Opinión
Saber dónde dormir
Los que no olvidamos que el sudor andaluz no solo ha sido la mano invisible que produjo la Catalunya burguesa, sino que toda Europa cometió el pecado original de la acumulación de trabajo de andaluces pobres.
En las fotografías de Jean Morh del libro conjunto con John Berger Un séptimo hombre, aparecen hombres en fila, recién llegados a Suiza, mientras los médicos los examinan. Son emigrantes turcos, italianos, andaluces. Esos que, según Berger, son inmortales porque son siempre intercambiables. “No nacen, no tienen que crecer, no envejecen, no se agotan, no mueren. Tienen una sola función: trabajar. Todas las demás funciones de su vida corren por cuenta del país del que proceden”.
En Andalucía sabemos mucho de lo que significa irse. Porque, si lo queremos (vivir, pagar el alquiler, tener futuro, desarrollar nuestra profesión), hay que irse. ¿Adónde? Donde sea. Sabemos de las maletas de cartón, los trenes, las barracas, de tener en el DNI Rotterdam y primos franceses. Eso sí. La diáspora andaluza se hace notar y es posible ir a una feria de abril en Barcelona o escuchar pasodobles de carnaval un sábado por la mañana en Edimburgo. La saudade es grande y se consuela con vacaciones en el paraíso. Pero como decía un cartel de los 70: “Si el andaluz acomodado piensa en Madrid y el andaluz pobre en Barcelona, ¿quién piensa en Andalucía?”.
La constante fuga de cerebros nos ha dejado solos con los palmeros serviles. El vasallaje que lo único que sabe es aferrarse al clientelismo estructural habitual. También ha dejado los tópicos en las narrativas de los centros de poder donde las chachas andaluzas van a trabajar. Y el nuevo idiota que, viviendo en una tierra de idas y venidas, de multiplicidades culturales, busca el rédito del meme del inmigrante que copa la seguridad social. El colmo.
Porque siempre esconden que aquí ser emigrante es la norma por culpa de ese vasallaje y adoración a la red clientelar, por el éxodo de cerebros, de manos y estómagos. Escamotean que las que se van siempre son más numerosas que las que llegan. Porque Andalucía es tierra de paso, la casilla primera de la misma ruta que hacen los del otro lado del Estrecho. El muro de Melilla y los autobuses a Ginebra están más cerca de lo que parece. Las horas de trabajo en Berna, en Coslada o en Dublín pagan carreras e hipotecas en Cádiz, Sevilla o Almería. O en Senegal.
Los que no olvidamos que el sudor andaluz no solo ha sido la mano invisible que produjo la Catalunya burguesa, sino que toda Europa cometió el pecado original de la acumulación de trabajo de andaluces pobres, sabemos qué significa irse y quedarse. Y qué significa volver. Y encontrarse con lo mismo y los mismos. O peor. Aunque sea de vacaciones. Nietzsche hablaba del eterno retorno en unos términos que el millón de desplazados de la diáspora no entiende. Qué sabrá el bigote este de volver a tu tierra para vivir. Qué sabrá. Na. Escribía María Teresa León: “Estoy cansada de no saber dónde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?”.
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