El día que Rat Girl visitó a Kristin Hersh

Tras un accidente en 1983, Kristin Hersh comenzó a escuchar sonidos dentro de su cabeza. Para exorcizarlos necesitó traducirlos en canciones que no escribe ella, sino que la escriben a ella.

Kristin Hersh
Kristin Hersh, la voz bipolar de Throwing Muses.
16 mar 2018 07:00

Dentro de la liturgia pop, el acto surgido de mentes alucinadas siempre ha tenido un plus para la divinización. De las cábalas lunáticas de Joe Meek a los espasmos lisérgicos de Brian Wilson, el tobogán que funde desapego terrenal y filtro artístico ha proporcionado momentos que desafían la comprensión de lo que siempre debería ser contemplado con celo: el misterio, ese algo inexplicable que deviene en genialidad.

La misma que, desde muy joven, desarrolló Kristin Hersh, la voz bipolar de Throwing Muses. Una historia que arranca en el amanecer de los años 80, cuando su grupo vivía la típica fase de autodescubrimiento de toda banda underground norteamericana de aquella época.

Sus primeros temas destilan inmediatez pop, incluso resultan divertidos. Están emparedados entre el brío new wave y la ejecución lo-fi. Pero la diversión pronto se verá truncada.

Un día de 1983, Kristin monta en su bicicleta. En un instante, es atropellada por un coche. La colisión es brutal. Incluso para una chica ruda del sur como ella. Su cabeza golpea contra el pavimento. Su pierna izquierda se ha roto en pedazos. Pierde mucha sangre.

En ese momento, pensó: “Mi única preocupación era que, como mi pierna estaba partida por la mitad, tenía el pie debajo de la pierna. Cuando la levanté, estaba rota justo en el centro de mi espinilla, por lo que había un hueso sobresaliendo, sin pie en el extremo. Creía que había perdido mi pie. Mi primer pensamiento fue ‘ya no podré estar en una banda’. Lo cual es falso, ¿por qué no? Eso no tiene ningún sentido, pero por alguna razón pensé que no podría estar en una banda sin un pie y eso realmente me asustó, así que me puse a buscarlo. Lo encontré y me lo coloqué de nuevo para que nadie pudiera decir que ya no podría estar en mi banda”.

Finalmente, no perdió su pie. Su cabeza tampoco. En una fotografía tomada en aquellas largas jornadas de hospital, un médico aparece ayudando a Kristin a caminar sobre la muleta. Su mirada está totalmente perdida en el dolor, los dientes apretados, un resoplido contenido. La mueca en su rostro es la imagen de alguien que está buscando la siguiente escena, sea cual sea.

Después del accidente, Kristin comienza a escuchar sonidos dentro de su cabeza. Al principio, cruzan su mente de forma mecánica, industrial. Surgen como trozos de un rompecabezas que ella tiene que componer. En primer lugar, brotan en forma de crujidos metálicos, murmullos incómodos. Voces internas malvadas que trata de reprimir, pero no puede. Entre el caos, divisa los perfiles del bajo, la guitarra, la batería, la melodía. Cada sonido es una pista musical cada vez más definida. Circunvalan en su cabeza en un bucle sin meta de llegada. Las canciones emergen en visiones auditivas con colores. Una condición neurológica conocida como sinestesia.

El dolor es horrible. Kristin se desvanece con la ayuda de drogas psicoactivas como el litio. Su mente es una cárcel de ruidos que busca alivio en el contorno de una canción. Solo hay una solución: ponerlos en libertad condicional. Y para ello tiene que proporcionarles forma concreta. Como reconoció en una entrevista para The Guardian en 2011: “Tan pronto como le doy a una canción un cuerpo en el mundo real, deja de sonar en mi cabeza y respiro con alivio, en un silencio precioso”. En ese preciso momento, las canciones se vuelven una entidad separada.

De este fin, Kristin desarrolló una personalidad alternativa, Rat Girl. Los extremos de su mente consciente habían sido desligados. La música no es su terapia. Es su enfermedad. Un demonio en si mismo. Su sueño de ser científica había terminado antes de comenzar. La música es la única solución para curar los dolores que le atraviesan la mente.

Kristin discierne los sonidos y los traduce en un vocabulario propio. Gramática de supervivencia. No escribe canciones, estas la escriben a ella. Cada vez que llega un nuevo tema, desencadena un impulso suicida. “Su naturaleza enojada y nerviosa reflejaba el sonido dentro de mi cabeza”, dijo Kristin sobre sus primeras canciones. “Delicate Cutters” nació en ese momento de confusión. Le canta a su otro yo, que habita en el dormitorio de su mente. La escena se quiebra en poesía trémula.

Tres años después del accidente, “Delicate Cutters” será el epílogo de Throwing Muses (1986), el álbum de debut del grupo. Es la única canción acústica, la única con Kristin en solitario. Se escucha a sí misma, tratando de discernir una barandilla que conecte los polos extremos que avivan su confusión.

Su objetivo no difiere del utilizado por escritores del siglo XIX como Charlotte Perkins Gilman en The Yellow Wallpaper. En esta historia, Gilman retrata la locura del narrador a través de la literatura gótica.

Un método que también utilizó el grupo Slint en “Don Aman”, donde se describe la experiencia insoportable de un individuo observándose desde fuera de sí mismo. O “Flat of Angles” de The Fall, donde Mark E. Smith adapta “Cool Air”, un relato de H.P. Lovecraft, descontextualizado dentro del estado de paranoia de Mánchester, una ciudad donde el miedo surge a la luz del día.

Para Kristin, el tránsito de la canción se mueve en círculos. Comienza en ella y termina con ella misma. Talla las palabras con tremor. Resuenan como dos voces siamesas colisionando. Es la manifestación más vívida de su enfermedad mental. Los versos nacen del pavor a que emerja un fantasma. Podría ser un cuento de Edgar Allan Poe, pero no es así. Es real. Escalofriante. Kristin describe con exactitud telúrica la visita diaria de Rat Girl.

Los siguientes versos son casi impúdicos. Kristin está luchando consigo misma. El toque de su guitarra tiene párkinson. Ya no canta; hace equilibrismo sobre sus cuerdas vocales.

Si hay una aparición que Kristin necesitó expulsar de su cabeza es “Delicate Cutters”. Una vez, le preguntaron cómo podría soportar cantarla: “¿Cuál es la alternativa? ¿Tenerla en mi cabeza y no dejarla salir? Nadie podría sobrevivir a eso”.

Tres años después de su venida, “Delicate Cutters” tuvo un nuevo propósito: ser el último peldaño de Throwing Muses, el que cierra el capítulo más oscuro de la vida de Kristin, que precede a su deslumbrante reverso: cuando, con 20 años, da a luz a su hijo Dylan.

En 1986, Kristin se quedó embarazada, fue diagnosticada con bipolaridad y esquizofrenia y firmó con 4AD, donde concibió un surtido impactante de canciones matriosca. Una dentro de otra. Purgatorio y paraíso. La exposición del mapa de grutas mentales que comenzaron a expandirse en 1983 tras su accidente de bicicleta. El día en que Throwing Muses se convirtió en el receptáculo de un sonido tan fascinante como turbador.

Cargando valoraciones...
Ver comentarios 2
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra en tu cuenta.

Relacionadas

Cargando relacionadas...
Cargando portadilla...
Comentarios 2

Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.

Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!

Cargando comentarios...