Opinión
Todos vivimos ahora en el castillo del vampiro

Puede parecer contraintuitivo, pero irritar a la gente es de hecho una manera ahora de pacificarla. Porque lo que hace es agotarnos: canalizar nuestro tiempo y nuestra energía creativa al espacio virtual.
Traducido por Àngel Ferrero
15 jul 2025 05:29

Han pasado casi doce años desde que Mark Fisher escribió su ensayo Salir del castillo del vampiro sobre la cultura política tóxica y destructiva que había surgido en los círculos de la izquierda liberal a raíz de las tecnologías de las redes sociales. Uno de los rasgos nucleares de esta nueva formación era el atacar agresivamente a la gente de tu propio campo: señalar y cancelar a gente por algún tipo de transgresión percibida, por decir algo equivocado, por no ser suficientemente puro o tener demasiados privilegios. Como apuntó Fisher, la gente que participaba en esta nueva política estaba por lo general atomizada y carecía de cualquier vínculo entre ellos en el mundo real.

En su lugar, su identidad se construía en torno al alardeo moral (virtue signaling), el matonismo digital y el espectáculo. Todo se reducía a destruir a personas, una suerte de entretenimiento macabro en el tipo de justicia ignorante y maliciosa de la turba dirigida contra personas que eran o podrían haber sido sus camaradas, gente que estaba de “su lado”. A Fisher le deprimía profundamente la aparición de esta cultura tóxica y sopesó abandonar la política en su totalidad. Para él, nada de esto era política: era antipolítica. Dos años después se suicidó.

No puede construirse un movimiento político si se está constantemente haciendo de policía contra el resto por microagresiones percibidas ni cancelarse por cosas estúpidas que se han dicho en internet

El ensayo de Fisher terminó siendo muy instructivo para muchas personas de la izquierda estadounidense que estaban formándose en los años de Obama y Occupy Wall Street. Personas que pertenecían a los Socialistas Democráticos de América (DSA) y al movimiento de Bernie Sanders releyeron su ensayo y sacaron las conclusiones pertinentes: no puede construirse un movimiento político si se está constantemente haciendo de policía contra el resto por microagresiones percibidas ni cancelarse mutuamente por cosas estúpidas u ofensivas que habían dicho en internet. La respuesta política va de trabajar juntos, de hablar con los demás y encontrar las cosas que se tienen en común. Para construir un movimiento de izquierdas hay que concentrarse en las cuestiones materiales que importan a la gente. Ésta es una verdad elemental que Fisher destacaba muy bien y que ha servido de faro a una generación totalmente despolitizada que fue criada a base de memes y flame wars.


Podría decirse que el ensayo sobre el castillo del vampiro se convirtió en el equivalente del Manifiesto comunista para una parte importante del movimiento de Bernie Sanders, y mucha gente adaptó sus publicaciones en redes sociales para reflejar la crítica de Fisher: intentaron alejarse de las políticas de identidad y centrarse en las cuestiones de clase básicas que importaban a la mayoría de estadounidenses, como los salarios, las condiciones laborales, el coste de la vida, la sanidad… Y todo ello estaba bien. Pero retrospectivamente, pienso que tanto Fisher como la izquierda a la que inspiró evitaron tratar una cuestión mucho mayor que en su ensayo sólo se apuntaba a pesar de sus enormes implicaciones: que no se trataba de un estilo comunicativo o métodos de organización, sino que el problema que criticaba era inherente a las políticas de las propias tecnologías digitales.

El castillo del vampiro se construyó sobre las redes sociales, y las redes sociales están diseñadas para multiplicar el conflicto, para despertar la rabia, sembrar la división y ensanchar las diferencias

En Salir del castillo del vampiro, Fisher se centró en la política digital de la izquierda liberal, en concreto en cuán tóxica eran las políticas de identidad utilizadas para destruir a la izquierda. Pero creo que El castillo del vampiro va más allá de la izquierda. Todas las políticas de nuestro mundo han quedado atrapadas en el castillo del vampiro, encerradas en interminables guerras culturales en las que todos son enfrentados contra todos en una pelea sin fin que implica unas políticas de identidad en evolución constante, causas marginales, cuestiones periféricas y ofensas percibidas. Todo lo cual es adictivo y destructivo. Todo lo cual nos previene a la hora de unirnos.

Fisher no se centró en las políticas de la tecnología que crearon el castillo del vampiro, pero esas políticas están ahí. El castillo del vampiro se construyó sobre las redes sociales, y las redes sociales están diseñadas para generar y multiplicar el conflicto, para despertar la rabia, sembrar la división y ensanchar las diferencias, y, en última instancia, controlarnos y pacificarnos haciéndonos adictos a las interacciones digitales. Éste es el modo en el que los gigantescos monopolios del sector hacen dinero y nos mantienen en sus plataformas.


Este tipo de socialización virtual se ha vuelto central en nuestra cultura política. Las redes sociales es donde nuestros políticos y nuestras interacciones políticas tienen lugar. Demonios, el presidente de EEUU es adicto a las redes sociales y tiene su propia red social. Y su antiguo compinche Elon Musk es la persona más rica del mundo y también es adicta a las redes sociales y compró una para promover sus ideas. Ahora riñen ridículamente desde la seguridad de sus propios castillos-redes sociales. Así que, sí, las redes sociales son centrales a la política. Desde el ciudadano común al capitalista más poderoso, todos vivimos en ellas, nos moldean y nos afectan.

Es verdad que las redes sociales no inventaron las peleas políticas intestinas ni los conflictos mezquinos. Pero internet ha permitido que se nos inunde de ello a una escala sin precedentes. Somos bombardeados por contenidos basura centrados en guerras culturales veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Y además se ajusta específicamente a nuestros intereses y lo recibimos cuando no lo queremos: cuando estamos desplazándonos al trabajo, cuando estamos sentados en el retrete, cuando salimos con nuestros amigos o estamos en el parque con nuestros hijos, cuando queremos comprobar nuestro correo electrónico…

Si uno da un paso atrás y lo observa fríamente, como lo haría un historiador futuro que nos estudiase dentro de 200 años, ve claramente que estos sistemas han sido diseñados para que nos echemos al cuello de los otros, diseñados para estrangular preventivamente cualquier intento de que la gente se organice. En realidad no hace falta ser ningún historiador del futuro para ver este tipo de tendencias. En mi libro, Surveillance Valley, expliqué la historia olvidada de cómo internet nació de los esfuerzos de pacificación del Pentágono durante la guerra de Vietnam. Cuanto más miro internet hoy, más convencido estoy de que la dimensión pacificadora de esta tecnología todavía nos acompaña, y de que es incluso más poderosa que cualquier cosa que los planificadores tecnocráticos estadounidenses pudiesen haberse imaginado hace medio siglo, cuando estaban construyendo el primer internet y comprimiendo los archivos de vigilancia sobre campesinos vietnamitas y manifestantes estadounidenses contra la guerra.

Pensar que puedes ganar desde dentro del castillo del vampiro es lo que te atrapa todavía más, es lo que hace que el castillo del vampiro sea lo que es

Volviendo a Mark Fisher, nuestra cultura de conflictos políticos mezquinos y división es, efectivamente, un problema. Pero esta cultura no existe en un vacío. Esta cultura ha sido modelada y ha estado influida por la tecnología de internet. Nunca pedimos esta tecnología, pero nos fue impuesta. Ha reorganizado nuestra cultura, nuestra política y nuestro mundo, y pocas cosas podrán cambiarse mientras estemos conectados a ella.

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que no podemos abandonar el castillo del vampiro sin abandonar físicamente la tecnología con la que fue construido. Hemos de comprender que esta tecnología tiene una política propia y que no podemos escapar plenamente de ella mientras vivamos en su tecnología, absortos en nuestros teléfonos móviles. Pensar que puedes ganar desde dentro del castillo del vampiro es lo que te atrapa todavía más, es lo que hace que el castillo del vampiro sea lo que es.

Puede retransmitirse un genocidio en directo porque las redes sociales nos han pacificado

Algo que me ha dejado claro el aspecto pacificador de la tecnología de las redes sociales ha sido observar cómo ha funcionado con respecto a la masacre israelí en Gaza.

Lo que hemos estado viendo en Gaza es el primer genocidio retransmitido en directo. Tengo que decir que me ha sorprendido que se nos haya permitido ser testimonios del mismo tan libremente.

Es verdad que han habido llamadas periódicas sobre la necesidad de suprimir el activismo propalestino online, y que ha habido presiones y restricciones a la libertad de expresión en los márgenes. Pero en su mayor parte se permite que el “contenido” genocida más horrible circule libremente por las redes desde la Franja de Gaza hasta nuestros teléfonos móviles. Mi feed de Twitter va lleno de ello. También en Instagram, Facebook y Substack Notes. Cuerpos mutilados, niños descuartizados y niños sin extremidades, gente en la pobreza más extrema deambulando en un páramo desnudo buscando comida… Luego está la no tan halagadora perspectiva israelí. Soldados de las FDI dinamitando cosas mientras rezan e izan la bandera, saqueando apartamentos medio destruidos en búsqueda de objetos valiosos y juguetes de niños desplazados, selfis vistiendo la lencería de mujeres que probablemente ya están muertas, asesinadas por las IDF con bombas ‘Made in USA’…


En el pasado, la elite dominante estadounidense habría evitado que este tipo de vídeos e imágenes llegase al público. Les asustaría que la gente se volviese en contra del gobierno estadounidense y su total complicidad con los crímenes de Israel. Muchas de las personas que importan en EEUU todavía piensan que si se perdió la guerra en Vietnam fue por la cobertura negativa en los medios de comunicación, cosas como la fotografía de la niña huyendo de un bombardeo con napalm, la cobertura de la masacre de Mai Lai y el desastre de la ofensiva del Tet.

Debido a esa manera de pensar, George W. Bush y el Pentágono crearon programas para controlar seriamente la cobertura informativa de la invasión de Iraq e intentaron coregrafiar hasta el más mínimo detalle todo lo que salía de allí en tiempo real. Incluso impidieron que la prensa mostrase vídeos y fotografías de los ataúdes militares que transportaban a los soldados estadounidenses a su llegada al país. Al equipo de Bush le preocupaba que los estadounidenses se volviesen en contra de la guerra, de Bush y del Partido Republicano. Y las restricciones no eran solamente en casos de guerra: recientemente, en los primeros años de la pandemia de covid, puede señalarse cómo la administración Biden presionaba a las empresas de redes sociales para restringir el escepticismo hacia las vacunas y el negacionismo de la covid en sus plataformas en nombre del bien común. Es algo que la derecha ha convertido en uno de sus caballos de batalla: Biden como el Gran Hermano comunista.

Pero en lo que respecta al genocidio en Gaza, la información circula libremente. ¿Por qué? Creo que por un par de motivos.

El primero es que es más difícil contener la información ahora. Por esa razón ahora la manera de gestionar las cosas no es esconderlas, sino inundar la zona (flood the zone) de las redes sociales con información. La otra es que el contenido genocida es bueno para el negocio. Impulsa el engagement, hace que la gente pase más tiempo en las redes sociales, las mantiene indignadas, discutiendo, posteando. Y la tercera, que está conectada con la primera, es que al inundarnos con información, las redes sociales nos desarman. Puede parecer contraintuitivo, pero irritar a la gente es de hecho una manera ahora de pacificarla. Porque lo que hace es agotarnos: canalizar nuestro tiempo y nuestra energía creativa al espacio virtual. Nos engancha de vuelta a estas plataformas, nos atrapa en un loop infinito de indignación y publicación de mensajes, nos mantiene encerrados en los confines del castillo del vampiro que absorben nuestra vida.

En cuanto a mostrar a la gente la “verdad” sobre lo que Israel y EEUU están haciendo en Gaza: pues bien, por cada persona que ha sido radicalizada en contra de Israel y el gobierno estadounidense ha habido otra radicalizada en sentido contrario. En una época en la que carecemos de experiencia de primera mano de la mayoría de las cosas que “sabemos”, la realidad se reduce a la interpretación. La “verdad” puede hilarse de muchas formas. Si has pasado algún tiempo en redes, entonces has visto a los ejércitos de personas que aún culpan de todo a Hamás, hiperventilan sobre “la izquierda que apoya a los yihadistas” y publica material sobre hambrunas falsas y actores de Pallywood, y que ve las acciones de la alianza entre Israel y EEUU como totalmente justificada e incluso moral.

Y aún hay más: si a Israel y a EEUU les preocupase detener la retransmisión en directo del genocidio, habrían cortado el acceso de Gaza a Internet. Habrían desactivado, hackeado o bloqueado los últimos restos de vida digital que los gazatíes usan ahora para conectarse con el resto del mundo, y que se hace ante todo a través de las torres de telefonía móvil en Egipto al otro lado de la frontera. Israel podría haber dejado a Gaza a oscuras. O al menos podría haberla dejado más a oscuras de lo que lo está ahora, forzando a que los testimonios fotográficos o en vídeo tuviesen que salir a escondidas físicamente con la ayuda de los cooperantes extranjeros, médicos y enfermeras que trabajan por períodos de tiempo en la Franja de Gaza. Y eso no es lo que ha ocurrido.

Pero volviendo al castillo del vampiro... El castillo del vampiro está construido sobre la tecnología de las redes sociales, y esta tecnología es a la hora de la verdad una trampa. Si viviésemos en una sociedad que aún creyese en los mitos y en los espíritus, lo veríamos como la manifestación de una fuerza maligna, una entidad que nos ata a una ilusión de empoderamiento y conexión mientras devora lentamente nuestra fuerza vital y nuestro espíritu. Incluso las tecnologías más antiguas y anteriores a las redes sociales —como los boletines, los foros, los listserv y las listas de correo— son mejores que esta abominación. Lo son porque aquellas tecnologías al menos limitan la información a áreas particulares, como organizaciones, subculturas y grupos de interés. La gente ha de unirse a ellos y no proporcionan el mismo tipo de falsa intimidad y un constante feedback inmediato que imita a la interacción social. Aquellas tecnologías más antiguas proporcionan al menos algún tipo de distancia, a diferencia de la maquinaria de redes sociales global e implacable que nos alimenta a la fuerza con conflicto e indignación, con envidia y deseo, cuando no lo estamos buscando. Somos animales hipersociales, evolucionados para vivir en comunidad y buscar la interacción social. Nos orientamos a pasar tiempo juntos. Morimos más rápido si vivimos solos. Y la tecnología de las redes sociales nos ha engañado y ha instrumentalizado esta parte de nosotros contra nosotros mismos.

De este modo, nuestra obsesión con las redes sociales deviene una trampa, y, en última instancia, y políticamente, un callejón sin salida. Recibir más información ya no es empoderamiento, es pacificación. Tenemos información suficiente: toda la información que necesitamos. Lo que no tenemos es organización. Estamos atomizados, distraídos, enviando mensajes en el vacío. Pensar que puedes vencer a los vampiros desde dentro del castillo del vampiro es lo que te atrapa todavía más. Es lo que convierte al castillo del vampiro en el castillo del vampiro.

Somos un caso clínico de consumo de medios

En los últimos días —como muchas otras personas— he estado enganchado a las redes sociales, observando la nueva fase de la adicción israelí-estadounidense a la muerte y el dominio desplegarse en Irán. Tengo que decir que el nivel de psicosis en plataformas se ha desbordado. Todo el mundo está publicando, todo el mundo está peleándose, todo el mundo está al límite. Es comprensible. EEUU está en el proceso de unirse a Israel en otra guerra sangrienta, y hay pocas cosas que puedan hacerse. Hay miedo, desesperanza y amargura. Pero también hay algo de esta psicosis que es específica a la tecnología donde están sucediendo estas conversaciones, estos sentimientos de miedo e impotencia están siendo magnificados por las redes sociales y están atrapando a la gente en un loop infinito de doom scrolling infinito que está enloqueciendo a la gente.

He participado del “Twitter político” desde hace más de una década. Lo he visto desarrollarse y he visto formarse una cultura a su alrededor. Demonios, he sido una de las personas que ha participado en él y que ha aportado su granito de arena a formarlo. En los últimos años he dado un paso atrás, lo suficiente como para ganar una distancia crítica. Y una de las partes más perturbadoras de la cultura que la tecnología de las redes sociales ha creado es que ha dado a la gente una necesidad casi obsesiva-compulsiva de “saber”, de saber lo que está ocurriendo ahora mismo, de estar conectado, de estar al corriente. Esta parte de la cultura siempre está ahí, un día tras otro. La gente se despierta e inmediatamente explora su feed, sincronizando su cerebro con todo lo que ha ocurrido mientras estaban durmiendo.

Pero esta obsesión puede observarse más fácilmente cuando está ocurriendo algo grande en el mundo: una guerra, una nueva escalada de las hostilidades, una invasión. Es entonces cuando este trastorno obsesivo-compulsivo de necesitar estar constantemente en alerta se agudiza. La mayoría de la gente es pasiva. Consumen la información a medida que la reciben y puede que la comenten o se peleen con otros en los márgenes. También hay todo un ejército de influencers que ha surgido para alimentar esta obsesión por la información en tiempo real, gente que bombea análisis, interpretación y pronósticos en las redes. Este ejército de influencers se extiende por todo el espectro político y cubre todas las afiliaciones políticas posibles: desde la derecha MAGA hasta los imperialistas liberales y los que ponen el emoji de la hoz y el martillo junto a su avatar. Todos ellos están hiperconectados, editando vídeos y capturas de pantalla de otras cuentas, escribiendo análisis, intercambiando rumores. Se trata de una industria considerable —algunas cuentas pueden ser muy útiles e interesantes, otras son parte de operaciones psicológicas tóxicas— y se puede sacar un buen dinero de ella.

Acumulamos cada vez más y más información sobre el mundo exterior, un mundo alejado de nuestra experiencia cotidiana. ¿Y con qué fin? No hay nada que podamos hacer con la información

No veo a mucha gente comentar críticamente este desarrollo cultural. Por lo general, la gente lo ve como algo positivo. Estar plena y constantemente evaluando el espacio informativo global es como un ciudadano global informado supuestamente ha de actuar hoy. La gente simplemente acepta que esto es lo que debería ser. Pero para mí, este impulso de estar constantemente conectado, constantemente sabiendo lo que ocurre en cualquier parte del mundo, me parece una locura, y no utilizo esta palabra a la ligera. No lo digo con algún tipo de condescendencia. Lo digo como alguien que ha sido durante mucho tiempo parte de esta cultura. Yo soy uno de ellos.

Cuando intento poner distancia y verlo objetivamente, lo veo como algo completamente ridículo. Es como si nos imaginásemos a nosotros mismos como parte de una especie de vasta red de inteligencia global, una CIA descentralizada. Todos estamos peinando páginas web buscando información, elaborando resúmenes de noticias los unos para los otros, formulando grandes pronósticos geopolíticos, redactando propuestas políticas…

Acumulamos cada vez más y más información sobre el mundo exterior, un mundo alejado de nuestra experiencia cotidiana. ¿Y con qué fin? No hay nada que podamos hacer con la información. Una cosa es estar al corriente de las noticias, pero esto es algo diferente. La gente se ha convertido en expertos especializados, como si se sentasen en una mesa del FSB o la CIA y fuesen los responsables de conocer el movimiento exacto de tropas en el frente en la guerra en Ucrania o las localizaciones precisas de los bombardeos israelíes en Irán. ¿Para qué? No estoy del todo seguro. Para entretenerse, supongo. Pero es una forma de entretenerse macabra y desestabilizadora. Acecha ahí, se acumula y abarrota las cabezas de información, haciendo que brote por las orejas y crezca en montañas a nuestro alrededor.


En los sesenta y setenta, los planificadores tecnocráticos imperiales estadounidenses como Ithiel de Sola Pool imaginaron un futuro en el que los ordenadores podrían ayudar al imperio a observar el mundo en tiempo real y hacer que la administración de los asuntos internacionales fuese limpia y eficiente. Ahora nosotros también podemos observar el mundo en tiempo real de un modo del que los espías sólo podían soñar hace cincuenta años.

¿Pero para qué? Al menos si eres un analista de inteligencia de verdad trabajando para una agencia de espionaje real eso es parte de tu trabajo y existe una suerte de acción colectiva: estás planificando una guerra o vigilando a tus enemigos, hay, al menos, alguna utilidad, tanto da si es peligrosa o maligna. ¿Pero esto? Estamos sentados en nuestros dormitorios o en el cuarto de baño, mirando absortos nuestros teléfonos móviles, mascando informes de la situación elaborados con fuentes de acceso libre, discutiendo y peleándonos a partir de la interpretación de los datos que ha recolectado gente al azar en las redes, pretendiendo que estamos convocando un consejo de seguridad nacional de emergencia. Seguro que es una escena divertida. Pero nunca es bueno reírse de una persona que ha perdido la cordura.

Se nos ha convencido de que la “información es poder”, y con internet y las redes sociales los yonquis políticos se han enganchado a la corriente de información global como nunca antes. Las plataformas de redes sociales han creado una arquitectura muy concreta que impulsa esta cultura de consumo de medios obsesiva-compulsiva. Porque cuanto más tiempo pasamos en sus aplicaciones más dinero hacen.

No estoy diciendo que disponer de información y conocimiento sobre nuestro mundo no pueda ser útil o empoderador. Puede serlo. Pero creo que hemos entrado en una realidad muy diferente. Nuestras mentes están tan atiborradas de información y carecen de cualquier manera de darle utilidad, más allá de discutirnos online con nuestros enemigos ideológicos, que recibir más información solamente nos debilita. Nos hemos convertido en obsesivos-compulsivos sin remedio, atrapados en un loop infinito de necesitar “saber”. Somos un caso clínico, no muy diferente al de la gente que no puede dejar de lavarse sus manos o desinfectar los pomos de las puertas un millón de veces.

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Artículo original: We all live in the Vampire Castle now, publicado por Yasha Levine en su Substack, Nefarious Russians, y traducido con permiso por Àngel Ferrero para El Salto.
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