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Racismo
¿Pueden ser negras las señoras del ensanche?
“No te lo tomes como algo personal”, me decía un compañero. Es verdad, no lo es. Es racismo institucional. Es ese monstruo hecho administración, hecho institución, hecho ley, hecho personas que perpetúan el maltrato y la vulneración de los derechos humanos.
¿Alguna vez habéis pitado saliendo de un comercio? Es una situación bastante humillante per se porque, por lo menos en mi caso, siempre ha sido fruto del olvido de algún dependiente que no quitó la alarma o fruto de alarmas fantasma en el interior de alguna prenda.
Generalmente cuando esto me ocurre nadie se inmuta. Quiero decir, ni siquiera el personal de seguridad se alarma, nunca mejor dicho. Suelo ser yo quien se para, se acerca a la caja y buscamos la dichosa alarma escondida en algún lugar. Y cuando no la encontramos siempre se resuelve con un: “Será alguna etiqueta, tranquila suele pasar”. También he sentido que, en ocasiones, dependiendo de cómo fuera vestida en según qué tienda me han mirado diferente y me han tratado distinto. De ignorarme por completo pensando quizás que no podría comprar nada, a hacerme la pelota como si fuera la hija de un Hilton.
La cuestión es que somos unos hipócritas. En muchas tiendas tratan diferente a la clienta aparentemente con pasta que a la que aparentemente no tiene un clavel. Tratamos diferente a la puertorriqueña mujer del médico que a la chica latina que limpia el portal de casa de la abuela. ¿Por qué? Porque somos unas racistas, algunas veces sin querer y sin saberlo, pero racistas igualmente. Digo lo de hipócritas porque a la persona extranjera que tiene pasta le damos un pase.
Sucede que a veces con pasta o sin ella hay una cuestión que viene primero: el prejuicio. A menudo hay unas cuantos prejuicios asociados a las personas extranjeras que se materializan en malos tratos y malas prácticas diarias. Por ejemplo, uno muy común, el de pensar que el extranjero es un criminal, siguiéndolo en un supermercado cuando está haciendo la compra, o agarrando el bolso en el metro cuando uno pasa o se sienta al lado.
Hoy he vivido una situación que me ha entristecido profundamente e indignado también. Este es el caso de María.
María es una mujer, negra, que entró paseando con una amiga en una conocida tienda de ropa a echar un vistazo. Cuando se disponían a salir del comercio María y su amiga se percatan de que el guardia de seguridad se dirige corriendo hacia ellas y las increpa, delante de todas las personas que entraban y salían de la tienda. Las acusa de haber roto algo, algo que ellas no han roto. María pide que llame a la policía porque no entiende nada; lo hace en un intento de ser protegida como ciudadana, ciudadana con derechos.
Al llegar la policía sucede lo contrario, sucede que no la escuchan, sucede que no la dejan hablar, no le preguntan su versión, sucede que le mandan firmar un papel que nadie le explica y que ella no entiende. Por miedo y respeto a alguien uniformado firma. En el papel pone hurto, la acusan de un hurto que no ha cometido. María y su amiga están en shock, piden por favor miren las cámaras pero nadie les hace caso. Los policías hablan entre ellos con el guardia de seguridad pero con ellas no, a ellas no las ven.
Redadas racistas
La frontera de mi barrio
En San Francisco, cualquier policía, en cualquier momento del día, puede cruzar hacia mí, pedirme la documentación, ver qué llevo en mi mochila y cachearme sin tener que explicarme nada. ¿Quién soy yo para exigir cualquier cosa, con papeles o sin papeles?
Tras tan humillante y degradante situación, María decide denunciar estos hechos, este mal trato y discriminación por parte del guardia de seguridad y por parte de los policías municipales. Es entonces cuando acude de una comisaría a otra de las policías municipal y autonómica: le mandan de una a otra dándole largas y se pasan la pelota, optando María finalmente por acudir al Juzgado de Guardia.
Creo que aunque dedicara diez mil palabras a intentar describir la situación con todo lujo de detalles, la descripción no le haría justicia, no se acercaría ni una décima parte al dolor y al maltrato a María.
Entramos por la puerta del Juzgado de Guardia, dejamos nuestras cosas en la máquina detectora, pasamos y subimos al primer piso. Llegamos a una sala de espera donde hay una oficina muy grande con muchas personas. Nos separa de ellas un cristal de esos con agujeros. Nos acercamos y somos atendidas por un señor, que nos pregunta a qué hemos venido. Le decimos que queremos poner una denuncia, y allí, delante de la gente de la sala de espera y el resto de trabajadoras, María tiene que relatarle lo sucedido.
La primera respuesta cuando María está contando los hechos es cortarla y decirnos que eso no se puede denunciar, que esto no es un hecho denunciable. Sin querer, entramos en un debate con este señor, un señor que no conocemos de nada, que duda de lo que María cuenta y nos invita a poner una queja en el ayuntamiento, pero no una denuncia porque esto, según él, no se puede denunciar. Salimos a coger aire, María está hecha polvo, la institución no la protege, la maltrata. Le han acusado de un hurto que ella no ha cometido y de paso la han humillado en público, faltado al respeto y discriminado.
Volvemos a subir, María quiere denunciar un trato discriminatorio, está decidida a hacerlo y está en su derecho. Nos atiende ahora una mujer. Esta mujer, otra vez desde la ventanilla en la sala de espera, le pide que relate de nuevo los hechos. Nos cuesta, pero finalmente accede a recoger la denuncia. La invita a pasar a una sala y yo espero fuera por orden de esta señora. Digo orden porque no son unas palabras amables explicándome que me tengo que quedar fuera, me lanza una frase con mala cara: “ella sola”. Dice alzando la manita. Me siento pequeña. Me siento ninguneada, siento que estamos haciendo algo malo.
María entra, cuenta los hechos y sale. Al salir leemos juntas la copia de la denuncia que ha redactado la señora, pero no recoge lo que María quiere denunciar, solo recoge los hechos pero selectivamente. No habla de la humillación, ni de la falta de respeto, ni de la discriminación, ni de la no escucha por parte de la policía. No habla de nada. Volvemos al mostrador a pedir por favor que esto se recoja. La señora nos increpa, discute lo que María le cuenta, la pone en duda. Dice alzando la voz: “A ver si nos aclaramos”. Me increpa a mí por hablar por María, aunque intento explicarle que a veces relatar algo así en un idioma que no es tu lengua materna puede resultar complicado. Podéis imaginaros además que, si la persona que está recogiendo tu testimonio te hace preguntas que dudan de ti, de tu credibilidad y te habla como si fueras una niña, la situación es hostil y una puede ponerse nerviosa al relatar lo sucedido. La institución es hostil y no está protegiendo a María, la está maltratando.
La institución, la ley, no ha protegido a esta mujer, la ha maltratado.
La señora nos dice que no tiene todo el día. Nos levanta la voz. Nosotras somos pacientes, no nos alteramos, insistimos en el derecho de María a denunciar. Le pregunta a María que qué quiere añadir y en ese momento yo le pido intimidad, la sala de espera no me parece un lugar adecuado para recoger una declaración o una denuncia. En ese momento la señora se pone a caminar hacia el cuartito donde le tomó la primera declaración, le hace pasar agitando la mano, diciendo “Venga tira, tira, venga, venga”. Esto está siendo surrealista, pienso. Me imaginaba yo esta situación con mi madre, por ejemplo, y pensaba ¿esta señora le diría a mi madre “tira, tira”?
Ya no me aguanto, le pido por favor que nos respete, le intento decir calmadamente que María se merece que la hablen con respeto, que tiene derechos y ella no puede hablarnos así. Me cierra la puerta en la cara, literalmente, cierra la puerta en mis narices.
No podéis imaginaros la agresividad de la situación y de sus palabras. La agresividad de sus gestos, de su tono de voz elevado, infantilizando a María. Yo, escuchaba desde fuera, porque la señora la hablaba como si fuera sorda además de extranjera. María una vez más contó todo, con detalles, con muchos detalles. Por cuarta vez en el Juzgado de Guardia contó todo lo sucedido. Esta vez la denuncia recogía un poco más ampliamente los hechos y reflejaba algo lo que María quería denunciar.
Salimos de allí abatidas, fue terrible. La institución, la ley, no ha protegido a esta mujer, la ha maltratado.
¿Esto también les pasa a las señoras del Ensanche? Comento todo con mi madre, yo soy muy de contarle todo. Pregunto a mis amigas, pregunto en mi entorno, si alguna vez les han parado en una tienda, o han pitado al salir, y si les ha sucedido si les han tratado así. Todas las mujeres de mi entorno dicen haber experimentado el pitar y a ninguna la han humillado de esta manera; a mí tampoco, ni a mi madre, ni a las madres de mis amigas. Un guardia de seguridad no hablaría con semejante irrespetuosidad a una señora, como María, pero blanca. Tampoco nos habría hablado así el señor del juzgado, ni la señora, no le habría hablado como a una niña que se ha portado mal en el patio, ni le hubiera llamado con la manita como a un perro, ni le hubiera puesto en duda. No, no hubiera pasado. No hubiera pasado porque no se hubiera puesto en marcha el prejuicio, el dar por hecho que María sí cometió ese hurto. Pero a María la discriminaron, la discriminaron por ser negra.
Esto que os cuento por desgracia es el pan de cada día de mucha gente. “No te lo tomes como algo personal”, me decía un compañero. Es verdad, no lo es, es racismo institucional. Es ese monstruo hecho administración, hecho institución, hecho ley, hecho personas que perpetúan el maltrato y la vulneración de los derechos humanos.
María no nació en el Ensanche. Pero aunque lo hubiera hecho, el guardia de seguridad la hubiera tratado igual, porque bilbaína o no, nacional o no, del Ensanche o de Rekalde, su color de piel activó el prejuicio.
Ojalá María hubiera sido protegida, ojalá.
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Ahora bien, para cambiar estos prejuicios lo fundamental es la educación. La educación en casa principalmente y pero también en la ikastola. La mayoría de las situaciones de discriminación son por desconocimiento, miedo, mentalidad cerrada... Sin embargo, todos somos iguales, aquí y en cualquier parte. Todos somos personas.
Y a quién relata, también la tratan mal: cerca la puerta en la cara... no es muy educado, no, es cuestión de educación y respeto.
Es como en la serie Unbelievable. Si topas con alguien con prejuicios estás jodida, independientemente del color de tu piel, porque también pasa según el nivel sociocultural