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Libertades
No agonicemos, organicémonos
No debemos nunca dejar de preguntarnos sobre el precio que estamos dispuestas a pagar por formar parte de esta civilización y de las instituciones masculinas que la dirigen.
Es nuestro deber —escribía Virginia Woolf en Tres guineas— pensar: ¿qué sociedad es ésta en la que nos ha tocado vivir? ¿Qué significan estas ceremonias y por qué tendríamos que participar en ellas? No debemos nunca dejar de preguntarnos sobre el precio que estamos dispuestas a pagar por formar parte de esta civilización y de las instituciones masculinas que la dirigen. Estas palabras resuenan hoy en día con un renovado vigor.
Es necesario que pensemos siempre en contra de nuestro propio tiempo, sobre todo ahora que nos hallamos recogiendo los trozos de un sueño roto: la primera mujer elegida para la presidencia de los Estados Unidos. Como ha escrito Donna Haraway en Facebook: “Sí, pensé que habríamos luchado juntas en el contexto del gobierno neoliberal y parcialmente progresista de Clinton. Pensé que el cambio climático y tantas otras cosas más habrían seguido siendo temas centrales. (...) Pero ahora deberíamos unirnos para combatir el fascismo, el racismo desatado, la misoginia, el antisemitismo, la islamofobia, la anti inmigración y tantas cosas más. Siento que mi corazón se rompe y se radicaliza”. Sí, la palabra clave es reradicalizarse. Superar este fracaso traumático, aprender de nuestros errores y de los de los otros para desarrollar una nueva práctica política.
Derrida, por otro lado, nos recuerda el carácter suicida de la democracia. Yo partiría desde la constatación de que la democracia en sí misma no nos salvará, no en una fase histórica de ascenso de nuevos populismos. La victoria de un misógino, inútil, machista y peligroso racista como Trump hace más que nunca evidente la vulnerabilidad y los límites de la democracia representativa. Asistimos a una nueva imposición de las retóricas racistas de la política de la urgencia y de la crisis, Trump se ha hecho eco de la sensación de inseguridad extendida en las clases más pobres americanas. En los albores del tercer milenio Bush tenía una estrategia muy similar. Claro que el retorno del populismo presenta importantes elementos de novedad que han de ser investigados con urgencia.
Los populismos —de derechas o de izquierdas— equivalen unos a otros. En la derecha, las denominaciones abstractas de la noción sacralizada de autenticidad cultural han sustituido las retóricas de la sangre y la tierra. En la izquierda, las clases devastadas por el declive económico y la austeridad han autorizado la expresión pública de la rabia de los blancos, la mayoría de ellos hombres. Comportándose como una etnia urbana en peligro de extinción, producen formas feroces de populismo ultranacionalista. Hacen de su sentido de vulnerabilidad un verdadero caballo de batalla, como si las únicas heridas que importaran fueran las suyas. Estas heridas causadas a las clases más vulnerables han sido interpretadas como un desencanto político posideológico, pero no se puede decir que el populismo de izquierdas no sea igualmente misógino y xenófobo. Yo me opongo rotundamente a ambas versiones: todos los populismos giran en torno a la supremacía masculina y a la blancura. Sólo hace falta observar el apoyo entusiasta que un intelectual como Žižek ha dado a Trump en los cruciales días que precedieron a las elecciones.
Los manipuladores utilizan a las personas migrantes y a cualquier “tipo” de subjetividad como chivos expiatorios. Referirse a tales líderes nacionalistas significa reproducir lo que Deleuze y Guattari llamaban microfascismo. Y hay microfascistas tanto en la derecha como en la izquierda. Desde un punto de vista filosófico, no puedo dejar de interpretar estas elecciones a través del Nietzsche de Deleuze: estamos en el régimen político de la posverdad, alimentado por pasiones negativas como el rencor, el odio y el cinismo. Como profesora, considero que mi tarea es combatir con los instrumentos críticos del pensamiento, de la educación, pero también de la resistencia política: no solo en las clases, también en esfera pública.
Como filósofa considero imprescindible llevar a cabo una crítica de los límites de la democracia representativa, a partir del spinozismo crítico y de la experiencia histórica de los feminismos. No podemos estancarnos en el antagonismo, no es suficiente la fe en la dialéctica de la historia, debemos elaborar una política de inmanencia y de afirmación, que requiere cartografías políticas precisas de las relaciones de poder a las que nos vemos sometidas. Debemos reradicalizarnos in primis nosotras mismas.
Siempre he sostenido que el dolor y la violencia conducen al inmovilismo, no son precursoras de ningún cambio. Tras la victoria de Trump estoy todavía más convencida: urge encontrar formas fértiles de oposición, capaces de generar políticas concretas. Trump representa el precipicio de negatividad de nuestro tiempo, necesitábamos cualquier cosa menos su victoria. Pero pregunto: ¿y ahora? Estamos en contra de la alianza entre neoliberalismo y neofundamentalismo que hoy Trump, como ayer Bush, encarna plenamente. Pero debemos recordar qué queremos, qué es lo que deseamos construir como alternativa. Debemos saber quién y cuántas somos nosotras y nosotros.
La respuesta, y la reacción a estos fenómenos, pasa por la construcción colectiva de prácticas unidas a la ética de la afirmación de alternativas compartidas y situadas. ¿Somos capaces de imaginar prácticas y teorías políticas afirmativas, de crear horizontes sociales de resistencia? ¿Qué instrumentos necesitamos para no rendirnos al nihilismo y al individualismo? Tenemos de nuestro lado grandes éticas políticas: desde Spinoza hasta Haraway, desde Foucault hasta Deleuze. Tenemos prácticas: desde el movimiento Riot Grrrl al colectivo Pussy Riot, pasando por las cyborg-eco-feministas y las activistas antirracistas y antiespecistas, una cantidad innumerable de inconformistas y chicas malas reivindican autodeterminación, crean nuevos imaginarios y nuevas formas de afectividad. Estas chicas malas nos enseñan que los tipos de resistencia a las violencias y a las contradicciones del presente viajan junto a la creación de estilos de vida capaces de apoyar los deseos de transformación.
Por ejemplo hemos visto dicha potencia política en Italia, en las calles el 26 de noviembre y el 8 de marzo con la innovadora fórmula de la “huelga de género”. Y ha llegado quizás ya la hora de que la izquierda aprenda del pensamiento y de las prácticas feministas, de los movimientos antirracistas y ambientalistas. Resulta inaceptable que en 2017, como en 1996, esos supuestos intelectuales de la izquierda menosprecien la importancia de nuestras luchas reduciéndolas a políticas identitarias. Es la hora de reradicalizar la izquierda mostrándole los efectos de su propio sexismo y de su negación de la política afirmativa feminista.