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Extrema derecha
Mentira y conspiranoia en las derechas
Doctor en Historia y profesor de filosofía
La negativa de Salvador Illa a realizarse una prueba analítica ha desatado un carrusel de sinvergonzonería y falacias de libro que hacen pasar lo plausible por lo verdadero. La cuestión es sembrar la sospecha para abonar el cinismo y el desapego. Desde Aristóteles sabemos que, en la retórica política, lo importante no es la verdad, sino la verosimilitud o coherencia. A este respecto, en un tiempo en el que la utopía se sustituye por el cinismo distópico, las evidencias por las creencias y la razón por las tripas, cualquier cosa, menos una alternativa al sistema capitalista, parece posible.
Recordemos las palabras de Dostoievski, tremendista y alucinado, en las que clamaba que, una vez desaparecido Dios, todo quedaría permitido. Escritor genial y atormentado, el ruso expresó el mayor de los temores metafísicos que el desarrollo de las sociedades modernas había espoleado. Disuelto “todo lo sólido en el aire”, como apuntó Marx, cualquier cosa entraba dentro de lo factible. Sin un Absoluto con el que orientarse, la vida se convertiría en un todo vale, como en la Roma de Calígula. La llamada posverdad, que es tanto la insinuación maledicente como la mentira de toda la vida, es la nieta deslenguada de esta caída del cielo a la tierra.
Destronado lo Absoluto por la secularización y el cambio permanente, la verdad se pierde. Se convierte, de hecho, en un ejército de metáforas al servicio de un propósito, como escribió Nietzsche. Ya no hay certeza alguna, sino dudas que pudren lo razonable. Para Nietzsche, Dostoievski había dado en el clavo, salvo por el tono desesperado que confería a la muerte de Dios. Derrocado el señor del cielo, y con él todas las ilusiones trascendentales, todo se abre a la voluntad del ser humano. La diferencia entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, queda al albur del que más fuerte hable. ¿A qué instancia acudir entonces? A la razón, diría un ilustrado, y Nietzsche sonreiría sarcástico. A la comunidad científica, diría un filósofo pragmatista, y Nietzsche reiría irónico. A la voluntad de poder, soltaría al final de todo Nietzsche, e Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado o Santiago Abascal aplaudirían eufóricos. Porque la verdad no es otra cosa que un cuento contado de la mejor manera posible, podría apostillar ese estafador llamado Steve Bannon. Cuéntese, gánese el poder y haga usted de cada mentira una verdad en marcha. Ningún sofista añadiría un punto o una coma.
Ciertamente, toda mentira está definida por un choque y una intención. La oposición entre el pensar y el decir, por un lado, y el objetivo de engañar a alguien, por el otro. Escribe Margaret Atwood que, allí donde hay una historia, hay una comunidad para escucharla. Es decir, que el yo es siempre un nosotros, tanto para hablar como para escuchar. Quizá esta es la razón del éxito de los cuentos y de las mentiras. No es sólo su capacidad para ahuyentar monstruos, sino su habilidad para conectarnos en torno al fuego. Fuera del cuento queda el mundo insondable al que solo puede aludirse mediante otro cuento, llamado conspiración, que lo neutralice y simplifique.
La trama conspirativa tiene su origen en la Revolución francesa. Los grupos descabezados por la guillotina, o asustados ante la marcha desbocada de la historia, solo pudieron explicar el nacimiento de la sociedad contemporánea mediante el esquema de la conspiración política
Alimentada por la incapacidad de comprender ese mundo incognoscible, la trama conspirativa tiene su origen en la matriz de nuestra era, la Revolución francesa. Los grupos descabezados por la guillotina, o asustados ante la marcha desbocada de la historia, solo pudieron explicar el nacimiento de la sociedad contemporánea mediante el esquema de la conspiración política. La guillotina desmontó el cielo y el absolutismo, bajando a Dios al cadalso y la verdad al campo de la lucha política. Los privilegiados, a excepción de mentes como la de Alexis de Tocqueville, vieron en este giro de la fortuna una conspiración de philosophes movidos por la maldad, el agravio y el rencor. Éste, sostuvieron, siempre mueve a quien menos tiene, pues a quien nada tiene, nada lo mueve.
Así nació el intento de cartografiar movimientos históricos dentro del corsé de la conspiración. Unos pocos revolucionarios profesionales, demagogos y despiadados, podían, con sus mentes como cuchillas, cortar los tendones de una sociedad entera. Ciertamente, la ausencia de esfera pública obligó a los revolucionarios a recurrir a la fantasía conspirativa, hasta que, después de las revoluciones de 1848, esta táctica, llamada blanquismo —por Louis A. Blanqui—, pasó a la escombrera de la historia. La sospecha, sin embargo, quedó intacta para quien quisiera utilizarla. Y ahí sigue, usándose sin disimulo y sin vergüenza.
Si bien todo el cine conservador sobre la Revolución —francesa o no— se nutrió de esta trama —y sigue haciéndolo, véase, a modo de ejemplo, El caballero oscuro: la leyenda renace (2012)—, en la década de 1970, sin embargo, la conspiración fue el mapa rudimentario que cierta izquierda empleó para pensar el nuevo mundo surgido del hundimiento del sistema de Bretton Woods y la crisis del petróleo. El cine de Hollywood posterior a los escándalos de los Papeles del Pentágono y del Watergate refleja este movimiento con desesperada nitidez. Todos los hombres del presidente (1976), El último testigo (1974) o Los tres días del cóndor (1975) son ejemplos palmarios.
En todos estos filmes se proyecta una tétrica imagen del Estado y sus alianzas con las corporaciones más oscuras. Y en todas ellas se ofrece una explicación sencilla, excéntrica pero plausible, de lo que sucede y no se comprende. Porque las conspiraciones tienen la virtud de hacer fácil lo difícil, de situar la mano —invisible— de los grandes intereses detrás de lo que es pura contingencia o necesidad impersonal de la historia. Ya que ésta, debemos recordar, está hecha por seres humanos, pero en circunstancias que ellos ni eligen ni controlan, algo de lo que los griegos ya nos advirtieron en sus tragedias. El mundo, dicho de otra manera, es indiferente e inmisericorde, y, ante esta realidad que hiere, la conspiración, como las creencias religiosas, calma, simplifica y coaliga en torno a un secreto que elige a los que se salvan. La conspiración, en definitiva, es un consuelo para los que miran el mundo y solo ven sombras que muerden y aúllan. Solo así se explica el éxito de los programas, manieristas y mórbidos como el fin de una era, de Iker Jiménez y compañía.
Las conspiraciones tienen la virtud de hacer fácil lo difícil, de situar la mano —invisible— de los grandes intereses detrás de lo que es pura contingencia o necesidad impersonal de la historia
Forjada por las derechas, la conspiración recurrió a una idea de verdad tradicional donde las haya. La verdad, decía Mulder en Expediente X, está ahí fuera, al otro lado de la caverna platónica. Lo verdadero, entendido como lo auténtico, está más allá de Matrix —otro hito de la cinematografía conspiranoica—, y se concibe como un secreto. Lo demás, se insiste, no solo es falsedad, sino engaño. Para las conspiraciones, el mundo es una farsa bajo la que el poder, siempre personalizado como el Dr. No, Goldfinger o Georges Soros, trata de conquistar el mundo. Como si éste, al decir del magnate Warren Buffet, no lo gobernaran los potentados a plena luz del día. Las reuniones en Davos de los gestores del asunto, retransmitidas por todas las televisiones, no parecen ni muy secretas ni muy ocultas. Pero lo importante, y aquí reside la paradoja de la conspiración, es minar todos los criterios de confianza en la posibilidad de alcanzar esa misma verdad que se escapa. Si todo el mundo miente, entonces, al mentir, se dice la verdad, y viceversa. La paradoja, finalmente, nos estalla, abruma y ciega. En esta situación, cualquier cosa puede tomarse por verdadera. Y, de mirar el mundo y ver Disneylandia, como hacía la clase media antes de la crisis de 2008, se pasa, sin revisión crítica, a ver una Plandemia.
Ya sean las Plandemias o la maldad china, ya sean las célebres palabras de Mariano Rajoy acerca del caso Gürtel —“No es una trama del PP, sino una trama contra el PP”—, la conspiración siempre tiene la misma función y la misma estructura
Ante esta confusión, las evidencias empíricas no echan por tierra la fe del que se abraza a su letanía. Una conspiración, lo repetimos, es una forma de religión destinada a ahuyentar miedos y a hacer comunidad en torno al fuego sagrado. Ya sean las Plandemias o la maldad china, ya sean las célebres palabras de Mariano Rajoy acerca del caso Gürtel —“No es una trama del PP, sino una trama contra el PP”—, la conspiración siempre tiene la misma función y la misma estructura. Pero, como en todo, hay que distinguir aquí entre los parguelas y los que cardan la lana. Porque unos creen a pies juntillas, y otros, cínicos resabiados, fabrican las pantomimas y las sombras que se asumen como verdaderas. A fin de cuentas, en la noche de las verdades todos los gatos son pardos y maúllan de la misma manera.
En esta noche cerrada donde todo se confunde, ¿qué hay de la llamada “verdad objetiva”? No hay nada, afirmaron Maquiavelo y Nietzsche, que le prendieron fuego a esta noción antes y después de que Kant nos dijese que era imposible conocer la cosa en sí misma. La verdad, acuchilló Michel Foucault, es un dictamen que descarta, prohíbe y produce realidad o mayor ceguera. No hay un más allá ni un sitio más profundo donde buscar el tesoro perdido de la razón disminuida. Este juego de sombras, el mismo que perturbó al tío de Hamlet en la obra de teatro que perpetró su sobrino, es toda la obra. La nostalgia por lo absoluto, por esa figura con mayúscula llamada Dios, Razón, Verdad, Valor o Sentido, arde entre los flashes y pitidos de la sociedad contemporánea. Y, sin embargo, el problema es muy otro: no es que no haya valor ni sentido, es que hay demasiado de ambas cosas y demasiado poco de lo que Bertrand Russell y Gottlob Frege establecieron con el nombre de referencia, la cosa de la que se habla.
En esta sobreproducción de sentido la conspiración prende, y el uso de la mentira, ahora llamada posverdad, se extiende. Lejos de revelar esa nostalgia por lo absoluto o por lo objetivo, las constantes mentiras de las derechas revelan una naturaleza nietzscheana cruzada con la herencia envenenada de Carl Schmitt. Schmitt, para quien todo estaba permitido, dejó preparado el asalto a la verdad y la razón en nombre del poder. Ante la ausencia de lo absoluto y la sustitución de lo verdadero por lo plausible, se asume que la verdad carece de fundamento. Ésta bien puede ser una mentira, y viceversa, porque el único criterio de verdad es lo que funciona, esto es, la utilidad es el único juez que separa la paja del trigo. Si me entrega el poder o el voto, entonces, se afirma falazmente, es verdadero lo que digo y hago.
Este sueño de la razón, que produce monstruos como Donald Trump, sería imposible sin confundir sentido y referencia. Las conspiraciones, que nacen contra esta maraña, viven, al mismo tiempo, de ella
Este sueño de la razón, que produce monstruos como Donald Trump, sería imposible sin confundir sentido y referencia. Las conspiraciones, que nacen contra esta maraña, viven, al mismo tiempo, de ella. Es verdadero lo que tiene sentido, no lo que se basa en evidencias empíricas. No, desde luego, lo que puede ser falsado mediante una prueba. Allí donde hay dudas razonables, pues la ciencia, recuérdese a Kant, está lejos de abarcarlo todo, hay engaño, dice el pensamiento conspirativo. ¿Por qué? Porque no se admite que la razón funciona estableciendo hipótesis a partir de referencias a las que da un sentido lingüístico, y no con sentidos que buscan referencias ad hoc para demostrar su verosimilitud o eficacia. Dicho de otro modo, la ciencia no tiene respuestas, ni puede tenerlas, para todo; la conspiración, al igual que las pseudociencias, tienen de todo.
En este callejón sin salida se hace necesario rescatar la diferencia entre sentido y referencia. Sabido es desde Ferdinand de Saussure que el signo no se relaciona naturalmente con la cosa a la que denota, sino que lo hace a través de un sentido acordado y, por tanto, construido. El símbolo (la palabra) pierde su relación natural con su referente (la cosa). Entre ambos se abre una brecha de carácter metafísico, una noche inmensa en la que cabe todo y se puede decir cualquier payasada. Para una imaginación conspirativa, esta noche transforma lo verdadero en lo verosímil, es decir, la ciencia se diluye en retórica y la verdad como correspondencia con la referencia es sustituida por lo meramente plausible. Por ello, este gobierno es “socialcomunista” y cualquier medida que tome es la antesala de la expropiación masiva. Adiós a todas las amarras.
Al igual que el fuego de San Antonio, este fenómeno se aviva cuando el presente tiembla entre la pérdida y la turbulencia. En nuestro mundo actual, donde la verdad de los objetos que conforman nuestra vida reside, en última instancia, en los lugares más recónditos —véase este portátil hecho y montado en sitios ignotos para el que lo compra—, todo parece fuera de nuestro alcance. Este fetichismo de la mercancía es, en el fondo, la fuente de semejante misterio y la condición de posibilidad de todas las paranoias y las conspiraciones. Incapaces de cartografiar el mundo y renuentes a aceptar la incertidumbre en la que no se nos enseña a vivir, la conspiración, que busca la verdad al mismo tiempo que la destruye, aparece como el único instrumento adecuado para un pensamiento mutilado. Las derechas actuales lo saben. Frente a ello solo queda una opción, y ésta no pasa por combatir en el mismo campo. Contar cuentos o milongas siempre ha sido patrimonio de los que legitiman la brutalidad y el dominio. Solo un gesto es posible: recuperar la diferencia entre el sentido y la referencia. Señalar la Luna, y hacerlo una y mil veces; afirmar que hay Luna, que es razonable que esté allí y que debe ser mirada y anhelada, aunque no podamos verla tal cual es ella en sí misma. Pero esta incapacidad no debe ser fuente de suspensión del juicio, sino su más potente gasolina.
Arrebatar la verdad a la conspiranoia es la única manera de combatir a quien vive de hundirla en la posverdad o la mentira. Recuperar lo que de incómodo tiene en nuestro contexto la filosofía analítica es la manera. Podemos discutir sobre el sentido, pero no debemos hacerlo sobre la referencia. No todo es cuento y retórica; no todo son sombras que danzan en la noche cerrada. Solo así podremos patear el tablero que las derechas han forjado en mentiras, titulares y monedas. Solo estableciendo que una cosa es la referencia de la que hablamos y otra el sentido que le damos, podremos recuperar lo que hemos perdido. Decir la verdad es el primer acto político. Obstinarse en ello, al decir de Orwell, es un acto revolucionario. Y esta verdad es tan antiguamente nueva que resulta, incluso hoy en día, escandalosa.
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¿ CUANDO VA A CONDENAR LA DERECHA LOS CRÍMENES DEL FRANQUISMO?.
Sinceramente, tras leer el artículo aún no sé qué es realmente lo que quiere explicar el autor.
Más allá de la prolija exposición de autores y citas, no encuentro el hilo conductor del discurso.
No es que lo tenga que entender mi madre, pero quizá bajarse de la torre de marfil académica...
Sr. Miguel Ángel Sanz Logroño. Demuestra que es un erudito, desde luego.
Pero es todo mucho más sencillo.¿Porqué no se hizo la prueba si se pedía a todos los candidatos? de derechas y de izquierdas.