Opinión
El feminismo de clase nos señala el camino
La potencia de los reclamos de las trabajadoras del hogar o de las camareras de piso son una muestra de la importancia del feminismo de clase. En el trasfondo, la huelga del 8 de marzo, que puso en el centro los cuidados.

En las manifestaciones de trabajadoras domésticas de principios de siglo en Pamplona, apenas se congregaba una treintena de migrantes y activistas locales. Ahora, victorias sindicales como las de las kellys en Bilbao, cuyas trabajadoras han conseguido, tras mes y medio de huelga, un aumento salarial automático del 30%, y del 48% para 2020, nos reconcilian con el ciclo político. Previamente, en Canarias, Alicante y Baleares, ya habían logrado que se reconocieran como enfermedades laborales algunas dolencias habituales de su actividad profesional. Mientras Carmen Calvo y Ana Patricia Botín disertan sobre techos de cristal y porcentajes de directivas en el IBEX35, las luchas de las trabajadoras de hogar y de las camareras de piso reducen, de facto y por abajo, la brecha salarial.
Entre tanto, el acuerdo presupuestario entre Unidos Podemos y Pedro Sánchez recoge la histórica reivindicación de cotizar en igualdad de condiciones que el resto de trabajadores, y confirma que la potencia del feminismo de clase no es mera retórica. Pero conviene recordar que ya Zapatero prometió el derecho a paro y cotizaciones justas a las empleadas de hogar, que nunca lo cumplió, y que el escollo de entonces sigue presente: no existe un sistema público de cuidados. El coste de estos servicios descansa, casi íntegramente, sobre los hombros de una clase media poco predispuesta a pagar cotizaciones dignas y descansos semanales. Una trampa más de la gobernanza progre: el feminismo institucional solo alcanzará hasta donde se lo permita el corsé de unas clases medias nativas, cuyos itinerarios laborales han podido desarrollarse, en gran medida, gracias a que en sus hogares había migrantes garantizando la reproducción social. Un candado más del Régimen del 78 que este feminismo de nuevo cuño está llamado a romper desde que iniciara su andadura a principios de los 2000.
Y en ello está. Hace dos décadas, el sindicalismo social peninsular —a través de colectivos como Territorio Doméstico en Madrid o ATH-ELE en Bilbao— inició la construcción de clase obrera feminizada y sin apriorismos. Luego llegaron las movilizaciones del 15M, y la potencia política fue acumulándose hasta el éxito arrollador del último ocho de marzo. Palabras como “patriarcado” o “micromachismos” saltaron de las cátedras de estudios de género al plató de Sálvame, ante la indiferencia mayoritaria de un activismo ocupado en digerir el “no nos representan”.
La huelga del ocho de marzo puso en el centro los cuidados y a quienes cuidan (precarias y migrantes) y, en gran medida por ello, ha entrado, de pleno derecho, en la historia del feminismo, y también en la historia de las huelgas. Es importante: necesitamos una narrativa —y una épica— que coloque los plumeros y las cofias junto a las sirenas de los cambios de turno de las fábricas. Un imaginario en el que el señor nativo con mono azul va de la mano de la ecuatoriana que pasea ancianos.
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