Opinión
La ‘happy hour’ masculina: el ‘not all men’ ante el suicidio de Verónica

Verónica, la trabajadora de Iveco que se suicidó porque se viralizó entre los compañeros de su empresa un vídeo íntimo suyo, murió porque se coordinaron tres perfiles de hombres.

No todos los hombres son iguales. Eso es una verdad de cajón. Pero de ahí a pensar que nadie tiene responsabilidades en el caso del suicidio de Verónica, hay una gran diferencia. No todos somos iguales, desde luego, pero todos los hombres participamos. Porque hay muchos tipos de hombres, pero la gran mayoría de tipos participan en circuitos de acciones patriarcales.

Verónica, la trabajadora de Iveco que se suicidó porque se viralizó entre los compañeros de su empresa un vídeo íntimo suyo, murió porque se coordinaron tres perfiles de hombres. Una coordinación explosiva (seguramente involuntaria) que acabó con otra mujer muerta. Y la falta de implicación de los hombres es vergonzosa. Han salido varias mujeres hablando del tema, pero como siempre, los hombres guardamos silencio. Y solo lo rompemos para decir “yo no hubiese compartido el vídeo”. Y ya vale, joder. Ya vale.

Evidentemente, no tiene la misma responsabilidad el tío que compartió el vídeo que el que colaboró viralizándolo, o que el que lo consume en la intimidad sin compartirlo. En los tres casos se dan fenómenos muy distintos. Pero en todos se dan elementos nocivos de corte misógino. Vayamos por partes.

El porno de venganza

La raíz vengativa de la difusión de vídeos íntimos es una de las lacras más repugnantes del machismo. Implica normalmente la respuesta consciente y calculada de la frustración de un hombre que no puede acceder al cuerpo de una mujer y decide tomar cartas en el asunto.

Para entenderlo mejor, hagamos un ejercicio de imaginación: en el caso de Verónica, se sabe que fue víctima de acoso laboral por un compañero. Un tío se toma la libertad para acosar a una compañera de trabajo y ante la frustración de la negativa, ante el golpe que se siente al ser rechazado, la obsesión comienza. Podemos imaginarnos al tipo dirigiendo su odio hacia la persona que le niega lo que él cree que es su derecho a acceder a la mujer que quiere. Así, la bilis que le alimenta le justifica: “Que no se haga la estrecha, mira lo que hace en este vídeo”.

Un gatillo apretado por un hombre frustrado. A él le sale gratis el pequeño gesto de enviar a sus amigos un vídeo íntimo ajeno. No sufre las consecuencias y, de hecho, el acto le hará sentir bien. Sentirá restaurado su derecho sobre la mujer. Si no puede acceder a ella físicamente, accederá en venganza toda la oficina. Sin embargo, esta misoginia vengativa inicia un proceso que no tendría éxito si no fuese por la participación de otros hombres.

El grupo de hombres

Michael Kimmel hablaba en Guyland de cómo la pornografía no solo tiene un sentido de excitación sexual, sino que tiene una dimensión social muy importante: crea fraternidad. No es rara la situación de hombres reuniéndose a ver juntos pornografía mientras comen una pizza. Tampoco son pocas las veces en las que un colega le enseña un gif de una mujer haciendo una felación o de una escena sexual hardcore. Vídeos que rulan de móvil a móvil en rituales de fraternidad masculina. Crea grupo y cualquier hombre lo ha vivido alguna vez.

Pero todo cambia cuando la que aparece en la pantalla no es una actriz anónima sino que es una compañera de trabajo, con nombre y apellido.

Hagamos un nuevo ejercicio de imaginación: un tío le enseña a otros dos lo que le han mandado mientras fuman un cigarro en el descanso. El primer tío siente que tiene que hacer participe al resto. El placer de regalar a tus iguales y de encajar es demasiado fuerte. Además, la humillación es muy fácilmente justificable: “Si no quiere que se difunda, ¿para qué lo graba?”. La banalidad del Mal de la que hablaba Hannah Arendt es también esto.

Entre los tíos estalla la emoción. No se lo pueden creer y comienzan a compartirlo. Y así, la cadena comienza su desarrollo viral. Entre estos tíos hay algunos, más descarados, que deciden ir incluso un poco más allá. En el trabajo, Verónica reconoció que no podía más: había tíos que la miraban descaradamente. Otros incluso se pasaban por su lugar de trabajo para ver quién era.

El hombre, enarbolando lo que cree que es su “derecho a la mirada” (“mirar no hace daño”, dirán estos tipos, cuando cualquier mujer sabe lo mucho que puede doler un par de ojos clavados), no sufrirá ninguna consecuencia por su mirada acusadora. Otra vez, los hombres no pagamos nada por las acciones que realizamos sobre las mujeres.

“A mi el vídeo me llegó”, “Yo no soy el que empezó a pasarlo”, dirán. Y de verdad se creen que no son responsables. Y efectivamente, su responsabilidad no es la misma que la del que empezó la cadena por venganza. Pero sin ellos la cadena no se hubiese desarrollado.

El espectador

Pero podemos suponer que no todo el que vio el vídeo lo compartió. Habrá, lógicamente, quienes lo habrán visto por simple morbo. Y aquí, el sentimiento de que “yo no soy responsable” es especialmente fuerte. Aquí aparece ese placer visual de un espectador que se ha acostumbrado a tener el derecho a verlo todo. Nada se resiste al ojo, y cuando hay alguna resistencia (el derecho a la intimidad, por ejemplo), el placer de romper ese límite es mayor. Es ese momento de pulsión voyeur de hombres que ejercitan el ojo para acceder al cuerpo femenino. Mirar, en la cultura masculina contemporánea, es un acto de dominación placentero y más si tiene ese factor de poder de mirar contra la voluntad.

De ahí tanto porno voyeur. De ahí tanta cámara oculta en vestidores, en baños y en oficinas. El mirar es clave en la configuración de la masculinidad. Creemos que tenemos derecho a mirarlo todo. Y lo que se nos resiste, lo queremos mirar a escondidas. Nuevamente, sin pagar nada por romper la intimidad de la mujer observada. Nuevamente, sin sufrir ninguna consecuencia por consumir imágenes producidas a través de la vulneración de derechos de la mujer.

Contra la happy hour machista

En el caso de Verónica hemos visto tres posiciones distintas. Tres tipos de participación masculina. Tres tipos de hombres (el misógino vengativo, la fraternidad irresponsable y el voyeur consumista) que se coordinan de manera inconsciente, alimentando una cadena de violencia en la que ningún hombre paga nada y en la que una mujer pierde la vida.

Diría que es fundamental que los hombres seamos conscientes de nuestra situación. Pero sería insuficiente. No vale solo con una llamada a la conciencia. No mientras sigan actuando impunemente tantas categorías de hombres despreocupados e irresponsables. No vale con clamar a la ética. Tampoco vale con cargar la responsabilidad sobre el feminismo y esperar que hagan nuestro trabajo. Hace falta un compromiso político serio de los hombres ante las violencias machistas. Y no solo una defensa del tipo “yo no hice nada”, sino una intervención activa en las dinámicas que nos rodean.

Cuando no les (nos) salga gratis lo que hace(mos), se dará un salto enorme en el cuestionamiento de las masculinidades.

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