Pensamiento
La politización de los afectos

Nuestra tradición filosófica, tremendamente racionalista, ha demonizado al cuerpo y lo ha visto como la fuente de todo pecado. El capitalismo ha necesitado esta demonización del cuerpo para poder intercambiar su fuerza de trabajo a cambio de un salario. ¿Cómo rescatar otras formas de comprender al cuerpo y a sus afectos para que nos alumbren nuevos caminos políticos?
Miradas desde el tren
Vagón de tren en Nápoles. Álvaro Minguito

@javisittu

27 nov 2023 12:36

I El dualismo mente-cuerpo

El ser humano es un ser particular. Desde siempre, ha sido visto como la unión de dos dimensiones: lo inteligible (mente, ideas, razón) y lo material (cuerpo). O, al menos, así nos lo hemos contado en la cultura occidental durante más de dos mil años. Desde los primeros escritos de nuestra tradición filosófica, el dualismo mente-cuerpo ha sido una constante en nuestro pensamiento. Es importante señalar que, en nuestra tradición filosófica, este dualismo ha sido no solo una división antropológica (dividiendo al ser humano en mente y cuerpo), sino también una división ontológica (dividiendo al mundo en materia e ideas), es decir, es un dualismo que divide al ser humano es una prolongación de la grieta que divide a la realidad. En otras palabras, el ser humano ha sido tradicionalmente entendido como un microcosmos, pues aparece dividido de la misma forma en que parece estar el universo: es materia, cuerpo, pero al mismo tiempo es razón, ideas.

Lo importante de esta división es que está acompañada de una jerarquización axiológica y a cada uno de los polos le ha acompañado una serie de valores. En nuestra tradición de pensamiento, uno de esos polos —la razón, la mente— es el polo deseado y deseable, la fuente de conocimiento verdadero, el bien; mientras que el otro —el cuerpo, la materia— es rechazado, es la fuente de todo pecado y mal, y el conocimiento que produce es contingente y volátil.

Además, a cada parte se le ha otorgado distintos atributos. A la materia se le ha concebido típicamente como algo puramente pasivo, informe, sin ninguna capacidad propia, como un elemento necesitado de las ideas y del orden racional. La materia, han dicho los filósofos clásicos, no es nada en sí misma (como un trozo de plastilina deforme), sino que necesita a las ideas (como la idea de mesa) para poder tomar forma. No era otro el sentido del Demiurgo que Platón presentó en el Timeo: el mundo ha necesitado de una fuerza (racional) superior para ordenarse porque la materia es incapaz de cualquier organización por sí misma. Dentro de esta distinta distribución de atributos, a la razón, en cambio, se le ha considerado siempre como un elemento agente, con fuerza por sí misma, sinónima del orden y de la verdad. Es la razón lo que necesitamos para descubrir y analizar el bien y la belleza, para descubrir verdades absolutas o para encontrar el sentido de las cosas. A raíz de todo esto, Sara Torres y Marta Velasco dicen —en su última conferencia en el CENDEAC— que la nuestra es una tradición somatofóbica: una tradición que ha colocado históricamente a lo material y a lo corporal por debajo en la escala de valores, una tradición que ha pensado el cuerpo como un mero receptor vacío, pasivo, que necesita in-formarse, que no es capaz de contener, que simplemente acoge; una tradición, en fin, que ha pensado al cuerpo como la cárcel del pensamiento. El transhumanismo, que tan de moda parece estar en los últimos años, no es otra cosa que una nueva versión de este miedo histórico al cuerpo, no es otra cosa que el retorno del eterno anhelo de librarnos de la materia que nos conforma. De aquellos barros, estos lodos.

Con el capitalismo, el trabajador tiene que vender durante un cierto período de tiempo su cuerpo, su fuerza de trabajo, y esto solo podía conseguirse si se inoculaba la idea de que los seres humanos somos nuestro alma y no esa materia vacía que nos acompaña

II Los efectos políticos de este dualismo

Hay quien podría pensar que esto carece de importancia para nuestra vida porque, al fin y al cabo, es una mera historieta entre pensadores y filósofos. Sin embargo, la filosofía no es un simple juego de escolásticos que ocurre a espaldas de la sociedad, sino que participa en la vida social de forma activa legitimando (o a veces criticando) a la sociedad que la ve nacer. En otras palabras, la filosofía (y sus disputas) no solo es relevantes por ser un reflejo del mundo, sino que también lo es por su capacidad para sostenerlo.

Teniendo esto en cuenta, la siguiente pregunta debería ser la siguiente: ¿cómo se enlaza toda esta tradición somatofóbica con el campo de lo social? Federici, en Calibán y la bruja, señala que este dualismo fue fundamental en la instauración del capitalismo porque dotó a la burguesía de una filosofía que despreciaba al cuerpo, mientras obligaba a los obreros a semiesclavizarse vendiendo su fuerza de trabajo. La tesis de Federici sostiene que no es casual que la desposesión de los trabajadores ocurriera de forma simultánea al auge del mecanicismo material de Descartes. En otras palabras, con el capitalismo, el trabajador tiene que vender durante un cierto período de tiempo su cuerpo, su fuerza de trabajo, y esto solo podía conseguirse si se inoculaba la idea de que los seres humanos somo nuestro alma y no esa materia vacía que nos acompaña. En el libro de Federici leemos:

“Sin embargo, no podemos evitar observar las importantes contribuciones que sus especulaciones acerca de la naturaleza humana hicieron a la aparición de una ciencia capitalista del trabajo. El planteamiento de que el cuerpo es algo mecánico, vacío de cualquier teleología intrínseca —las ‘virtudes ocultas’ atribuidas al cuerpo tanto por la magia natural, como por las supersticiones populares de la época— era hacer inteligible la posibilidad de subordinarlo a un proceso de trabajo que dependía cada vez más de formas de comportamiento uniformes y predecibles”.

Este mecanicismo material barrió las concepciones populares del cuerpo, basadas en la magia y mucho más organicistas. Atrás quedó cualquier visión popular que entendía a la materia, al cuerpo y al mundo dentro de una compleja red de relaciones. Y es que, a diferencia de los grandes filósofos de época, “el sustrato mágico —dice Federici— formaba parte de una concepción animista de la naturaleza que no admitía ninguna separación entre la materia y el espíritu, y de este modo imaginaba el cosmos como un organismo viviente, poblado de fuerzas ocultas, donde cada elemento estaba en relación ‘favorable’ con el resto”. El mundo, nos recuerda Foucault en Las palabras y las cosas, era visto como un todo vivo, orgánico, como un conjunto de signos a descifrar: la hierba, la lluvia, el viento. El mundo no era un complejo inerte, sino que tenía cosas que decirnos. Vale que fuéramos mente y cuerpo, pero el cuerpo era todavía algo vivo.

El mecanicismo de Descartes profundiza en el dualismo señalando que la materia es simplemente mecánica y que no hay diferencia ontológica fundamental entre nuestra digestión y el mecanismo de un reloj (o el chillido de un gato cuando le pisamos la cola). Así todo, el mecanicismo de Descartes se expandió justo en el momento en el que la burguesía necesitaba de un aparato teórico que legitimase su nuevo sistema económico: el capitalista. Para poder vender la fuerza de trabajo, el trabajador debe disociarse, ver a su propio cuerpo como algo vacío, intercambiable (¡mercantilizable!). ¿Cómo vamos a vender una parte que consideramos íntima o esencial de nuestro ser? Por suerte para la naciente burguesía, el mecanicismo tanto de Descartes como de Hobbes nos mostraba que nosotras no somos nuestro cuerpo, sino que es algo externo, puramente material y mecánico. Dice Federici a este respecto: “Pues mientras el cuerpo es la condición de existencia de la fuerza de trabajo, es también su límite, ya que constituye el principal elemento de resistencia a su utilización. No era suficiente, entonces, decidir que en sí mismo el cuerpo no tenía valor. El cuerpo tenía que vivir para que la fuerza de trabajo pudiera vivir”.

Como vemos, y como señala Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el capitalismo no cuajó únicamente debido al desarrollo histórico de fuerzas materiales, sino que necesitó de una serie de condiciones subjetivas o culturales que permitiesen instaurar la racionalidad económica que hoy todo lo domina. Necesitó, como vemos, todo un paradigma de desprecio del cuerpo.

III El cuerpo hoy: entre el mercado y la terapia

Así están las cosas con el capitalismo. El cuerpo es su principal mercancía porque el capitalista, para extraer plusvalía, necesita comprar fuerza de trabajo. Para ello, y como ya hemos dicho, el cuerpo debe pensarse al mismo nivel que la madera, el cuero o el hierro: como un trozo de materia (vacía, informe, pasiva) que puede intercambiarse en el mercado a cambio de un salario. Sin embargo, esta visión ha cambiado en las últimas décadas, principalmente por dos motivos: porque al cuerpo se le puede convencer o seducir de que compre lo que no necesita y porque el cuerpo puede romperse (y mandar todo el sistema al carajo).

Empecemos por lo primero. En la sociedad de consumo, el capitalismo no es únicamente un sistema económico que rige el intercambio entre burgueses y desposeídos, sino que es también un sistema biopolítico que necesita disciplinar y crear un cuerpo muy particular. O, en otras palabras, dado que el capitalismo funciona como un sistema de crecimiento continuo, llega un momento (la sociedad de consumo) en el que necesita mercantilizar cada vez más ámbitos y hacer que se consuman cada vez más elementos (para ganar más ganancia). Así, ya que en la sociedad de consumo compramos cosas que no necesitamos —al menos a priori—, el capitalismo ha tenido que evolucionar para llegar a ser un configurador de los deseos y los afectos, es decir, ha tenido que convertirse en el creador de nuevas necesidades. Ante este panorama de consumo generalizado, el cuerpo no puede ser ya visto como una simple materia vacía, al estilo del mecanicismo cartesiano, sino que debe restaurarse cierta organicidad: el capitalista ve ahora un cuerpo que tiene que descansar (y así irse de vacaciones a un crucero o a un Airbnb), un cuerpo que quiere y ama (y que reserva un fin de semana por San Valentín), un cuerpo que envejece (y que necesita cremas antiarrugas) o un cuerpo que, incluso, puede ser bello (y que se opera o compra ropa de moda).

A esta restauración del cuerpo (y ulterior secuestro consumista) por parte del capitalismo tardío se le han dado distintos nombres. Byung-Chul Han, por ejemplo, habla en su libro Psicopolítica de la emocionalización de la sociedad para referirse a esta revalorización y posterior secuestro del cuerpo bajo las garras de la sociedad de consumo. En la misma línea parece ir Eva Illouz que, en El fin del amor, acuñó el término de capitalismo emocional.

Habitamos hoy un cuerpo cansado de tanto trabajar, tensionado por los deseos socialmente impuestos y nuestra necesidad de venderlo para ganar un salario

Vayamos a nuestro segundo: el hecho de que nuestro cuerpo puede romperse y quebrar. Habitamos hoy un cuerpo cansado de tanto trabajar, tensionado por los deseos socialmente impuestos y nuestra necesidad de venderlo para ganar un salario, un cuerpo que sufre porque sus deseos y potencias están siendo redirigidas al consumo y a la precariedad de un trabajo sin fin (o a ambas). Esta restauración y secuestro del cuerpo en la sociedad de consumo no puede no vivirse como un profundo malestar psicológico y corporal.

El capitalismo este malestar con ambivalencia. Por un lado, es necesario que los cuerpos no estallen para propia reproducción social del capital, pero, a la vez, las respuestas que se dan (apps de meditación, por ejemplo) están orientadas al consumo y no a la raíz de los problemas. En esa ambivalencia se mueven nuestros cuerpos hoy y sus ansiedades. Por este motivo, algunas autoras hablan de nuestra sociedad como “la sociedad terapeútica”. En palabras del colectivo Espai en Blanc: “Cuando la política es gestión de la vida, el poder se convierte en poder terapéutico que trata de reconducir el malestar”. O, en palabras de la filósofa Marina Garcés:

“La sociedad terapéutica nos propone una vida sostenible siempre al borde de la crisis. Se trata de sostener la vida para no liberarla, de gestionar su equilibrio precario para no cambiarla. Vivimos bajo amenaza. Y esta amenaza somos ahora nosotros mismos y nuestra vulnerabilidad. Más que las agresiones externas tememos nuestras grietas internas, nuestras almas cansadas, nuestra impotencia y nuestra incapacidad”.

Así todo, hemos visto que nuestra situación actual con el cuerpo es compleja. Nos disociamos de él para poder venderlo por un salario, pero al salir del trabajo es constantemente configurado por la sociedad de consumo. En esa tensión psicológica, los cuerpos se agrietan y es el propio capitalismo el que nos ofrece una opción individual: la terapia. ¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo dibujar otras formas de concebir el cuerpo? ¿Cómo plantear las nuevas resistencias? ¿Qué nos tiene que decir el cuerpo a la hora de imaginar y luchar por otros mundos posibles? Empecemos a subir esa cuesta.

Cuidados
En el ring del malestar: terapia versus política

En los últimos años he visto cómo mis espacios politizados se van terapeutizando sin ninguna resistencia e, incluso, dejamos que eso ocurra como si se tratase de un triunfo.

IV Deshacer lo andado

Hasta aquí hemos mostrado que el cuerpo es un asunto puramente político y que es central en la configuración del capitalismo actual. Nuestra tesis, entonces, es la siguiente: los procesos que atraviesan al cuerpo son fundamentales para comprender procesos estructurales, en este caso concreto: el capitalismo.

Para conseguir politizar los afectos, esto es, para conseguir recuperar el potencial político y subversivo del cuerpo, es necesario en primer lugar buscar otra forma de comprenderlo. En primer lugar, es necesario eliminar de una vez por todas el dualismo, pensarnos —como dice la fenomenología— como conciencias encarnadas. No hay separación entre el cuerpo y la mente, no hay una conciencia que flote sobre el vacío, sino que es el cuerpo el que nos mueve, el cuerpo el que habla, el cuerpo el que piensa. No hay pensamiento fuera del cuerpo. Somos un todo integral (y, por eso, a quien destroza la precariedad no es a un cuerpo inerte, cual hierro o madera, sino a una vida). Nuestra personalidad o nuestra capacidad de pensar no ocurren por fuera de nuestro cuerpo, sino que son indistinguibles de él: del dolor de tripa que tenemos, de las ansiedades que aparecen, de las enfermedades que adolecemos o del sueño que tenemos. No hay pensamiento que ocurra por fuera del cuerpo.

Pero no solo es necesario deshacer el dualismo que separa a la mente del cuerpo, sino que también es crucial deshacer el esquema axiológico que encumbra a la razón y a la mente como la parte privilegiada de la distinción. Destronar a la razón del polo de lo deseable dentro del dualismo. Y es que las grandes injusticias de nuestro tiempo no han sido cometidas por un cuerpo irracional, sino por la fría razón: se han cometido en nombre del cálculo, de la optimización, de la eficiencia y la productividad. Con razón señaló Adorno que los campos de concentración podían no ser muchas cosas, pero desde luego eran eficientes y racionales en su funcionamiento. La racionalidad imperante, o instrumental si seguimos a la Escuela de Frankfurt, es una razón operativa en los medios y abandonada a cualquier fin.

En tercer lugar, y en pos de una politización de los afectos que nos (con)forman, tenemos que restaurar la capacidad cognoscitiva del cuerpo. La razón, dentro del dualismo epistemológico que heredamos de Platón, ha sido situada como la fuente verdadera de conocimiento. ¿Cómo no iba a serlo frente a las volátiles, particulares y mutables sensaciones que nos dan los sentidos de un cuerpo demasiado aferrado a lo contingente? La razón, pensaba Platón y el resto de filósofos, descubre el teorema de Pitágoras, las deducciones y las leyes, mientras el cuerpo anda pegado a la mera opinión (doxa), al conocimiento puramente subjetivo. Pero esto no es así, el cuerpo también es sujeto de conocimiento y no un mero recipiente.

Pensamiento
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En la medida en que somos-en-el-mundo, usando el término de Heidegger en Ser y tiempo, somos afectados por el mundo, esto es, los afectos nos hablan del mundo que habitamos, nos dan conocimiento del mismo. En otras palabras, los afectos son la resonancia de nuestra inseparabilidad con el mundo. El cuerpo aparece entonces como el espacio privilegiado para conocer el mundo porque ya está en él, ya está atravesado por él. De lo que se trata es, en fin, de alargar la línea que ya señaló el feminismo hace décadas: lo personal es político, pero entendiendo lo personal no únicamente como los hechos micropolíticos que ocurren en espacios tradicionalmente considerados privados (casa, familia, etc.), sino entendiendo lo personal como el conjunto de corporal que nos constituyen, como los afectos. Y es que estos son políticos en la medida en que surgen de nuestra interacción con el mundo. Por eso dice Espai en Blanc que “el malestar social, que es el nombre de la imposibilidad de expresar una resistencia común y liberadora, anuncia nuevas formas de politización [...] El malestar social no es más que el bloqueo del camino hacia una subjetivización política capaz de enfrentarse al mundo”.

Así todo, si queremos salir del racionalismo instrumental que nos ha traído hasta aquí, este conocimiento debe considerarse completamente propio y autónomo, y en ningún caso meramente representativo de nuestras ideas o capacidad racional. Por supuesto que hay veces que nos sentimos angustiados porque tenemos determinados pensamientos, pero otras muchas veces pasa lo contrario (y de esto ha dado buena cuenta el psicoanálisis con el análisis de las fantasías): tenemos determinados pensamientos precisamente porque nos sentimos de una determinada forma. Otras veces, incluso, podemos estar afectados por el mundo, tener afectos, sin saber (racional o conscientemente) qué significa o qué es lo que nos pasa. El cuerpo es sujeto de conocimiento con independencia de nuestra mente, es la caja de resonancia de nuestro mundo y gracias a él podemos conocerlo. Con razón dijo Spinoza que nadie sabe lo que puede un cuerpo, porque un cuerpo conoce por él mismo y su conocimiento no es deducible por (ni reducible a) la razón y sus ideas.

En resumen, se trata de profundizar en —lo que algunas han llamado— el giro afectivo y que han protagonizado autoras como Sara Ahmed, Gregory J. Seigworth, Melissa Gregg o Mariela Solana. Se trata de deshacer el camino y romper con el dualismo que nos presenta escindidas entre dos polos. Se trata también de eliminar cualquier primacía de la racionalidad instrumental mostrando que la eficiencia y la productividad, por muy razonables que sean, no son justas o deseables la mayor parte de las veces (o, al menos, en la configuración social actual). Se trata, en fin, de concebir a nuestro cuerpo con voz propia, entender los afectos como resultados de nuestra interacción con el mundo y, por tanto, desvelar su capacidad política. Se trata, y esta es la clave, de escuchar lo que tienen que decir nuestros cuerpos del mundo que nos asfixia.

Asumir que somos cuerpo, que somos fundamentalmente cuerpo, supone abandonar el paradigma según el cual somos individuos que hacemos lo que hacemos por nuestras ideas o convicciones.

V El afecto entre los afectados

Así todo, tenemos que el cuerpo es una fuente de conocimiento en tanto los afectos son la resonancia de nuestra interacción con el mundo. Tenemos, además, que en la medida en que nuestro mundo es un mundo social, los afectos son capaces de expresar tensiones políticas. De ahí, su potencial político. Antes de terminar el artículo, me gustaría lanzar dos breves apuntes de cara a los afectos dentro de la militancia, o dentro de personas que tienen algún tipo de interés en transformar la sociedad.

El primero de ellos es que, como hemos visto, los afectos son un elemento político. Lo son porque son la resonancia de nuestra relación con el mundo (y, por tanto, nos hablan del mundo que nos explota). Pero también lo son porque, en el capitalismo tardío, los afectos son constantemente reconfigurados y secuestrados para orientarlos al consumo. Lo que deseamos, lo que nos conmueve, no nace de nuestro interior, sino que muchas veces es socialmente configurado y legitima e impulsa el mismo orden que decimos rechazar con nuestro lenguaje.

Pero, además, y en la medida en que mente y cuerpo no son dos elementos separados, los afectos del cuerpo y sus fuerzas construyen nuestra subjetividad, es decir, los afectos y el cuerpo son el sustrato para poder pensarnos a nosotras y al mundo. Esto implica que la destrucción del capitalismo no es una destrucción únicamente material porque también debemos eliminar lo que de capitalismo hay en nosotras. Así, será tremendamente difícil vivir de otra manera (o soñar con vivir de otra manera) si cuando amamos y deseamos lo hacemos bajo los términos capitalistas de la competición, la exclusividad y la posesión de los cuerpos (como ocurre en la monogamia en tanto sistema). La forma en la que amamos y deseamos, por seguir con el ejemplo, es fundamentalmente política porque configura nuestra identidad y en muchos casos reproduce la lógica del capital y del patriarcado. Se tratará, pues, de examinar qué de esos sistemas perviven en nosotros bajo la forma de nuestros afectos. Asumir, pues, que nuestro cuerpo ha sido socialmente creado y asumir que para habitar la utopía necesitamos otros cuerpos.

Para terminar, lo segundo que me gustaría apuntar es la importancia de los afectos que se construyen entre personas militantes. Asumir que somos cuerpo, que somos fundamentalmente cuerpo, supone abandonar el paradigma según el cual somos individuos que hacemos lo que hacemos por nuestras ideas o convicciones. Salir de esta visión individualista implica la tarea de construir un cuerpo colectivo cuyo pegamento no puede ser únicamente la convicción de estar en lo correcto o una determinada lectura de textos. Y es que la construcción de un cuerpo colectivo no puede hacerse a base de ideas porque la idea del papel no prende (como si lo hace el papel). Cuando salimos a parar un desahucio, no son nuestras ideas las que son golpeadas, sino que es nuestro cuerpo. Agarrarnos a la compañera, resistir con ella, solo puede hacerse a través de la construcción de lazos afectivos, de amistad política, que construyan un cuerpo colectivo, un cuerpo con sus propios afectos, sus flujos y sus nuevos deseos. Un cuerpo, en fin, para vivir otros mundos posibles.

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