Lord Byron y los luditas: no hay más rey que Ludd

Los trabajadores británicos del textil se rebelaron contra sus explotadores destruyendo máquinas.

Traducción: Gladys Martínez
20 may 2018 11:50

Londres, 27 de febrero de 1812: la Cámara de los Lores debe examinar una propuesta de ley, ya adoptada por la Cámara de los Comunes, que establece la pena de muerte por romper máquinas. Hace cuatro meses que la destrucción de telares industriales y otras máquinas usadas en la industria textil se multiplican en el norte de Inglaterra. Esas máquinas pertenecen a fabricantes, que forman una nueva clase y están poniendo en marcha lo que se llamará la Revolución industrial.

Si bien los lores, grandes propietarios de tierras en su mayoría, no sienten más que desprecio por esos ingeniosos nuevos ricos que amasan fortunas matando de hambre a sus subcontratistas y a sus obreros, a sus ojos los tejedores culpables de esas destrucciones, perpetradas de noche o en medio de un motín, no merecen ninguna piedad. Cualquier acto de revuelta de los pobres es una amenaza para el edificio social, en cuya cima se sientan los pares del reino, que se disponen, como un solo hombre, a suprimir algunas vidas obreras indóciles.

Aunque Byron no irá a arriesgar su vida a las regiones industriales en rebeldía —como sí lo hará en la Grecia insurrecta doce años más tarde—, está claro que expresa la visión de la mejor juventud de su época

Pero un hombre, el único en esta asamblea, va a oponerse. Es un joven poeta, todavía poco reputado y patizambo, y es la primera vez en ese lugar que se le escucha pronunciar un discurso, ¡y qué discurso! Se llama lord Byron y está furioso. La elocuencia de este bardo impertinente no bastará para convencer a los lores de no arremeter contra la canalla insurrecta, pero ese discurso apasionado indica que la causa de los rompedores de telares ha despertado simpatías entre ciertas mentes ilustradas. Y aunque Byron no irá a arriesgar su vida a las regiones industriales en rebeldía —como sí lo hará en la Grecia insurrecta doce años más tarde—, está claro que expresa la visión de la mejor juventud de su época; no la de los pálidos y vanos dandis corroídos por la melancolía, sino la de las almas enérgicas en busca de libertad.

En ese momento, la guerra entre Inglaterra y Napoleón causaba estragos, y el bloqueo de la isla perjudicaba a las exportaciones de productos manufacturados y a las importaciones de algodón de las colonias inglesas: el sector textil atravesaba una larga crisis, que aceleraba el proceso de mecanización de los medios de producción. Como reacción, los tundidores de lana y los tejedores crearon sociedades secretas, que organizaban incursiones contra fábricas y hacían circular cartas de amenaza y proclamaciones belicosas a menudo firmadas por un cierto Ned Ludd, personaje ficticio calcado de Robin de los Bosques.

Era, de hecho, desde el bosque de Sherwood desde donde el “general Ludd” firmaba sus misivas, cerca de Nottingham, allí donde las destrucciones de máquinas habían empezado, en noviembre de 1811, antes de propagarse a Yorkshire, principal centro lanero del país, y después a la región de Mánchester, cuna del capitalismo industrial. Duraron hasta el verano de 1812. Varios cientos de máquinas tejedoras e hiladoras fueron destruidas solo en Nottinghamshire, en defensa de la dignidad del pueblo bajo. En la región de Sheffield, las expediciones luditas contra los fabricantes se alternaron durante seis meses con las revueltas del hambre. Cuando el fabricante William Horsfall fue asesinado allí el 27 de abril, la lucha se transformó en una especie de guerrilla en las landas desoladas de los alrededores. Esos actos eminentemente sediciosos fueron posibles por las colectas forzosas de armas y de fondos entre los notables y granjeros.

El Gobierno envió a mercenarios que se comportaron como una fuerza de ocupación, y a soplones que no consiguieron nada o casi nada

El Gobierno envió a mercenarios que se comportaron como una fuerza de ocupación, y a soplones que no consiguieron nada o casi nada, pues el juramento de silencio de los conjurados tenía más fuerza que todas las presiones que ejercían los magistrados y todas las recompensas que prometían. Alrededor de Mánchester, la lucha dio un giro aún más espectacular: las revueltas sangrientas se sucedieron, así como los ataques en masa contra las fábricas y los incendios de viviendas de fabricantes.

El arte de destruir las odiosas máquinas era entonces más sencillo que hoy, pero exigía fuerza, valor y cohesión. Una banda de luditas irrumpía, casi siempre de noche, en una fábrica y destruía a martillazos todo lo que parecía una máquina. Si el fabricante era particularmente detestado, lo animaban a buscar fortuna en otra parte enviándole cartas amenazadoras y disparando algunos tiros a su paso.

En las sociedades aún tradicionales de Nottinghamshire y de Yorkshire, donde todo el mundo se conocía, la organización de las acciones exigía el más estricto secreto, sobre todo porque el menor sabotaje podía llevar a la horca. En la aglomeración que se formaba en torno a Mánchester, recientemente poblada por el éxodo rural, los pobres estaban listos para el enfrentamiento.

El sistema de la fábrica engendraba un proletariado urbano, y la lucha de clases se desarrollaba a la vez que renacía la oposición llamada “jacobina”, es decir, democrática y heredera de los principios revolucionarios de Tom Paine y William Godwin.

Esta ola de destrucción de máquinas, única en la historia por su amplitud y su duración, era ante todo una lucha contra los fabricantes

Esta ola de destrucción de máquinas, única en la historia por su amplitud y su duración, era ante todo una lucha contra los fabricantes, más que una serie de actos desesperados cometidos por odio a la innovación técnica, incluso si esta se percibía, por el uso que hacían de ella los capitalistas, como “satánica”, pues le quitaba el pan de la boca a los artesanos y confiscaba la vida entera de los obreros. En el textil, la mano de obra era mayoritariamente femenina e infantil y, por tanto, todavía peor pagada.

Así, el artesano arruinado por la competencia de la fábrica o por la bajada de los precios que le imponían los negociantes no tenía más opción que hundirse en el desamparo. Bien se encontraba en el paro, es decir, abocado a la miseria absoluta y al encierro en uno de esos siniestros talleres-prisión donde se hacía trabajar a los pobres alimentándolos de engrudo y de sermones, bien debía decidir trabajar por un precio miserable en una fábrica. En esas sombrías y ruidosas edificaciones, el grado de explotación era cercano a la esclavitud, desarticulando la vida familiar de los asalariados atrapados por la fábrica como en las fauces incandescentes de un nuevo Moloch. Es esa brutalidad de la sacudida provocada por la introducción del maquinismo y del asalariado lo que explica la violenta resistencia de las poblaciones hasta ese momento más bien apacibles.

Lucha desigual

Las leyes represivas votadas contra la opinión de Byron no hicieron, en un primer momento, más que atizar el resentimiento de los tejedores entregados a la rapacidad de los fabricantes y a la opresión de las milicias patronales. Pero la lucha era demasiado desigual y las fuerzas del orden acabaron por triunfar sobre los rebeldes. Apoyados por miles de soldados, los magistrados, todos salidos de las clases poseedoras, hicieron detener a algunas decenas, para dar ejemplo, y encarcelar o deportar a Tasmania a varios cientos.
En el folclore de las regiones en las que los luditas hicieron más destrozos, su memoria es aún vivaz y encarnan la resistencia popular más que la negación del progreso

En el folclore de las regiones en las que los luditas hicieron más destrozos, su memoria es aún vivaz y encarnan la resistencia popular más que la negación del progreso. La innovación tecnológica cuyos efectos padecieron no era para nada una mejora para el pueblo bajo, pues aniquilaba su vida social y lo reducía a la servidumbre. Además, este bello “progreso”, completamente orientado al máximo beneficio, solo beneficiaba a una nueva casta de explotadores y a los bancos que les adelantaban el capital necesario. Las sombrías décadas que siguieron a la derrota de los luditas (y al fin de la cultura comunitaria aldeana en Inglaterra) les dieron la razón, e hicieron falta muchas luchas, sangre y lágrimas para que sus descendientes consiguieran algunas pequeñas ventajas (que la señora Thatcher y sus acólitos de la City se esforzaron por quitarles, provocando la admiración de todos los cabrones que gobiernan este mundo y lo exprimen como un limón).

La oposición democrática, formada por burgueses ilustrados y artesanos autodidactas, apoyaba generalmente a los tejedores en lucha a la vez que deploraba los ataques contra la propiedad privada que cometían los luditas. Se cuidó bien de aprovecharse de la situación casi insurreccional en el norte para fomentar disturbios en Londres o en otros lugares, aun cuando el Gobierno ultrarreaccionario de Spencer Perceval era extremadamente impopular. Perceval fue asesinado, de hecho, en mayo de 1812 por un desesperado sin relación con los luditas. Su muerte fue celebrada con bailes y fiestas en todo el país.

Pero los grandes panfletarios radicales desconfiaban de las pulsiones populares y creían en el “progreso” científico como en una divinidad racional y benéfica en sí. Lo que dice mucho sobre los desafíos del combate ludita es que fueron los poetas los que expresaron más sinceramente su simpatía por los tejedores levantados contra el futuro industrial del planeta. Algunos eran los autores anónimos de las canciones que se oían en las calles de las ciudades y pueblos del norte. Otros se volverían famosos, como Shelley, cuya obra subversiva se impregnó de esta revuelta plebeya en nombre de la vida. O Byron, cuya existencia azarosa fue, igual que sus poemas, una obra de arte. El romanticismo de Byron se encuentra tanto en su valentía, generosidad y extravagancia como en su decisión de levantar la espada contra su propia clase y declarar una guerra personal a todos los tiranos, pequeños o grandes.

El 2 de marzo de 1812, tras el voto de la infame ley, publicó estos versos amargamente irónicos en el Morning Chronicle: “Un hombre vale menos que una máquina tejedora / Y la seda se vende a mejor precio que la vida / Las horcas de Sherwood mostrarán / Comercio y Libertad prosperando sin parar… / Algunos en el pueblo han encontrado ofensivo y mezquino, / Cuando merodea la hambruna y los pordioseros se agotan, / Que una vida valga menos que un par de medias / Que la rotura de una máquina lleve a la rotura de los huesos”.

Su defensa de los luditas no era un capricho de joven poeta que busca que se hable de él. En 1816, cuando los últimos asaltos luditas habían tenido lugar y la victoria sobre Napoleón había puesto fin a la crisis comercial, Byron invocó todavía el nombre de Ludd como símbolo de revuelta y de esperanza. 

Las máquinas odiosas de hoy las conocemos: son los sistemas técnicos gigantescos que renuevan sin cesar nuestra servidumbre en nombre del dios Beneficio y conducen inexorablemente el planeta a su implosión. En cuanto a los poetas, ya es hora de que dejen sus liras y levanten sus martillos.

byron vapulea a los lores
Los propietarios de los telares mejorados han sufrido considerables daños. Esas máquinas eran para ellos ventajosas en el sentido de que eliminaban la necesidad de emplear un gran número de obreros, que, en consecuencia, quedaban abocados al hambre. Los obreros despedidos, en la ceguera de su ignorancia, en vez de acoger con alegría las mejoras técnicas tan beneficiosas para la humanidad, han creído entender que se les sacrificaba al progreso de la mecánica. En la locura de sus corazones, se han imaginado que la subsistencia y el bienestar de los pobres industriosos eran temas más importantes que el enriquecimiento de algunos individuos gracias a la mejora de los instrumentos de la profesión…
Decís que esos hombres forman un populacho amotinado, que están desesperados y son peligrosos e ignorantes, y parecéis pensar que la única manera de acallar a la multitud batalladora es cortar algunas de esas cabezas superfluas. ¿Somos conscientes de nuestras obligaciones hacia el populacho? Es ese populacho el que trabaja vuestros campos y os sirve en vuestras casas y entre el que reclutáis a vuestra marina y a vuestro ejército. ¡Os ha permitido desafiar al mundo entero y puede, a su vez, desafiaros cuando la negligencia y la calamidad lo empujan a la desesperación! ¿Acaso no hay ya suficiente sangre en vuestro código penal para que haya que derramar más todavía, que brotará hasta el cielo para testificar contra vosotros? ¿Vais a erigir una horca en cada campo y colgar a los hombres como espantapájaros? ¿Vais a instaurar la ley marcial? ¿Son esos los remedios para un pueblo hambriento? ¿Creéis que los pobres indigentes famélicos que han desafiado a vuestras bayonetas quedarán impresionados por vuestras horcas? Cuando la muerte es un alivio, y el único alivio que parece que estéis dispuestos a darles, ¿vais a matarlos para que conozcan por fin la tranquilidad? ¿Y tendrán que encargarse vuestros verdugos de aquello que vuestros granaderos no han podido conseguir?

*Extracto del célebre discurso que pronunció Byron en la Cámara de los Lores el 27 de febrero de 1812.

 

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