Opinión
Releyendo ‘Las dictaduras de nuestros días’

Las dictaduras de nuestros días (1930), escrito por Andreu Nin, supo advertir cómo los sistemas occidentales estaban promulgando un régimen del gobierno extralegal dándole un barniz democrático para disimular su significado real.

Andreu Nin
Andreu Nin

Cuando en Europa suben en las encuestas todos los partidos situados a la derecha de los conservadores —desde euroescépticos hasta nacional-populistas y ultraderechistas, todos ellos agrupados de una manera un tanto precipitada dentro de la última categoría—, el reflejo de muchos comentaristas es el de retornar al período de entreguerras, la época del ascenso de los fascismos y los autoritarismos. Las dictaduras de nuestros días, de Andreu Nin, es una de las obras más conocidas y destacadas de aquellos años, escrita, en palabras de Nin, en el “ambiente más bien casero de la vida intelectual de nuestro país”.

Las dictaduras de nuestros días es una réplica a Las dictaduras, de Francesc Cambó, pero mientras el libro de Cambó ha pasado al olvido, el de Nin no lo ha hecho. Una relectura es suficiente para ver los motivos: una crítica, fundamentada con datos y atenta a la historia, al análisis apriorístico del político regionalista y que también buscaba desmontar las interpretaciones más extendidas entre la intelectualidad burguesa del momento sobre el surgimiento del fascismo.

Todo ello, obviamente, dentro de las limitaciones del autor —reconocidas por el propio Nin en el prólogo—, que en el momento de redactar el texto aún residía en Moscú y, por lo tanto, disponía de un acceso limitado a determinados datos y obras, y también porque el propio fenómeno analizado estaba desarrollándose (el nazismo, por ejemplo, no había llegado todavía al poder en Alemania).

Un lector actual, además, considerará con toda probabilidad los apartados dedicados a la Unión Soviética partidarios o incluso ingenuos, pero ha de tenerse asimismo en cuenta que hoy se dispone de más información sobre la política soviética del momento que entonces, cuando, en cualquier caso, el poder de Stalin —una forma política históricamente inédita— se encontraba en los primeros años de consolidación y se enfrentaba aún a las resistencia de otros comunistas. (Sobre la evolución semántica del concepto mismo de ‘dictadura’, y los debates sobre frágiles bases teóricas que todavía hoy leemos sobre diversas experiencias políticas del siglo pasado, Antoni Domènech hizo notar hace ya años que “no significaba hasta bien entrado el siglo XX lo mismo que ahora”, y como lo entendían Marx y Engels, “era una institución fideicomisaria, no un despotismo “soberano” como han sido, o tendido a ser, de maneras muy distintas, las dictaduras que ha conocido el siglo XX”).

Es interesante comprobar como, prácticamente noventa años después, algunos de los críticos con el fenómeno descrito al inicio de este artículo cometen ni más ni menos que el mismo error que Cambó, a saber: presentarnos un cuadro “lejos de ser completo”, el “defecto esencial” del cual “consiste en el predominio de las características externas en detrimento del análisis de las fuerzas y de los intereses motrices de la época que vivimos”. Salvando evidentemente todas las distancias, el cuadro en concreto resultará familiar al lector: crisis de las democracias, concentración del capital, la “fabricación” de la opinión pública, aparición de demagogos.

“En lugar de buscar la explicación del fenómeno en las realidades económicas e históricas, el señor Cambó busca la causa en… las diferencias temperamentales de los hombres. ¿Cabe imaginar algo más absurdo? Como si fuesen los hombres quienes determinan, esencialmente, la marcha de los acontecimientos y no el complejo de circunstancias de orden económico o social lo que provoca la aparición de caudillos que son, por así decirlo, el brazo derecho de la historia”, criticaba Nin.

Más agudos resultan los comentarios del autor contra Cambó, de quien señala su “oportunismo” y “equilibrismo proverbiales” y, más adelante, cómo “bajo la argumentación difusa y la apariencia de objetividad imparcial de los razonamientos del señor Cambó se esconde una simpatía irresistible por el régimen del que se presenta como adversario, simpatía mal disimulada por las divagaciones —que no comprometen a nada— sobre los inconvenientes de las dictaduras y la necesidad de restablecer el ‘imperio del orden’”.

Son testimonio de ello el apoyo de Cambó a la represión del gobernador Severiano Martínez Anido contra el anarcosindicalismo, primero, la dictadura de Miguel Primo de Rivera, después, y finalmente el alzamiento militar contra la Segunda República.

Pero posiblemente sea en sus páginas finales donde encontremos los aspectos más interesantes para nuestro presente. “Al leader regionalista no le hace desasosegar más que un temor: que la acción largamente contenida de las masas desborde y ponga en peligro el orden capitalista”, escribe Nin. “Y por eso”, continúa, “a pesar de sus protestas de adhesión a los principios democráticos, la conclusión a la que realmente llega es la necesidad de mantener la dictadura”.

Nin considera en su libro que Cambó “comprende perfecta que, al fin y al cabo, la adopción de este sistema constituye un recursos desesperado, el agotamiento del cual limita considerablemente los medios de defensa de la burguesía”. En estas circunstancias, añade, “lo esencial consiste en encontrar otras formas políticas susceptibles de conservar en esencia la dictadura, pero dándole un barniz superficial de democracia”.

Ahora bien, “ésta adoptará formas nuevas, puesto que el descrédito de la dictadura descarada hace muy difícil su restauración pura y simple.” ¿Y qué es lo que proponía Cambó en Las dictaduras? “La idea central de nuestro autor es clara: legalizar, por así decirlo, el régimen del gobierno extralegal dándole un barniz democrático para disimular su significado real”, y “como modelo, ofrece las repúblicas de régimen presidencialista, las cuales, según él, responden ‘a la necesidad de reforzar el poder ejecutivo y de hacerlo habitualmente independiente del poder parlamentario’”.

En términos parecidos, Georg Lukács advertiría unos años después, en 1923, contra la posibilidad de que Reino Unido y Francia “distrajesen a sus ‘propias’ masas de sus ‘propios’ objetivos imperialistas simulando una lucha de la democracia contra el fascismo”, y alertaba contra “aquellos ‘políticos’ que quieren volver a rescatar a la ‘democracia’ para oponer a las formas todavía no desarrolladas de fascismo sus formas más desarrolladas.”

Los nuevos bonapartistas

Hace un año la editorial alemana publicó un volumen titulado Die neuen Bonapartisten [Los nuevos bonapartistas], editado por Martin Beck e Ingo Stützle. En el libro se analizan diferentes casos —desde EEUU hasta Rusia pasando por Italia o Polonia—, pero llama particularmente la atención el dedicado a Francia, escrito por Rudolf Warther, porque uno de los políticos tratados como representante de este ‘nuevo bonapartismo’ no es otro que Emmanuel Macron. El presidente francés, argumenta Walther, no sólo goza de los poderes y prerrogativas que la famosamente presidencialista constitución francesa concede al jefe de Estado, sino que cuenta con una mayoría parlamentaria dirigida “con mano de hierro y aires de sargento” por Richard Ferrand.

En el grupo parlamentario de La República EN Marcha (LREM) la lealtad, afirma Walther, es un imperativo, y los diputados no pueden hacer públicas sus discrepancias ni dar apoyo a ninguna otra propuesta de ley en la Asambela Nacional que no sean las de su propio partido. “Yo he tomado las decisiones, aquí mando yo, no necesito ningún tipo de presión ni de comentario”, le llegó a soltar el presidente francés al jefe del Estado mayor, Pierre de Villiers, por haber criticado un recorte de 850 millones de euros al ejército. De Viellier terminó dimitiendo (o siendo obligado a dimitir) poco después.

La paradoja, la ironía, o incluso, si así se quiere, el cinismo de este modelo de autoritarismo que representa el macronismo es que éste se presente justamente para frenar otro autoritarismo, el de Agrupamiento Nacional (RN), el antiguo Frente Nacional de Marine Le Pen. Y que, para hacerlo, no duda en recorrer a medios que pueden ser calificados, sin demasiados problemas, de autoritarios. Piénsense solamente en la violencia de la policía contra los manifestantes del movimiento de los chalecos amarillos, que motivó la publicación de un comunicado por parte de un grupo de expertos independientes en Derechos Humanos de la ONU expresando su preocupación por el uso excesivo de la fuerza por parte de los antidisturbios franceses.

“Las restricciones de los derechos han resultado en una elevada cifra de arrestos y detenciones, registros y confiscaciones de las posesiones de los manifestantes”, mientras que “el uso desproporcionado de las llamadas ‘armas no-letales’, como granadas y balas defensivas o flashballs, ha causado heridas graves”, aseguraban los expertos de la ONU al agregar que “la prohibición administrativa de las manifestaciones que se ha planteado, el establecimiento de medidas de control adicionales y la imposición de duras sanciones constituyen graves restricciones al derecho de reunión pacífica”. También apuntaban que algunas de las cláusulas de la propuesta de ley de LREM para prevenir la violencia durante las manifestaciones y castigar a los infractores “no se ajustan al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, del cual Francia es firmante”.

El macronismo es a grandes rasgos el modelo de gobernanza —como dicen ahora, por oposición a soberanía— que, desde los medios de comunicación establecidos, muchos columnistas —con la boca pequeña o, directamente, con la boca grande— anhelan extender a toda la Unión Europea. Ahora nos encontramos, por lo que parece, entre las dictaduras de aquellos días y el “liberalismo” de los nuestros. Más o menos como predijeron Nin y Lukács.

Francia
La mano dura de Macron, el príncipe progresista

Decenas de manifestantes han sido mutilados o heridos: cinco perdieron una mano, cuatro sufrieron contusiones en las partes genitales. Una represión inédita en Francia desde mayo del 68 que daña la imagen del presidente Macron

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