce por inhalación de amianto (también conocido como asbesto). Nadie en el mundo lo pone en cuestión. Dicho mineral fue usado ampliamente a lo largo del siglo XX en las industrias de la construcción, naval, siderurgia, química, o textil —por citar solo algunas de las más importantes— debido a sus propiedades químicas y mecánicas, y a su bajo coste de extracción.
Entre 2000 y 2015 provocó 5.345 fallecimientos en el Estado español. La propia Unión Europea habla de una epidemia que en los próximos años podría arrojar medio millón de muertos en el continente. Las condiciones estructurales del problema hacen inevitable este escenario tétrico: millones de operarios que trabajaron con escasas medidas de seguridad en fábricas con directivos sin escrúpulos —y que estuvieron expuestos al silicato durante años—, un periodo de latencia de la patología que puede prolongarse durante décadas, y una legislación de enfermedades profesionales que históricamente ha sido papel mojado a la hora de conceder indemnizaciones. Miles de obreros se han ido a la tumba sin que las administraciones o las instancias judiciales tradujeran a dinero el perjuicio provocado por una mala praxis empresarial generalizada.
ASVIAMIE, la asociación vasca de víctimas del amianto, está dando apoyo a las demandas de los familiares en los tribunales contra corporaciones como Uralita (Lasarte), Babcock Wilcox (Sestao) o Victorio Luzuriaga (Tafalla), pero ha habido reparaciones razonables en contadas ocasiones.
Corren, pues, malos tiempos para las generaciones que han tributado durante los últimos cincuenta años. Sobre sus espaldas se sostiene el desclasamiento de sus hijas y nietos, y se cierne la amenaza de los recortes a sus pensiones, derechos contributivos que generaron durante sus largos itinerarios laborales. Nadie niega que el disfrute de la jubilación sea una conquista irrenunciable. El problema de ese horizonte de ocio y tranquilidad, deseado por millones de personas, es que el núcleo de las clases pasivas se antoja cada vez más central en la tormenta económica y social en curso.
Las pensiones están en el punto de mira de los saqueadores y esa riqueza del común difícilmente escapará a la rapiña sin una voz enérgica y duradera. Igualmente, los centenares de miles de mayores que van a morir por haber respirado amianto, solo serán resarcidos como merecen si exigen con firmeza lo que les corresponde. Por otra parte, y desde la perspectiva de la gente mayor —que por norma sabe distinguir perfectamente las cosas importantes de la vida de las que no lo son—, ¿hay forma más apasionante de transitar por esos años que sentir, una vez más, el calor de la fraternidad y de la solidaridad que alimenta la lucha por el reparto de la riqueza?