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Hang in there while we get back on track
Esto empezó a ponerse raro hace ya tiempo. Todavía no se había implantado el euro y ya sonaban las alarmas. Pásmense: antes del año 2000 se vendían más libros nacionales que discos nacionales. Dado el volumen de ventas de ambos artículos en nuestro país, era para que los jóvenes más avispados y, al mismo tiempo, los menos llamados por dios al camino artístico en cualquiera de sus variantes, empezaran a pensar rápidamente en una salida alternativa y como más concreta. No sé: una plataforma digital, una publicidad digital, un periodismo digital… o, mira, la política. También digital.
En esos años, asistimos a la destrucción de la industria discográfica y todo lo que la rodeaba. Entraron los ejércitos de internet y las descargas gratuitas de archivos muy comprimidos de música, mediante programas P2P como Napster o Audiogalaxy, de los cuales éramos una potencia mundial en consumo. Asistimos a las famosas campañas de la SGAE contra el top manta, vimos a populares cantantes acusando poco menos que de terroristas a los manteros. Y las autoridades, que no sabían, no contestaban… En fin, un poco como les pasa ahora a los taxistas (que se bajaban filmografías enteras desde Emule de forma muy democrática, como cualquier español o española de bien que, en otro caso, jamás se hubiese sentado delante de un ordenador más de diez minutos), cuando han visto que lo suyo también lo puede llevar una app de internet, y sus protestas han recibido la misma respuesta que los afligidos disqueros y sus representados. Ninguna. La tradicional política de “eso se irá resolviendo solo, con el tiempo, y sálvese quien pueda”.
Música sin soporte físico
Tras la debacle, las cifras han empezado a dar ciertos resultados positivos, pero el sistema ha sufrido tal cambio radical que no lo reconoce ni Miguel Bosé, que nos tiene un poco preocupados, por cierto. La producción y distribución musical han tenido que reajustarse de forma totalmente nueva. Suena diferente, pocas veces tiene un soporte tangible, igual que los artistas y el público: todos forman parte de la misma corriente, cómo decía el filósofo, “líquida”. Salvo un grupo de estrellas muy consagradas, el resto produce a la vez la música, la escucha, se informa, lee y escribe a través de internet. Ya no hay distancia entre creador y oyente. Toda la música (vale, casi toda), y su correspondiente información (imágenes, vídeos, documentales, textos), está disponible para cualquiera con una conexión a internet, algo que era completamente impensable hasta no hace mucho tiempo.Es lógico que la televisión no tenga la más mínima intención de dedicar un solo programa para promocionar a los grupos e intérpretes actuales o, como hacía veinte o treinta años, invertir en espacios didácticos. Todo eso es innecesario, porque la gente lo puede ver en YouTube o donde quiera. Pero es triste, de todas formas, que la televisión estatal solo aproveche su valioso archivo para explotar la vena nostálgica con un espacio pretendidamente irónico que muestra vídeos cortados para solaz no se sabe de quién.
Con respecto a los nuevos músicos, tienen que buscar otro camino, que pasa por la autogestión de discos y conciertos, participación en esos festivales orientados al turismo, visibilidad en la plataforma de streaming más utilizada, Spotify, y la casi certeza de que, una de dos, o te especializas en un género que tiene una respuesta medianamente segura (flamenco, jazz, funk… que puede ofrecerte cierta continuidad) o que si haces poprock, vas a sufrir los rigores del precariado, como el resto de las personas españolas. Salvo pelotazo casual y determinación posterior ya en voluntad sobrenatural tuya y de unos agentes por seguir en lo más alto.
Luego, la crítica. Están los que se resisten a perder los privilegios de años por un derrumbe de nada del sistema y siguen ahí, explotando conceptos e ideas más quemados que el bolso de caballero, o estos otros que venden conceptos musicales muy antipáticos para su público, pero con su dimensión social y todo (esa música que ha estado ahí toda la vida, por ejemplo, la rumba de suburbio o la baladas de feria ambulante, que parece que las ha descubierto una sensible generación de escritores que antes no salían del postpop más exquisito). Por cierto, la legión de seguidores del trap o el reguetón no leen estas reflexiones, ni falta que les hace. La elitización o apropiación de la música popular para otros fines, esa sí que es antigua.
Por último, está lo de los soportes. Cuando reaparecieron los vinilos en las grandes superficies. No los vinilos antiguos, sino reediciones de discos que en su mayoría ya habían sido remasterizados para su versión en formato digital y que, ahora, con ese sonido del CD o el MP3, volvían a una edición en plástico de 180 gramos o más (esto lo señalan mucho) y, por supuesto, con precio acorde al peso. Luego vino la sorpresa de verlos con las portadas colocadas de frente en estanterías ad hoc, en lugar de estar almacenados en cajones o de canto, como los libros. Este fenómeno de lucir el disco con la portada en un mueble lo vimos por primera vez en un reportaje de la casa de una famosa, con lo que, bueno, podía pasar por una extravagancia de esta clase de personas. Pero poco después nos lo encontramos en la calle, en algunos comercios donde tenías que averiguar qué era exactamente lo que vendían allí, si música, ropa, objetos de decoración o el espacio en sí, quizá para derivas artísticas o simposios sobre la mujer y algunas cosas ligeramente relacionadas.
La música como mero objeto de coleccionismo, y en estas condiciones, se la puede permitir muy poca gente. En España tenemos un concepto muy pobre sobre ella: como hilo musical para el ocio y poca cosa más. Pero como bien cultural está en todas partes y podemos utilizarla como nos guste. Los que la queremos.