Desigualdad
Las radicales tenemos que ser nosotras

En esta crisis la radicalidad es un activo. Eso lo ha entendido la derecha perfectamente, pero es un activo que utilizan para aceitar la inmovilidad y evitar el cambio. Por eso las radicales tenemos que ser nosotras, porque son radicales las políticas necesarias para conquistar derechos.

Renta básica Sindicato de manteros 01
El Sindicato de Manteros de Madrid está proporcionando su propia renta básica durante la crisis del coronavirus. Byron Maher
Sarah Babiker
25 may 2020 08:14

El pasado 21 de mayo, en el campo italiano, jornaleros migrantes protagonizaban acciones en protesta por el proceso de regularización parcial y ligado al mercado de trabajo que se aprobó el 14 de mayo. Tras la aprobación, se viralizó un vídeo en el que la ministra italiana de Agricultura, antigua jornalera, lloraba al anunciar que gracias a estas medidas, el Estado se disponía a visibilizar a los invisibles. 

Pero los invisibles no quieren solo visibilidad, quieren derechos para todos. Y si Italia seguía los pasos de Portugal, lo hacía de forma selectiva: dejaba de lado lo positivo de la iniciativa portuguesa, es decir, regularizar desde la perspectiva del derecho y no desde la de las necesidades del mercado laboral, y abundaba en sus límites, al dejar a mucha a gente afuera, y regularizar solo temporalmente a los “agraciados”. 

Cuando una semana después miles de trabajadores temporeros marchaban con el lema “Querían brazos llegaron seres humanos”, Salvini se preguntaba, incrédulo: “Pero ¿los clandestinos van a hacer huelga ahora?”. Fiel a su ideología, el líder de la Lega seguía viendo solo brazos. 

Afirmarse como seres humanos es una postura radical en estos tiempos neoliberales en los que la humanidad de medio mundo está en entredicho. Un marco cultivado durante años con eficiente abono fascista ha desplazado nuestro arco de lo aceptable, nuestra ventana de Overton tan del lado de la necropolítica, que, en este país, apostar por apuntalar la seguridad alimentaria de un millón de hogares es tachado de bolivariano y comunista o exigir una regularización ya, para miles de personas que han quedado aún más desamparadas ante esta crisis es radical y revolucionario.

Afirmarse como seres humanos es una postura radical en estos tiempos neoliberales en los que la humanidad de medio mundo está en entredicho

No son límites presupuestarios ni imposibilidades económicas los que frenan miradas más ambiciosas hacia la cobertura de los derechos sociales, económicos o meramente civiles de la gente, sino esas barreras del sentido común, que se han hecho hegemónicas. Fiscalizan la justicia social, contando los pocos euros que se redistribuyen por abajo, indiferentes a los miles de millones que se extraen y evaden por arriba. Racanean papeles que dan acceso a los derechos fundamentales, mientras son indulgentes con las irregularidades que saquean las arcas públicas y afianzan privilegios.

Así, acabamos teniendo que defender a uñas y dientes ayudas escasas y limitadas como el ingreso mínimo vital que se anunciará el 26 de mayo, que apenas dotará de un poco de oxígeno para seguir buceando a quienes no tienen nada, pero no conseguirán sacar a flote a una parte creciente de la sociedad empobrecida y con pocos horizontes. Acabamos celebrando como grandes victorias de países éticos y progresistas tristes apaños regulatorios, cortos y limitados, modesta compensación a cambio de cosechar el alimento, cuidar a las personas mayores y los niños, permitir, en suma, que las economías sigan funcionando.

En suma, con el bagaje que traemos, cualquier gesto de realismo político —evitar que la gente se quede sin ingresos o dar respaldo legal a los trabajadores esenciales entra dentro de hacer políticas sobre la realidad y no limitarse a la política-discurso— parece una agenda de máximos revolucionarios, cuando en realidad no es más que una política de mínimos pragmáticos. Mínimos que siguen dejando a mucha gente afuera.

Cualquier gesto de realismo político parece una agenda de máximos revolucionarios, cuando en realidad no es más que una política de mínimos pragmáticos. Mínimos que siguen dejando a mucha gente afuera

Desde la campaña #RegularizacionYa saben bien de todo lo que queda excluido cuando la valentía política flaquea y los mínimos pragmáticos se permiten dejar espacios de no derecho, el que habitan 600.000 personas que no parece que vayan a ver regularizada su situación ni a la portuguesa ni a la italiana, ni se van a ver reconocidos explícitamente como posibles receptores del ingreso mínimo vital, a pesar de necesitar ingresos en un contexto en el que muchos han perdido su forma de vida, o han devenido, de manera aún más descarnada de lo que ya lo eran, pasto fácil para la explotación.

A la política ficción y la batalla cultural constante de las banderas, tras las que quieren esconder las realidades de la gente: sus necesidades y por tanto sus derechos, se le responde con política realidad, que dé respuesta a esas necesidades humanas a las que corresponden derechos, ya reconocidos por normativas y textos legales de todo tipo, ya rubricados en pactos internacionales o en la misma Constitución.

Exigir el ingreso mínimo vital para todo el que lo necesite, incluidas las personas en situación irregular, como hacen los colectivos que participan en la campaña #RegularizaciónYa, es una demanda realista, en el sentido en el que se responde a situaciones reales, al día a día de seres humanos. Por otra parte, ampliar el ingreso mínimo vital a todo el que lo necesite, apostar por sentar las bases para una renta básica universal, permitiría no conceder espacio a la retórica infame de la paguita, que suma al tradicional relato sobre el parasitismo una nueva dimensión aún más deshumanizadora en la que 400 míseros euros comprarían los votos y voluntad política de esa gente ya convertida en subgente, en discursos rebosantes de desprecio.

Los ricos hacen bandera de su odio de clase, y los desclasados se abrazan a una subjetividad neoliberal que normaliza la pobreza de los otros, a la política ficción de un orgullo por ser español, mientras unas y otros, salen a la calle sin pancartas, ni reclamos, ni más demandas claras que acabar con el Gobierno y que si la gente tiene que pasar hambre que la pase, que algo habrán hecho mal, no como ellos. Hay que polarizarse contra eso: en esta crisis la radicalidad es un activo, eso lo ha entendido la derecha perfectamente, pero es un activo que utilizan para aceitar la inmovilidad y evitar el cambio.

No, las radicales tenemos que ser nosotras, porque son radicales las políticas necesarias para afianzar derechos, garantizar que las necesidades de la gente no sean objeto de regateo, ni su cobertura deba ser consensuada con quienes de estas necesidades hacen negocio y lucro. La gente percibe estos tiempos como tiempos disruptivos, tiempos porosos a transformaciones estructurales. Tenemos una revolución a mano: luchar por los derechos sin excusas, sin medias tintas.

Dicen que la división de las izquierdas es patente frente a la unión de las derechas. No lo tengo tan claro: en las derechas los intereses son múltiples y muchas veces chocan entre sí, necesitan agitar lo simbólico, para compensar su falta de propuesta. Sin embargo, luchar por el bien común, por los derechos de todas, por la dignidad y la justicia social fuera de abstracciones y monsergas permite alianzas y transversalidades que quienes luchan solo por sí mismos no alcanzan ni a soñar.

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