Gentrificación
Experiencias de reapropiación en Málaga

La Casa Invisible, El Caminito, Victoria de Quién o Gigantas, en Málaga, son ejemplos de espacios recuperados para la ciudadanía con una alegría que emerge del suelo, de otras formas de vida. Por solerías



Solar Gigantas
Solar de Gigantas. Una iniciativa vecinal para recuperar y autogestionar un espacio abandonado en el centro de Málaga durante años. Larissa Saud

Desde el fin de las acampadas del movimiento 15M, se ha dado una explosión de experiencias de composición de contrapoderes en ocupaciones permanentes de edificios, así como de ocupaciones temporales del espacio público con la constitución de asambleas de barrio.

Con el tiempo algunas se han diluido, otras siguen activas, pero es debido al nuevo envite de los poderes inmobiliarios a través de la colonización turística como están surgiendo nuevas prácticas de reapropiación de comunes urbanos: solares vacíos, edificios abandonados, terrenos yermos, pero también recuperación de servicios públicos, redes de apoyo o nuevas formas de sindicalismo social. Estas experiencias son fundamentales para repensar y contrarrestar los procesos de secuestro de la ciudad neoliberal actual. Entender los contextos y procesos de estas prácticas resulta clave de cara a cualquier intento de construir alternativas.

En Málaga, un modelo de ciudad basado en el consumo y la creación de espacios para el turismo ha ocupado la ciudad. Al mismo tiempo, una serie de experiencias han ido surgiendo, en distintos momentos y lugares, con el propósito de recuperar el espacio urbano arrebatado. Hablamos de experiencias que ya han demostrado su consolidación, como La Casa Invisible, que nacía en marzo de 2007, en pleno centro histórico mediante un acto de desobediencia, convirtiendo un palacio abandonado de 1876 en un centro social y cultural de gestión ciudadana. Este año ha cumplido diez años demostrando buena salud y la determinación de seguir siendo una pieza fundamental en la creación independiente, la autoorganización social y el pensamiento crítico de la ciudad.

Más tarde brotaron otras iniciativas, como el huerto urbano comunitario El Caminito, que nacía al calor del 15M y sus extensiones posteriores, llenando de vida y vegetación un solar abandonado y yermo en el centro de la ciudad, que sigue hoy dando sus frutos. Experiencias mucho más recientes son las ocurridas en el barrio de Lagunillas y en el entorno de la calle Gigantes, como reacciones vecinales a la agudización de los procesos de expulsión y colonización generadas por las industrias del turismo, fenómeno conocido como ‘turistización’.

Todas estas experiencias tienen algo en común: el deseo de recuperar la ciudad, de recuperar lo común

El barrio de Lagunillas, pegado al centro histórico de la ciudad, se ha convetido en un área de expansión turística dentro de los planes urbanísticos del Ayuntamiento. De hecho, ya hay un proyecto europeo que plantea el desembarco. Sin embargo, no ha impedido que los vecinos y vecinas se organicen para recuperar un solar abandonado que estaba siendo usado informalmente como aparcamiento para convertirlo en un espacio del común. Así nacía en diciembre de 2016 el solar Victoria de Quién: casi un año después no han vuelto a aparcar coches y ahora sirve de lugar de esparcimiento, se realizan proyecciones, reuniones informales del vecindario y también sirve de espacio visible para reivindicaciones contra la gentrificación.

La última tuvo lugar recientemente, cuando este verano se intentó hacer un recorrido turístico organizado por una agencia/asociación turística con la excusa de ver las pinturas y grafitis que hay por la zona. La reacción fue ingeniosa: los vecinos y vecinas se disfrazaron de turistas e hicieron un contratour en el que lo que visitaban (fotografiaban y observaban) era a los turistas que venían a ver el barrio. De este modo, la acción ingenua de visitar un barrio emergente y sus encantos era contrarrestada con la misma arma y hacía reflexionar al visitante sobre su acción aparentemente inocua.

La última y más reciente de estas experiencias es el solar Gigantas, un espacio de 2.000 metros cuadrados abandonado durante décadas por las administraciones y recuperado mediante una intervención ciudadana masiva el pasado mes de junio. Las vecinas y vecinos del entorno de la calle Gigantes demostraron una capacidad enorme de organización ensayando en el propio acto de ocupación muchas de las actividades que proyectan organizar en el futuro: desde pistas deportivas y huertos urbanos hasta proyectos educativos y culturales, que ayudan a tejer redes de solidaridad y apoyo frente a los procesos de expulsión e individualización de las plataformas de alquiler temporal.

#MálagaNoSeVende

Todas estas experiencias tienen algo en común: el deseo de recuperar la ciudad, de recuperar lo común. En los últimos meses se han producido ejercicios de solidaridad entre ellas e incluso un eslogan compartido —#MálagaNoSeVende—, que a su vez se vincula con experiencias parecidas en otras ciudades como Madrid y Barcelona. Quién sabe si esto pudiera escalar hacia una movilización metropolitana que, desde la multiplicidad y la autonomía, fuera capaz de coordinar las desobediencias y demostrar que existe otra ciudad en las grietas de la ciudad turistizada.

Estas prácticas son una manifestación visible en el espacio, pero, al mismo tiempo, lo que opera es una energía de deslegitimación sobre la ciudad actual y sus lógicas, que está redefiniendo el imaginario social sobre el derecho a la ciudad. Como enunciaba Amador Fernández-Savater, en cada inquilino al que le suben el alquiler, en cada escuela con recortes, en cada hospital amenazado de cierre, en cada migrante perseguido y sin acceso a la sanidad, en cada mujer acosada y perseguida en el espacio público, en cada familia desahuciada, se plantea una cuestión eminentemente práctica: ¿cómo vamos a vivir?

Estas experiencias enuncian una reapropiación, no solo del espacio, sino también de la vida. Se realizan poniendo el cuerpo, ejerciendo el derecho a la ciudad que reclama una vida más digna, más vivible. Y, al mismo tiempo, esos cuerpos congregados están generando otra forma de vida, una que no deje atrás ni fuera a nadie. Crítica, resistencia e invención en el mismo gesto. Y bajo cada uno de estos gestos, una alegría silenciosa e imprevisible que desborda la gramática política y los márgenes de lo posible. Una alegría que surge de la composición, del encontrarnos y despertar del profundo sueño neoliberal. Lo que aparece entonces es la necesidad colectiva de cuidarnos, más allá de los mitos de asaltar los cielos, lo que emerge del suelo es el desafío de revolucionar la vida cotidiana.

Solar Gigantas. Niños jugando a la pelota. Foto: Larissa Saud

La vida, ese problema común

Suele decir la filósofa catalana Marina Garcés que la vida no es otra cosa que un problema común. En efecto, una sociedad no puede llegar muy lejos sin reconocer que existen toda una serie de bienes, saberes y riquezas que son comunes a todas las personas que la integran. Sin embargo, hoy día se está dando la paradoja de que cada vez son más los bienes comunales que están siendo gestionados por manos públicas y privadas sin mostrar el más mínimo respeto hacia ellos, poniendo trabas a su conservación y mejora e incluso patrocinando su destrucción. Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de bienes comunes? ¿Qué son? Sin duda, son elementos diversos, aunque esenciales para el mantenimiento y reproducción de la vida. Hablamos de los recursos naturales, como la tierra, el agua, las masas forestales o el aire, pero también de otros recursos inmateriales como el conocimiento, la cultura, los cuidados, la sanidad o la educación, además de creaciones, instituciones y sistemas sociales, como pueden ser internet, un parque o un derecho adquirido. Los bienes comunes no son de nadie y, a la vez, son de todo el mundo.

Una historia de desposesión

Los commons han constituido tradicionalmente el epicentro de un modo de vida determinado, aquel que pone en el centro la colectividad y la cooperación por encima de la individualidad y la competencia. Por eso, como se han encargado de evidenciar en sus obras E. P. Thompson o Silvia Federici, los bienes comunales son difíciles de enmarcar dentro de la realidad material y cultural de una sociedad regida por las normas de una economía capitalista. No es casualidad que la autonomía y gestión de los bienes comunes hayan sido uno de los principales blancos de ataque del Estado moderno y luego del Estado- nación contemporáneo. La historia sobre los cercamientos rurales en la Inglaterra de los siglos XVII, XVIII y XIX, en paralelo a la génesis y desarrollo de la Revolución Industrial, muestra que este proceso no solo buscaba la destrucción económica de la comunidad, mediante la universalización de la propiedad privada individual, sino también cercenar la autonomía y la capacidad de gestión colectiva de los recursos, así como de los valores e instituciones ancestrales del pueblo llano. La historia europea está plagada de ejemplos que evidencian que la construcción del poder político moderno, que culmina con el triunfo del liberalismo burgués en el siglo XIX, está intrínsecamente unida a la enajenación y sustracción de los bienes comunes.

Victoria de Quién. Proyección abierta de un documental. Foto: Larissa Saud

Ya en la Baja Edad Media estos ataques intentaron contrarrestarse con regulaciones emanadas del poder real —Carta del bosque y Carta Magna, en Inglaterra (1215), o Las siete partidas de Alfonso X, en Castilla (1256)—, garante todavía en un contexto feudal en vías de disolución de los derechos consuetudinarios de campesinos, villas y ciudades frente a los intereses nobiliarios. No obstante, a partir de estos siglos, el conflicto entre los bienes comunes y su usurpación se hará cada vez más latente, en paralelo al reforzamiento del poder político de los reyes, con una dimensión estatal cada vez más totalizadora. Pero será, finalmente, la ofensiva burguesa y el desarrollo durante la Ilustración de tesis económicas como la fisiocracia y el liberalismo lo que origine que las situaciones de desposesión que se dan tanto en el mundo rural como en los contextos urbanos consigan desmantelar por completo las atávicas condiciones que hacían practicable la vida de amplios sectores sociales, al tiempo que la economía de mercado y la propiedad privada se sitúan como elementos básicos del desarrollo social y económico. Se generó, de esta forma, un total desequilibrio de poderes, así como también un distanciamiento abismal entre las formas de vida de las dos principales clases sociales que se consolidan en el siglo XIX, el proletariado y la burguesía.

La historia del capitalismo es, pues, una historia de desposesión continua, de extracción de todo lo que se ha producido o pro- duce colectivamente. En la base de este modelo injusto está lo que Marx denominó “acumulación originaria”, que hace referencia a ese salvaje proceso que dejó al campesinado sin sus tierras comunales. Por su parte, la historiadora y militante feminista Silvia Federici sitúa como elemento constitutivo de tal pro- ceso la persecución y quema de “brujas” durante la Edad Moderna. Anular a la mujer, normativizar su cuerpo y usurpar sus modos de existencia, por cuanto que la invisibilizaba y recluía en el hogar, era un paso necesario para derrotar todas las herejías heterodoxas y movimientos campesinos y urbanos que, como el liderado por el clérigo alemán Thomas Münzer en 1524-1525 bajo el lema de Omnia Sunt Communia o el de los diggers ingleses durante el mandato de Cromwell, reivindicaban y ponían en práctica distintos experimentos de vida comunal y reparto de la riqueza.

La ciudadanía intenta recuperar espacios comunes arrebadatos por siglos y siglos de desposesión

La propiedad privada y la capitalización de la economía pasaron a ser el mejor reflejo de esas expropiaciones generalizadas, causantes de la pésimas condiciones de vida que han tenido que afrontar amplios sectores populares desde comienzos del siglo XIX. Es por ello por lo que Kropotkin acabará postulando sus famosas tesis del apoyo mutuo y el derecho al bienestar, vinculadas directamente con la reapropiación de los comunes, y base del anarcomunismo o comunismo libertario que tanta implantación tuvo en los territorios ibéricos durante el primer tercio del siglo XX: “¡Todo es de todos! (...). Lo que nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el bienestar para todos (...). Ya es tiempo de que el trabajador proclame su derecho a la herencia común y que tome posesión de esta” (La conquista del pan, 1892).

Se trata de entender el espacio urbano como común, como elemento esencial de soporte y reproducción de la vida

¿Cómo recuperar lo común?

Tras esta genealogía, nos es imposible hoy día entender la existencia de los bienes comunes en base a una ley concreta o a un título de propiedad, sino hacerlo vinculada a una reivindicación por el uso y aprovechamiento de los mismos. Esto quiere decir que los comunes en la actualidad están estrechamente relacionados con las luchas por la continuidad y extensión del sujeto comunitario.

En esta idea se basa, por cierto, la legitimidad de la ocupación por parte de la ciudadanía activa de edificios y espacios urbanos infrautilizados o directamente abandonados, evitando así que se conviertan en otro nuevo recurso común expoliado a manos de la especulación inmobiliaria y los intereses individuales. Por esta razón, la cuestión de los bienes comunes se puede centrar en la ciudad actual. Resulta muy difícil ir más allá de los consensos actuales sobre las lógicas de la ciudad neoliberal, son tan poderosos y están tan extendidos que nos impiden ver que la ciudad es una producción social, que nace del conflicto, de la potencia que las relaciones entre individuos pueden desplegar mediante sus iniciativas y formas espontáneas de vida.

La Casa Invisible. Momentos previos al inicio de una asamblea. Foto: Kike España

¿Cómo recuperamos entonces lo común? ¿Cómo recuperamos la ciudad y el espacio? El derecho a la ciudad pone encima de la mesa la intervención en la toma de decisiones sobre la producción del espacio, así como en el propio uso del espacio. Se trata de entender el espacio urbano como común, como elemento esencial de soporte y reproducción de la vida y, al mismo tiempo, como invención y experimentación de otras formas de vida posibles.

La invisible, más visible que nunca
Un grupo de jóvenes están reunidos en dos mesas, debatiendo sobre algún asunto de interés si se atiende a sus rostros ceñudos y a la pasión con la que van tomando notas en sus cuadernos. Alguien con portátil teclea al ritmo sutil de la generosa fuente que va marcado el paso del tiempo sin reloj. Llega una nutrida familia pelirroja con camisetas escocesas y ganas de comer a la sombra. El patio palaciego de La Casa Invisible es un mosaico de humanidades diversas, algo que no ocurre con tanta frecuencia en los espacios ocupados en su vocación de abrirse al barrio. No en vano han pasado diez años desde su ocupación el 10 de marzo de 2007, una década de aprendizajes colectivos, y un ejemplo, también, de cómo la "normalización" ciudadana fluye con más determinación que los procesos administrativos. Tanto es así que sigue vigente la orden municipal de cierre cautelar del centro, dictada el 23 de diciembre de 2014, que cayó en papel mojado por la inmediata respuesta ciudadana de rechazo. Para romper el limbo administrativo, La Casa Invisible presentó en abril de 2016 un Proyecto Básico de Rehabilitación Integral como paso previo a la cesión del edificio a los colectivos que lo rescataron del abandono y lo han mantenido vivo todos estos años, una labor reconocida oficialmente cuando fue declarada "entidad de interés público municipal". Pionera, incansable y más visible que nunca, La Casa Invisible continúa la batalla, mientras día a día se abre a la ciudad reivindicándose como un espacio común.
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