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1968 fue el peor año de la historia del rock. De acuerdo, estoy exagerando a sabiendas. Pero está tan extendida la especie de que 1967 fue el mejor año de la música popular contemporánea, que no queda más remedio que preguntarse qué demonios ocurrió al año siguiente. En 1967 se publicaron maravillas como el Sgt. Pepper’s, el primero (¡y el segundo!) de The Doors, The piper at the gates of dawn de Pink Floyd, Forever changes de Love, Younger than yesterday de The Byrds, The Velvet Underground and Nico…
De hecho, en mi discoteca tengo más álbumes de 1967 que de 1968. También de 1966, que en los debates internos entre mis hemisferios cerebrales compite con 1967 en cuanto a excelencia (¡Revolver! ¡Pet sounds! ¡Face to face! ¡Blonde on blonde!...).
No es que se publicaran malos discos en 1968. Pero sí que me da la impresión de que fue un año de indefinición en el campo musical. De indefinición y, en cierto modo, de retroceso: hasta entonces parecía que el rock (que apenas tenía década y pico) no había hecho más que evolucionar, y se había convertido, sin perder caudal subversivo, en algo más complejo y respetable (desde el punto de vista artístico). 1968 supone, desde ese punto de vista, un parón, y la siembra de algunas semillas poco prometedoras para el futuro. Lo que no deja de tener su ironía, justo en el año en que estalló (y fracasó) la última revolución producida y emitida desde el mundo capitalista industrializado.
Intentaré explicarme.
Está el álbum blanco de The Beatles, por supuesto. Con canciones estupendas, icónicas, que miran hacia el futuro (Siouxsie nos enseñó que “Dear Prudence” fue la primera canción del rock gótico). También con bastante relleno, y dando el pistoletazo de salida a la infausta moda de los álbumes dobles. Pero, sobre todo, es un intento de back to basics, de recuperar el espíritu supuestamente perdido del rock’n’roll primigenio: ya estaba naciendo el revivalismo. Y está “Revolution”, cómo no: una reivindicación del reformismo, qué cosas, el mismo año en que se estaba fraguando la revolución (habría sido una estupenda banda sonora para nuestra Transición, si el nivel de inglés patrio hubiera sido un poco mejor y Jarcha no se hubiera llevado el gato al agua con “Libertad sin ira”).
Los Stones, siempre más oportunistas, se adhirieron algo mejor a l’esprit du temps gracias al sencillo “Street fighting man”, cuya censura en algunas radios estadounidenses, por su supuesta incitación a la violencia, encantó a Mick Jagger: “La última vez que nos prohibieron un disco en América vendió un millón de ejemplares”. Viva la Revolución, sí señor. Pero el disco grande que contenía el single, Beggar’s banquet, era también un cierto regreso a los orígenes, tras los devaneos psicodélicos previos; una vuelta en la que forjaron el sonido que sería la base de lo que continuaron haciendo… durante las siguientes cinco décadas (de momento).
En ese sentido, ¿puede considerarse una casualidad que un grupo con un nombre tan revelador como Creedence Clearwater Revival publicara su primer elepé aquel año? ¿O que Elvis Presley, después de su funesto paso por el cine, oficializara su “regreso al rock’n’roll” en el famoso programa de televisión de la NBC de noviembre? (Enseguida, a principios del año siguiente, grabaría su canción comprometida: “In the ghetto”. Por cierto: 1968 es también el año de At Folsom prison, el directo social-carcelario de Johnny Cash).
Más. The Byrds se deshacen del pobre David Crosby (al que no le habían dejado publicar “Triad”, una canción poliamorosa, por considerarla demasiado atrevida), se alían provisionalmente con Gram Parsons y diseñan, en Sweetheart of the rodeo, lo que será el country-rock. A mí, qué queréis que os diga, me parece un retroceso, no solo por lo que significaba el country en aquella época (no era el estilo musical más progresista del mundo, que se diga), sino en comparación con lo que habían hecho The Byrds antes: nada menos que inventar el folk-rock, primero, y la psicodelia, después. Crosby se encuentra, aquel mismo año, con Stills y con Nash, y enseguida empezarán a cocinar, junto a gente como Joni Mitchell y James Taylor (que publicaron sus primeros álbumes en 1968), la banda sonora para que los nostálgicos de la revolución que nunca hicieron pudieran ir envejeciendo con más o menos dignidad, a partir de los años 70.
Pink Floyd también echan a su hasta entonces motor creativo, Syd Barrett, a principios de 1968, abriendo el camino hacia su lenta pero segura dinosaurización. Aquello hacia lo que empezaron a derivar, paradójicamente, se denominaría rock progresivo (nuestro rock sinfónico de toda la vida, vamos), y el 68 fue también su punto de partida. A finales de año se publicará, por otra parte, S.F. Sorrow, de The Pretty Things, que suele considerarse el primer ejemplo de ópera-rock (The Who ya estaban preparando la pretenciosa Tommy).
Y hablando de británicos, ¿qué hacían The Kinks, otros de los ídolos de los mods y el sonido más beat? Sacar The Kinks are the Village Green Preservation Society, su disco más retro y campestre, una mirada tan irónica como nostálgica sobre lo británico: “Ayúdanos a salvar a Fu Manchú, a Moriarty y a Drácula / Que Dios proteja las tiendas pequeñas, las tazas de porcelana y la virginidad” (que conste que me parece una de sus mejores obras, eh. Pero es que estamos en 1968, el año de etc.).
De acuerdo: también es el de Lady Soul, una de las cumbres discográficas de Aretha Franklin, y de la canción “(Sittin’ on) the dock of the bay”, de Otis Redding, un indiscutible paso adelante… que se publica póstumamente (Redding había muerto en diciembre de 1967 en un accidente de avión). En todo caso, posiblemente fuera en el campo de la música afroamericana donde se estaban dando los cambios más significativos: Sly & The Family Stone avanzaban como una locomotora desde el soul y la psicodelia hacia el funk con sus singles y álbumes de aquel año, tal y como lo estaba haciendo James Brown (que publicará en 1969 el muy explícito Say it loud - I'm black and I'm proud), pero lo cierto es que la explosión del nuevo estilo musical no ocurriría hasta algo después, más cerca de la frontera de la siguiente década; algunos de los discos emblemáticos que unieron R&B y conciencia afroamericana, el Curtis de Curtis Mayfield y el What’s going on de Marvin Gaye, no llegarán, respectivamente, hasta 1970 y 1971, por ejemplo, al igual que el emblemático There’s a riot goin’ on de los ya mencionados Sly & cía.
Algo parecido puede afirmarse de los “duros del barrio”: no es que su semilla germinara inmediatamente... The velvet underground publican en 1968 su álbum menos amable, es decir, el más Velvet, White light/White heat (en su sorprendente debut del año anterior había todavía demasiadas guitarras cristalinas, demasiadas concesiones a la galería)… e, inmediatamente, Lou Reed bota a John Cale, dando carpetazo a la formación clásica de la banda. Y MC5 y The Stooges ya están en marcha, aunque no sacarán disco hasta el año siguiente. En cualquier caso, tendrán que pasar casi diez años para que todo aquello empiece a trascender de alguna manera, con la explosión punk: en aquel momento tenían mucho más predicamento, para qué engañarnos, los excesos guitarreros de Cream o Jimi Hendrix, es decir, la domesticación del blues vía virtuosismo desatado.
Las revoluciones, en campo musical, no tienen por qué ser coetáneas a las político-sociales: el krautrock, que muchos consideran consecuencia del 68 alemán, se desarrolla los años posteriores, sobre todo a partir de 1970…
Lo sé: me estoy dejando en el tintero a Francia… Pero es que esto se titula “el peor año de la historia del rock” y yo (ya les avisé a los de El Salto) estoy demasiado colonizado por la cosa anglosajona.
En todo caso, como buen progrepijo, me fío de la revista Les Inrockuptibles (que es como el Rockdelux, pero en semanal y un poco más jacobina y feminista, a veces) cuando afirma que no parece que, exceptuando el caso de algunas figuras de la chanson como Léo Ferré, tuviera un impacto muy inmediato sobre la música del momento. Quizá porque, como opina J.D. Beuvallet, “es como si mayo del 68 hubiera sido una cosa demasiado seria para mezclarlo con la cultura pop, como si los insurgentes hubieran considerado el rock como una invención imperialista que mantener a distancia”. ¿Se puede atisbar un eco rebelde en “Bonnie and Clyde”, el exitoso dueto entre Serge Gainsbourg y Brigitte Bardot sobre la famosa pareja de bandidos sociales? Va a ser que no.
¿Y en España, qué? Puede que su 68 musical venga bien definido por el affaire “La, la, la”, canción compuesta por el Dúo Dinámico (peligrosos agentes del comunismo internacional), que iba a interpretar en un principio Joan Manuel Serrat (recalcitrante separatista mediterráneo), pero que acabó en manos de Massiel (topo de la oposición al régimen), y gracias a la cual ganó (cantada en español en vez de en catalán) el festival de Eurovisión (entonces, y ahora, escaparate del pop más vanguardista y rompedor), apuntalando un poco más, si cabe, la aceptación en el bloque occidental de la España franquista. La victoria se acogió como un triunfo “nacional” en medio del boom turístico, y no era para menos, tal y como estaban las cosas (oposición estudiantil, huelgas obreras, estado de excepción en el Norte…).
Ahí están prefiguradas, en cierto modo, dos de las líneas que marcarán la evolución de la música popular en España durante la siguiente década y pico: la de los cantautores (recuérdense los conciertos de Raimon de aquel año, o la sorpresiva aparición de Paco Ibáñez cantando “Aceituneros de Jaén” en TVE… a la que no volvería, desde luego, hasta la Transición) y la del pop de consumo (aquel año, ejem, fue el del debut musical de Julio Iglesias en el festival de Benidorm: qué más se puede añadir…). Ya sabemos cuál de las dos se impuso a partir de principios de los años 80.
En Euskal Herria las cosas, diría yo, evolucionaron en otro sentido. El ye-yé euskaldún, que había coexistido con el renacimiento folk que se impulsaba desde colectivos como Ez Dok Amairu, queda arrumbado por este: a partir de este momento, en medio del recrudecimiento de la represión policial, los primeros asesinatos de ETA y el proceso de Burgos, la música popular en euskera será comprometida, o no será, mientras que el pop intrascendente vasco estará, salvo contadas excepciones, cantado en castellano (es una división que, en rasgos generales, se prolonga por lo menos hasta los años 80, en dicotomías como RRV/Donosti Sound…). Es en 1968, por ejemplo, cuando los cantautores Pantxoa eta Peio se encuentran con el político nacionalista Telesforo Monzón, que al año siguiente les proveerá de la letra de “Itziarren semea”, la canción anti represiva vasca por excelencia, con su denuncia de la tortura; y en 1968 se forma (oh, cielos) Mocedades, que también debutarán enseguida en disco (visto con perspectiva histórica, quizá nos habría venido mejor un poco más de pop en euskera ya desde aquella época… Solo un poquito, tampoco hay que pasarse. De acuerdo, es una tara mía: soy un popero).
En todo caso, aparte quizá de las obras de Lourdes Iriondo (el elepé Kanta zaharrak y, sobre todo, el ep que contenía la canción “Ez gaude konforme”: “Jóvenes, somos jóvenes/ y no estamos conformes…”), el año en sí mismo no produjo obras históricamente significativas: es como si “el peor año de la historia del rock” hubiera sido, también en el País Vasco, más bien de transición, en lo musical.
Puede que las coyunturas revolucionarias no sean las más propicias para la música. Pese a que, sin duda, dejen huella en su evolución.
Aunque también puede que esté exagerando, claro.
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Interesante artículo aunque es un verdadero disparate lo que opinas de un grupo esencial en la evolución del rock como es Pink Floyd. Hay que aclarar que los Floyd no tuvieron más remedio que echar a Syd Barret del grupo, y todo ello conscientes de que fue su líder y fundador, y de que fue el verdadero genio creativo en los primeros años de la banda. Todo ello muy a su pesar, como bien reflejan las letras de su obra maestra Dark Side of The Moon.