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La vida y ya
Un ciervo de carboncillo

Hay personas que desde que son muy pequeñas, desde que son niñas o niños que llevan poco tiempo de escolaridad, ya tienen el convencimiento de que no se les da bien aprender. Es estremecedor. Deshacer esa convicción requiere, a menudo, muchos más años que crearla.
La historia que me contó Edu, un amigo al que veo muy poco pero con el que nos escribimos con cierta frecuencia, tiene que ver con esto. Cuando tenía ocho o nueve años hicieron un concurso de dibujos en su colegio. Él decidió participar y pintó un ciervo. A carboncillo. Un ciervo que estaba en un bosque. Él sabía que le había salido bien. Las sombras. El gesto de la cara. La cornamenta. Pero, como le solía ocurrir, lo entregó fuera de plazo.
Lo expusieron con el resto pero no había posibilidad de premio aunque él sabía que le había salido bien. Muy bien. Su dibujo había quedado fuera del concurso. Le dio rabia no haber sido capaz de entregarlo a tiempo.
Cuando descolgaron todas las obras él no recogió la suya. Habían dicho que solo se quedarían con las ganadoras y que el resto las tirarían si sus dueñas y dueños no se las llevaban. “Me da igual que la mía acabe en la basura”, pensó.
El despacho de dirección era un lugar de reprimendas. De sentarse frente a una persona con un poder que le parecía infinito
Unas semanas después le llevaron a dirección. Ya le había pasado otras veces. Por interrumpir en las clases. Por no permanecer sentado en la silla. Por vago. Nunca para felicitarle. Tenía miedo a ese espacio. El despacho de dirección era un lugar de reprimendas. De sentarse frente a una persona con un poder que le parecía infinito.
Entró. Recorrió el espacio con la mirada. Había aprendido a no caminar mirando al suelo como un instinto de protección. Como un pequeño codazo a un sistema que se empeñaba en dejar fuera a niños como él.
No tardó en verlos. Estaban allí. Los tres dibujos premiados. Y, junto a ellos, el suyo. Su ciervo en medio del bosque. A carboncillo.
Por un momento. Antes de que el director comenzase a hablar. Antes de que empezase, otra vez, a decirle que no se esforzaba nada, que era un vago, que si seguía portándose así... Antes de todo eso, pensó en decirle que ese dibujo lo había hecho él. Pensó en contarle cómo se le ocurrió la idea. Por dónde comenzó a hacerlo. Por qué le gustaba que el ciervo estuviera en ese bosque. Hablarle de cuánto tiempo había estado sentado con el carboncillo en la mano. Borrando. Repasando. Perfeccionando.
Pero no dijo nada.
Después de escuchar lo que el director tenía que decirle se dio la vuelta. Salió del despacho. Cerró la puerta. Volvió a su clase.
No supo nada más del dibujo.
Edu me dice que nunca le contó esta historia del ciervo a nadie. Y yo sé que es verdad. Sé lo que significa que desde pequeño te dejen al margen de los que sí valen.
Las profesoras y profesores ya lo sabemos. Conocemos cómo determinan su aprendizaje las expectativas que pongamos o no en nuestro alumnado . “Pero”, le digo a Edu, “gracias por recordármelo”.