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La vida y ya
Camisetas de tirantes
Me la encontré de casualidad. Le pregunté qué tenía pensado hacer en el verano. Me miró. Ojos negros. Los mismos ojos que, todos los veranos, dicen lo mismo. “Estar en la plaza o en el parque”. Adolescentes que no se van a ningún lado, que pasan cada uno de los días de las vacaciones en los mismos lugares que pasan cada uno de los días de los fines de semana del resto del año. Compartiendo un banco ubicado en un lugar periférico de la ciudad.
Me recordó a otra alumna que consiguió el título de la ESO por los pelos, pero que era muy sabia en otro montón de cosas que el sistema educativo formal no mira. “A mí me gusta estar los bancos del parque, aunque estén sucios y en invierno te mueras de frío”, me contó una vez, “lo prefiero al verano, que las piernas se te quedan pegadas por el sudor y es un asco”.
No le gustaba del verano, además de que la piel se le quedase pegada a la madera del banco, que los chicos le mirasen el escote, “me harta que me miren las tetas, aunque prefiero estar con tíos que me miran las tetas a estar en mi casa. Eso seguro. Incluso en verano”. Y me contó que lo de las tetas era por los tirantes, porque no conseguía una camiseta en la que no se le saliesen un poco, sobre todo cuando la cosa se animaba y se ponían a bailar. “Mi madre dice que no depende de que la camiseta sea barata. Que es por el tamaño, que a ella le pasa igual”.
“Digo yo que algo podré decir en relación a las miradas a mis tetas. Que son mías, joder. Me gustaría que por lo menos me pidiesen permiso”, dijo una
Ese día, en el que hablábamos de los planes del verano y de los tirantes, se dio un debate de esos que ocurren a menudo entre adolescentes. Hablaban sobre si había que pedir permiso para mirar el escote o no. Hubo varias opiniones, pero la cosa se complicó cuando uno de los chicos dijo: “Si no quieres que te mire no las enseñes, el aire es de todos y no me vas a decir tú dónde puedo mirar y dónde no”. Entonces, cuando pensé que ella, como mínimo, le iba a lanzar un par de insultos, lo que hizo fue quedarse callada y, durante al menos diez minutos, no dejó de mirarle fijamente. “Qué haces, deja de mirarme”, dijo él. Y ella: “Te miro porque el aire es de todos y tú no me vas a decir dónde puedo mirar y dónde no”. Él se fue (después de mandarse mutuamente a la mierda) y se fueron también sus amigos y se nos acabó el debate pero, las que se quedaron, ellas, siguieron hablando.
“Digo yo que algo podré decir en relación a las miradas a mis tetas. Que son mías, joder. Me gustaría que por lo menos me pidiesen permiso”, dijo una. Y otra contó: “El otro día Alba también le dijo a uno que parase de mirarla. El colega flipó y se puso agresivo a gritarle que de qué iba, y yo me puse a su lado y le llamé de todo, porque sé lo bien que sienta que otra te apoye en esto de las tetas o de que te toquen cuando no quieres”.
“Yo no soy feminista como tú, profe”, me dijo, “a mí el feminismo y lo morao me dan igual, pero cuando alguien molesta a una amiga mirándole las tetas sin que a ella le guste, la defiendo a muerte”.
Hablaron de más cosas, también de dónde les gustaría ir de vacaciones si pudiesen. China. Estados Unidos. Arriba del Himalaya pero en helicóptero, que andando cansa mucho. Y de feminismo o de como quiera que se llame a eso de protegernos y ayudarnos entre mujeres.
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Supongo se refiere la autora a los mirones babosos. Porque resulta difícil o imposible no ver o mirar lo evidente. Se puede mirar un cuerpo nos resulte bonito con respeto, picardía y disimulo, de forma no se falte al respeto o incomode a nadie.