11 jul 2025 12:36

“Sabemos que has estado trabajando muy duro y que has podido ahorrar suficiente [...] pero justamente por eso sería una lástima que ahora de repente algo malo te pasara”. Esto fue lo que dijo a mi madre un mafiosillo del pueblo el día en que vino a recolectar una deuda que mi padre, muerto cinco años antes, había dejado pendiente. Y sí, también es muy parecido a lo que dijo Trump el pasado miércoles 25 de junio.

Ahora bien, en medio de todas sus ventosidades contrapolíticas, hay que reconocerle al tan venerado Rutte’s daddy una innegable virtud: la de escupir sin bozal todo lo que sus predecesores se han dedicado a custodiar tras una siempre demasiado blanca sonrisa liberaldemocrática. Aún así, no hay motivos para gritar al escándalo, porque lo ocurrido aquel miércoles no fue ninguna breaking news, sino el enésimo showdown político que volvió a poner en evidencia dos rasgos consustanciales de la política exterior norteamericana: el primero es la OTAN como institución de matriz mafiosa; y el segundo, síntoma del primero, es que, tal y como sostuvo también Beppe Grillo, EEUU se ha dado cuenta de que el mundo puede vivir sin ellos, y ellos no pueden vivir sin el mundo.

Por partes. En primer lugar, y para ser mínimamente rigurosos, antes de hablar de matriz mafiosa cabe precisar que no existe una sola mafia, así como tampoco existe La Mafia en mayúsculas: lo que existe es una convención semántica, nacida y madurada en las entrañas de la prensa, que alude a toda la criminalidad organizada italiana bajo ciertas prácticas comunes, una entre ellas la del pizzo, es decir, la extorsión de un “impuesto” que todo negocio o entidad financiera ha de pagar a la sociedad criminal en concepto de protección. Lo curioso de este acuerdo es el hecho de que protector y agresor coinciden, es decir que la mafia es el único agresor del cual la misma mafia pretende protegerte. Y no, tampoco en esto hay que sorprenderse, porque no se trata de un sistema enterrado en el romanticismo literario de un puñado de campesinos corleoneses, sino de un rasgo sistemático (y sistémico) que sigue organizando el malestar en las extenuadas aparcerías modernas dentro y fuera de la península italiana.

Trump, en suma, es exactamente esto: un lenguaje mafioso que pide a España su pizzo a cambio de protección que el mismo protector se propone amenazar

En otras palabras, la mafia es toda aquella entidad parasitaria (y paramilitar) que crece a medida que lo hace la economía de un determinado territorio y una determinada industria, pero si lo habitas y no le pagas lo que debes “algo malo podría pasarte”. Como es evidente, se trata de un sistema que produce sus propios significantes para edulcorar sus significados reales, tal y como hace, por ejemplo, Tom Hagen en El Padrino con el productor cinematográfico Jack Woltz: no es una extorsión, dice, es “un servicio para un amigo”. Y el de Trump, en suma, es exactamente esto: un lenguaje mafioso que pide a España su pizzo a cambio de protección que el mismo protector se propone amenazar. Casi como un pacto de no agresión, pero abiertamente unilateral.

Dicho esto, es fundamental tener en cuenta que este sistema no es una exclusividad del trumpismo que confundió South Africa con Spain, y Trump no es precisamente Vito Corleone, sino que su personaje se adhiere más bien a Sonny, el heredero desbocado cuyo temperamento acabará siendo el primer cómplice de la decadencia de un sistema de coerción internacionalmente institucionalizado (y naturalizado). Todo esto, por lo tanto, no es un problema trumpista, es un problema de herencia estructural de una entidad institucional de matriz mafiosa que trafica con el veneno dulzón de la protección que ella misma, y nadie más, amenaza, y que funciona sólo gracias a la transfusión de soberanías que ha desangrado medio mundo desde 1949. Es por este motivo que oponerse al pizzo de la OTAN trumpista hoy, tal y como ha intentado hacer Sanchez, tiene que ver estrictamente con esto, con un problema de soberanía.

Hay antecedentes muy elocuentes que lo demuestran. Y están en el más acá de Iraq o Afganistán. Se trata Gladio, la operación norteamericana connivente con los servicios secretos desviados italianos, la Ndrangheta (la mafia calabresa) y las Brigadas Rojas que coordinó y materializó el secuestro y el asesinato de Aldo Moro, el político que estuvo a punto de cumplir la utopía democrática de un gobierno democristiano y comunista que iba a poner de acuerdo al 90% de la población italiana. Pero, desde luego, no a los norteamericanos. A tal punto que Carter y su mastín Kissinger enviaron a Italia al psiquiatra Steve Pieczenik, no para psicoanalizar al ministro Cossiga, sino para iniciar una guerra psicológica que tenía el preciso objetivo de desarticular la crisis italiana que amenazaba a la OTAN, además de hacer fracasar las negociaciones de rescate de Moro y, de paso, sazonar las elecciones posteriores que se llevaron a cabo con la flota de la OTAN rozando las costas italianas, listas para intervenir en el caso de un nuevo adviento comunista.

No hubo sorpresas, e Italia fue sólo uno de los tantos funerales que contribuyeron a la agonizante anagnórisis de un Estado y una Europa a soberanía limitada. Y de hecho, el mismo Steve Pieczenik, después de confesar que “fue la primera vez que tuvo que sacrificar un hombre en cambio del equilibrio de un Estado”, se desabrochó aún más en declarar, en una entrevista en 1998, que “todo lo que está al oeste de la línea [de Yalta] pertenece a EEUU y a Gran Bretaña y no son países independientes, sino que están bajo una especie de soberanía limitada al estilo de una doctrina Brézhnev, pero en el oeste”. De modo que sí, y de nuevo: oponerse al pizzo de la OTAN es, definitivamente, un problema de soberanía.

¿Es España un país soberano? Sí lo es, según lo que dijo Pedro Sánchez al día siguiente de la amenaza de Trump, pero esto, por mucho que nos cueste admitirlo, no es cierto. Y es central subrayarlo porque el lenguaje no es y no puede ser un espacio anestésico dedicado al infinite scrolling. El lenguaje es un campo de batalla, y las palabras son nuestras últimas balas.

Por lo tanto, si es verdad, como sostiene Agamben, que la experiencia del lenguaje es la más radical de las experiencias políticas, habrá que empezar por ello a rearticular la realidad que nos rodea y nos consume. Y la realidad es que España no es un país soberano, sino un Estado a soberanía limitada, y lo seguirá siendo hasta que siga contribuyendo al síndrome autoinmune de la OTAN, tanto si es al cinco como al dos por ciento.

¿Necesitamos realmente seguir financiando a nuestro propio verdugo y permanecer bajo la protección del mismo agresor que nos extorsiona y nos amenaza?

Ahora bien, reconocerse en esta encrucijada es central para “peinar la historia a contrapelo”, preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí y si los caminos que se nos proponen hoy son suficientes o hay que abrir nuevas líneas de deseo. El camino más obvio que se nos sugiere es el de la sumisión omertosa: una autopista cuesta abajo, iluminada y asfaltada con 32 carriles. Pero también hay otro camino, de hierbajos revueltos y tierra hostil, pero, desde luego, un camino posible, incluso necesario: el que lleva a un nuevo Referéndum. No, no es una idea tan descabellada, porque, si nos paramos a pensar, recuperar ese camino habilitaría dos kairós: uno estrictamente político y otro sociopolítico. Político porque con ello Sanchez, evidentemente debilitado por las llagas de la corrupción, podría demostrar ser diferente de aquellos socialistas que empezaron denostando la OTAN y luego reorientaron su cuestionable discurso hacia una permanencia a ciegas en el referéndum de 1986, es decir, antes de la disolución de la eterna amenaza soviética. Y sociopolítico porque rehabilitaría el derecho de la sociedad civil al oxidado ejercicio plebiscitario de una democracia directa que lleva ya 20 años sin usarse. La pregunta sería más que simple: ¿Necesitamos realmente seguir financiando a nuestro propio verdugo y permanecer bajo la protección del mismo agresor que nos extorsiona y nos amenaza?

Con todo esto, y después de desparasitarnos de idealismos inútiles, hay que ser realistas y seguir pidiendo lo imposible. Porque interpelar directamente a la ciudadanía es recordarle que es ella quien decide cuándo y cómo empieza la historia. Porque convocar un referéndum, aquí y ahora, a pesar del inevitable horizonte de una nueva Gladio española, no sólo es el camino más consecuente, sino un camino necesario. Y porque hasta que sigamos militando en las filas mafioestructurales de la OTAN, todo pacto al 2% nunca será un pacto, sino tan sólo una oferta que no pudimos rechazar.

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