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Editorial
Ciudades de lujo para la clase obrera

“Las ciudades son testigos de su siglo”, escribió el historiador francés Fernand Braudel, y las metrópolis de Euskal Herria decaen como meras espectadoras privilegiadas del agotamiento de la era industrial. No hay relevo productivo, sólo una mutación del capital que ha convertido los antiguos centros fabriles en decorados para el turismo y la especulación inmobiliaria.
Los flujos de mercancías ya no viajan en barcos, trenes o camiones cargados de acero, materias primas y maquinaria. Ahora se desplazan en cruceros descomunales, aerolíneas low-cost y, pronto, un Tren de Alta Velocidad que atravesará el territorio sin integrarlo.
El habitante urbano experimenta la ciudad como una mezcla entre ansiedad, alienación y depresión, atrapado entre alquileres imposibles y un espacio público privatizado
El resultado a escala material ha sido devastador. No es solo que las urbes vasconavarras se hayan convertido en un parque de atracciones donde los edificios del siglo XIX albergan franquicias en la planta baja. Es que el habitante urbano, cuyo arquetipo es el flaneur, experimenta la ciudad como una mezcla entre ansiedad, alienación y depresión, atrapado entre alquileres imposibles y un espacio público privatizado de facto. Las casas que no han sido fagocitadas por el mercado de alquiler son trampas para la vida: pisos oscuros, húmedos y sin calefacción, donde respirar se siente como un acto de resistencia.
El impacto psicológico es brutal. Dos siglos de expansión del mercado y seguimos igual de hacinados, solo que ahora con una suscripción a Netflix, un par de entregas a domicilio y una oferta de bares con specialty coffee y tostas de aguacate donde se extrae, mediante consumo, lo poco que queda del salario tras pagar el alquiler. Salimos a tomar cervezas y nos bebemos la semana laboral entera, rodeados de cuerpos que sueñan con escapar de trabajos sin sentido y turistas que convierten la ciudad en un decorado de Instagram. No hay tiempo lineal, solo la fluidez posmoderna de una vida sin rumbo.
Urbanismo
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Pero la ciudad no tiene por qué ser así. No tiene por qué ser un drenaje constante de energía y dinero. Puede ser un espacio donde la producción se autogestione, la reproducción se comunalice y la distribución se organice para garantizar la vida en libertad. ¿Es necesario gastar tanto dinero para reforzar las instituciones comunales y hacerlas sostenibles?
Un sábado de cultura popular, vinos y alimentos cooperativos, baile y música en un centro social o cultural autogestionado. Ese es el lujo al que aspiramos, el que no depende del capital, de mercantilizar cada segundo de vida a través de los dispositivos tecnológicos ultramodernos, sino de la capacidad colectiva de vivir en común. La alternativa existe: solo hay que arrancarle las calles al mercado y reconstruirlas desde abajo.

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«La alternativa existe: solo hay que arrancarle las calles al mercado y reconstruirlas desde abajo». No se puede luchar contra el Capital Neoliberal favorecido por el Poder Político (Aytos., Gobiernos Autonómicos y Centrales). La solución es irse al campo. Y ahí es donde los incendios están destruyéndolo todo. Luego no hay alternativa salvo morir como comunero-anarquista en la ciudad o como socialdemócrata-neoliberal-amigo-de-la-Banca en la ciudad. La Banca gana. Ha ganado. Al precio del Cambio Climático Abrupto: es decir, nos extinguimos. Game Over. Thanks for Playing.