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Cuesta percatarse de ello, pero no hacerlo implica un riesgo alto de ahogamiento (o atragantamiento por exceso). Vivimos en medio de una inundación, un diluvio de comentaristas para los que la política no es más que su afición, un hobby o un pasatiempo. Incluso los ciudadanos cuya profesión no está directamente vinculada a la política son también arrastrados a comentar las últimas decisiones del candidato o del partido en cuestión porque si no, parece que no te importa.
Internet más que un refugio es una barcaza que hace aguas. Hemos creado una extensa red social virtual en la que gran parte de los usuarios destinan su tiempo a hablar de temas políticos de forma superficial, sin generar ningún valor de facto, ningún cambio. Una forma de activismo que no suele exceder los 280 caracteres de twitter. Hemos convertido la política en un ocio.
Más allá de los tristes matices vitales que esta realidad puede destilar, lo cierto es que tener como divertimento la política es algo muy deprimente. Los periodistas y los medios de comunicación hemos hecho mucho por inflar esta burbuja. Programas como la Sexta Noche y las infinitas tertulias radiofónicas que se expanden desde tempranas horas de la mañana hasta altas horas de la noche, han plantado y regado la semilla de nuestra adicción.
Tener como divertimento la política es algo muy deprimente. Los periodistas y los medios de comunicación hemos hecho mucho por inflar esta burbuja
Contemplamos la política minuto a minuto, como si se tratase de un partido de fútbol, con comentaristas y expertos de sofá sobre un plató plagado de luces de neón, un árbitro (el moderador) y público asistente. En muchos casos, la opinión política se ha convertido en un acontecimiento familiar que reúne a padres e hijos en torno al fuego (probablemente el único aspecto positivo que deja este espectáculo), la excusa perfecta para compartir y debatir. Todo esto ocurre sin apartar la vista del televisor, al igual que cuando se iba a un campo de fútbol, hablamos sin dejar de mirar hacia el césped. Es un extraño pegamento social.
En la arena sobre la que ocurre este siniestro espectáculo los argumentos expuestos por los opinadores de piernas cruzadas y picudas hombreras son un chute de adrenalina para el telespectador. La política es un canalizador de pasiones, nos permite sentirnos parte de una tribu e identificar a nuestros enemigos. Pero, además, hay algo extremadamente voraz, casi animal, un placer voyeuresco en el hecho de ver a un grupo de contertulios despedazar a un político en directo.
Una gran cantidad de la población que dice estar involucrada en política pertenece a la élite intelectual de nuestro país —son los ciudadanos que han recibido una educación universitaria— pero lo cierto es que, en términos prácticos, la mayoría de ellos no son políticamente activos. No podemos confundir la opinión con la participación, tampoco se puede equiparar la firma de un manifiesto o de la propuesta del día en change.org con activismo político, y no es sano pensar que ir de manifestación una vez al año significa estar involucrado. Para los que se toman esto en serio y trabajan para generar un cambio real, confundir un pasatiempo con el activismo debe de ser un insulto.
El término que define este comportamiento es Ocio Político. El ocio político nace cuando empezamos a utilizar la política como un divertimento.
Para aquellos cuyo interés en lo político no traspasa las barreras de la opinión, la crítica pasiva y el comentario superfluo se convierten en un instrumento de satisfacción, un alivio de sus propias necesidades emocionales. La zona de confort vital en la que residimos muchos de nosotros no requiere de una implicación directa en la política, porque nuestra forma de vida no depende de ello. Este comportamiento puede explicarse, en parte, debido a la situación de comodidad que muchas élites intelectuales disfrutan. En el fondo, aunque hastiados, se sienten en consonancia con el Statu-quo.
Las élites intelectuales son las élites progresistas —las otras élites llevan milenios tratando de no alterar el orden establecido— las que promueven el cambio y abanderan los avances sociales y políticos más vanguardistas. Pero me temo que, en el mundo moderno, la defensa de esos ideales no es más que un traje a medida útil a la hora de construir una identidad. Es un escudo que protege de la metralla de la acción política diaria. Coincidentemente, en los años en que las redes sociales han adquirido una presencia creciente en la esfera sociocultural, la gran mayoría de los usuarios se identifican como votantes progresistas (En Estados Unidos, los ciudadanos que copan las redes sociales más políticamente candentes, como twitter, son los demócratas).
Poca gente está dispuesta a arriesgar su integridad física y mucho menos a perder su preciado tiempo libre en una causa política. La esfera virtual nos protege de eso precisamente y nos permite sentirnos activistas desde la terraza de un bar o desde la playa
Es difícil convencer a alguien de participar en un comité local si vivimos en un país en el que ser la presidenta de la comunidad de vecinos resulta un peso insoportable. Poca gente está dispuesta a arriesgar su integridad física y mucho menos a perder su preciado tiempo libre en una causa política. La esfera virtual nos protege de eso precisamente y nos permite sentirnos activistas desde la terraza de un bar o desde la playa.
A pesar del clima de polarización en el que está sumido el mundo y del que nuestro país forma parte, en el fondo, se trata de una polarización virtual que en contadas ocasiones se materializa en el mundo analógico. Si los enfados de twitter fuesen un termómetro preciso para medir el clamor social no habría una semana sin un disturbio o una protesta, lo que me lleva a pensar que en el caso de que los cambios abanderados por los progresistas que hacen de la política un ocio amenazasen con asentarse y con resquebrajar el statu-quo —en el que muchas flotamos incómoda pero complacientemente—, una gran parte de las élites de izquierda que hacen de la política su pasatiempo se mostrarían igual de ansiosas por preservar el orden establecido que los votantes conservadores a los que repudian.
Para un votante progresista reconocer esto es muy complejo. Asumir el uso frívolo de causas políticas serias (de tragedias en muchas ocasiones) como cimiento para fraguar una identidad es muy doloroso, porque es increíblemente egoísta. El sabor agridulce que deja la participación en las redes sociales indica una disonancia cognitiva producida por la falta de coherencia que existe entre palabras y actos; nos sentimos unos farsantes y, tal vez, lo seamos.
El sabor agridulce que deja la participación en las redes sociales indica una disonancia cognitiva producida por la falta de coherencia que existe entre palabras y actos; nos sentimos unos farsantes y, tal vez, lo seamos
Al reducir los valores progresistas a un elemento estético banalizamos los ideales de justicia e igualdad que nutren a la izquierda. En el fondo, cuando Santiago Abascal usa el adjetivo “progre” de forma despectiva está delatando su idea de lo que es la izquierda: Un grupo de votantes más preocupados por la imagen política que proyectan que por la implantación de medidas acordes a sus ideas.
En su lucha por ocupar nuestro tiempo libre los juegos reunidos de la política —las tertulias de tv, las columnas de opinión diarias, las redes sociales, etc— nos hacen creer que el comentario y el debate son sinónimo de implicación. Pero para crear un cambio real tenemos que ser capaces de involucrarnos de forma activa, no de forma ociosa.
No cabe duda, es lícito tener ideas conservadoras y ser un votante de izquierdas que no demanda reformas estructurales, pero los que sí creemos en grandes cambios necesitamos desechar la parte más disfuncional de nuestra identidad política. Eso pasa por salir del mundo virtual y, en la medida en que nuestras vidas nos lo permitan, tratar de tener un impacto real a nivel local, en el mundo físico, con personas de carne y hueso, no con avatares de twitter.
Aunque tal vez es que nos da igual.
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Muy interesante, aunque estoy de acuerdo parcialmente. Si bien es cierto q la canalización de malestares personales y proyectos de identidad política (o no política) a traves de las rr.ss. desmoviliza el activismo en las calles; no se puede olvidar que estas plataformas han sido utiles para los mm.ss. en repetidas ocasiones. Lo que pasa es que, aunque a dia de hoy sean necesarias para la agitación social, no suponen un factor determinante para q una causa pase al plano material. Creo que igual es contraproducente defender una posicion maniquea con respecto al "activismo virtual", porque no es la solución a nada, pero tampoco es el problema. Simplemente es una herramienta que desde los mm.ss. nos interesa saber utilizar a nuestro favor porq el mundo virtual es también el mundo actual y su mutua influencia es innegable.