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Coronavirus
En defensa de la tristeza
“Todo saldrá bien”, nos repiten machaconamente medios, autoridades y celebrities tras un mes de confinamiento y miles de vidas y empleos perdidos, negando el desconcierto y la incertidumbre que se ha apoderado de nuestro día a día.
Exijo el legítimo derecho a estar triste. Defiendo el derecho de todos y cada uno de nosotros a sentirnos tristes por todo lo que estamos viviendo. Llevamos semanas viviendo demasiado cerca de la tragedia y demasiado lejos de las cosas que nos hacen felices. Esta tristeza, la emoción y el dolor que lleva consigo, se convierte en una expresión de humanidad frente a la monótona apatía impuesta por una presión social que no descansa ni en tiempos de coronavirus. La sofocante romantización del confinamiento a la que hemos asistido es la última muesca de un revólver que carga contra la última de las libertades, la de sentir y expresar lo que sentimos.
El bombardeo constante de estímulos contra la tristeza se ha incrementado exponencialmente en estas semanas de encierro
Ninguno de nosotros podía esperar que el inicio de la primavera lo pasaríamos encerrados en nuestros hogares. Allá por inicios de año, cuando el virus era solo una noticia lejana a nosotros, ¿quién podía imaginar este horror? Que el desconcierto y la incertidumbre se apodere de nosotros ante la llegada de un virus que quiebra vidas, sueños y esperanzas no debería sorprender a nadie. Estamos ante un sentimiento que emana del individuo, pero que tiene su propagación en el colectivo. Escapar de una trampa de osos construida desde el terrible “¿por qué vas a estar tú mal con lo que están pasando otros?” se antoja difícil; por ello, es necesario defender la libertad de llevar este drama de la mejor manera que podamos. Negar la tristeza no acaba con ella, solo la encierra en jaulas con fecha de caducidad.
El pensamiento Mr. Wonderful, los libros de autoayuda, el coaching… El bombardeo constante de estímulos contra la tristeza se ha incrementado exponencialmente en estas semanas de encierro. Las publicaciones de millonarios en mansiones – en su mayoría pretendiendo dar ejemplo de algún tipo de solidaridad - han sido la cúspide de un agobiante intento de dulcificar un duro confinamiento. Estoy seguro de que no se han parado a pensar en lo ridículo que parecen vistos desde los barrios trabajadores, donde pasamos los días y días entre las cuatro paredes de una habitación, donde existen familias olvidadas que merecen todos los aplausos del mundo por resistir con sus pequeños en tan poquitos metros cuadrados.
Frente a esta distopía ultraindividualista, el reconocimiento del dolor es una pedrada directa al corazón de un modelo que cada vez parece más empeñado en separarnos a los unos de los otros
Estamos, por tanto, frente a un escenario donde se señala con el dedo la tristeza mientras las pérdidas se socializan. Un modelo de sociedad construido desde la falsa idea del que carece de solidaridad es el que admite la pena y no el que realiza un ejercicio de ostentación social disfrazado de falsa solidaridad. Una trampa que atenta con todo los que nos hace humanos, en un intento de construir una monótona sensación de felicidad basado en el consumo masivo. El encierro nos ha permitido conocer un triste episodio de lo que podría suponer un futuro así. Encerrados en casa devorando la última mierda de Neftlix, mientras el trabajo se debe seguir llevando a cabo y los pobrecitos de Glovo continúan pateando las calles por cuatro duros. Frente a esta distopía ultraindividualista, el reconocimiento del dolor es una pedrada directa al corazón de un modelo que cada vez parece más empeñado en separarnos a los unos de los otros.
La tristeza del momento va más allá de lo puramente individual, se construye desde el padecimiento colectivo. La muerte aparece como el mayor dolor en estas semanas. Frías cifras tras las que se esconde el fallecimiento de mayores en soledad tras una vida de sacrificio, la imposibilidad de las familias de brindarles la despedida y el sacrificio de nuestros bravos sanitarios. También es difícil no temblar ante el calvario de las mujeres que conviven con sus maltratadores. Es aquí donde la aceptación de la pena supone quebrar el marco individualista de la felicidad autoimpuesta, la presión que todos nos hacemos a nosotros mismos para evitar caer en la tan mal visto socialmente tristeza.
La negación de la tristeza y del dolor, la resignificación de estos sentimientos en indignación supone un peligro para la sociedad en su conjunto. La individualización de la tragedia, el “resistiré” entendido de manera individual y no colectiva, nos lleva a la conspiranoia, a los gorros con papel de plata creyendo que los gobiernos – da igual el que sea – nos miente y a la fulgurante aparición de la Gestapo de los balcones. Como dejó escrito Saramago en su Ensayo sobre la Ceguera, “en una pandemia no hay culpables, hay víctimas”. Por ellas, por todas ellas, seguiremos aguantado el chaparrón, maldiciendo a un virus que se ha atrevido a robarnos hasta la primavera y aceptando lo que sentimos cada día que vivamos confinados. Ya habrá tiempo para lo más revolucionario que tenemos los parias, la alegría.
Culturas
El negocio de la felicidad, el fraude del siglo XXI
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Totalmente de acuerdo. Tenemos derecho a estar tristes. Nada hay más negativo que el pensamiento positivo, que niega la realidad... la cual tiene partes maravillosas... y partes espantosas, que no deben ser negadas. Un abrazo. Sergio.
Los artículos de opinión se escriben cuando se sabe escribir y cuando se tiene algo que añadir al debate. No es el caso