Tribuna
Construir la Europa fortaleza: muros, aislamiento y narrativas de odio

La frontera continúa siendo un instrumento de los privilegiados, un síntoma de la cartografía de la desigualdad global que nos rodea. Nueve países de la Unión Europea han construido muros para impedir la entrada de personas migradas.

Frontera de Benzú, en Ceuta
Frontera de Benzú, en Ceuta Sònia Calvó Carrió

Centre Delàs

27 jun 2019 11:54

Este año se celebran 30 años de la caída del muro de Berlín, un muro que simbolizaba un mundo polarizado y dividido. Su derrocamiento parecía prometer la entrada en un mundo de apertura de fronteras y de plena libertad del movimiento de las personas. Sin embargo, la realidad que se ha impuesto es que la Unión Europea y sus Estados miembro se han convertido en una ‘Europa Fortaleza’.

Apenas unos años después de la caída del muro de Berlín se levantaron nuevos muros en terreno europeo. El Estado español, paradigma de la construcción de la fortaleza europea, levanta las vallas de Ceuta (1993) y Melilla (1996). Desde entonces la construcción de muros fronterizos por razones migratorias se convierte en una política en auge, fruto de considerar las migraciones y las personas desplazadas por la fuerza una amenaza.

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) anuncia que en 2018 se alcanzaron los 70,8 millones de personas desplazadas por la fuerza de sus hogares, lo que supone un aumento de 2,3 millones respecto a 2017. Nos encontramos frente a una tendencia que no para de crecer. Un breve análisis sobre el contexto actual muestra cómo estamos respondiendo a esta situación encerrándonos en nosotros mismos. De 28 Estados miembros de la Unión Europea, nueve han erigido muros en sus fronteras para impedir la entrada de personas migradas (España, Grecia, Hungría, Bulgaria, Austria, Eslovenia, Reino Unido, Letonia y Lituania), perteneciendo todos ellos al espacio Schengen (el espacio de libre circulación de la UE), excepto Bulgaria y Reino Unido. Noruega, aunque no es miembro de la Unión Europea pero sí de Schengen, también ha construido un muro en su frontera con Rusia por razones migratorias.

El acuerdo de Schengen aprobado en 1985 introduce políticas de libre circulación de las personas entre los países miembro, pero para que un Estado pueda entrar a formar parte se le pide el refuerzo de sus fronteras exteriores y la implementación de ciertos sistemas de registro y control del movimiento. Este panorama de construcción de muros y el despliegue de las políticas que lo acompañan refuerzan las jerarquías entre personas que se mueven entre territorios y nos conducen a un panorama de un mundo de Estados-fortaleza, volviendo a un modelo de ciudad medieval donde se nos pretende mostrar un exterior como “salvaje” y un interior como “civilizado”.

Los muros pueden ser elementos de protección y refugio, pero los Estados miembro los erigen acompañados de concertinas, de cuerpos de seguridad y de sistemas de control y vigilancia, de esta manera el muro es aquí una infraestructura de odio y violencia. La frontera se convierte en un espacio geográfico donde nos dicen que aparecen nuevas amenazas, convirtiéndolos en espacios en guerra. La movilidad en la frontera es entendida como una actividad sospechosa que hay que controlar y monitorizar, donde las personas migradas y en busca de refugio son tratadas con herramientas propias de la seguridad nacional, es decir, coerción y militarismo.

Este desarrollo de políticas de Estados amurallados y aislados es impulsado y reforzado por narrativas que expanden una ideología basada en la desigualdad y la xenofobia. Asistimos al avance de la extrema derecha en todos los países de la Unión Europea. De 28 países, once cuentan con representación de partidos políticos de extrema derecha en 2019. Estos partidos apuntan a las personas migradas, a las mujeres, a la comunidad LGBTI y a las personas transgénero como enemigos de la integridad y los valores de la identidad nacional y del Estado. Y además condicionan, influencian y alimentan los discursos de otros partidos políticos, la violencia en la calle y en las instituciones.

El artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos contempla el derecho al movimiento, pero, como tanto otros, queda lejos de poder ejercerse con plena libertad para muchas poblaciones del mundo. El tratamiento diferencial que se les da a las personas que se mueven entre territorios genera desigualdad, jerarquía social y diferentes tipos de violencia. Las personas que migran y buscan refugio, que huyen de la violencia, de la persecución política o bien de la violencia que generan las desigualdades económicas, acaban encontrando más violencia no solo a lo largo de su trayecto, sino al aproximarse a las fronteras y al llegar a nuestras sociedades.

La frontera continúa siendo un instrumento de los privilegiados, un síntoma de la cartografía de la desigualdad global que nos rodea. Nos queda una última frontera de conquista, la nuestra, en la que acabamos creyendo que los muros y las vallas son necesarios, si no por razones de seguridad, para evitar ver demasiado lejos.

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