Filosofía
Un Nietzsche para el siglo XXI
¿Nietzsche educa aún en el siglo XXI? ¿No está su buena nueva demasiado próxima a un tipo de confianza literaria humanista cuyo marco pedagógico está en trance de desaparecer? ¿Qué dice Nietzsche a nuestro futuro o, más bien, a nuestra imposibilidad de pensar el futuro?

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Hoy, en camino de salir de la segunda década del nuevo siglo, la atracción por Nietzsche no parece agotarse, si bien su recepción se modula desde claves diferentes de otras épocas. Por una parte, su peligrosa figura es esgrimida como la constatación de los peligrosos excesos del siglo xx —¿no fue en el fondo un peligroso “militante” de una concepción demasiado intervencionista sobre la cultura? ¿Una tentación funesta para el pensamiento de izquierdas?—. Por otra, desde una urbanización o domesticación liberal de su “filosofía artista”, ¿no queda su oscuro pensamiento neutralizado en un plano académico no pocas veces políticamente inocuo? Demasiada hybris para el pensamiento liberal y escaso compromiso para la tradición marxista, con las abstracciones emancipatorias procedentes de la Revolución Francesa y sus categorías de totalización de la realidad capitalista. Sin embargo, como ha destacado Alain Badiou, llama la atención que, en los funestos noventa, consolidado el giro hegemónico del neoliberalismo, la mayoría de los “filósofos” reactivos de Francia se unieran para declarar la guerra a Nietzsche y a su influencia. Esa venganza contra Mayo del 68 cristalizó en un libro-manifiesto, Por qué no somos nietzscheanos, recibido favorablemente en un claro contexto de restauración política conservadora europea. Por todo ello, podemos hoy preguntar, ¿Nietzsche educa aún en el siglo XXI? ¿No está su buena nueva demasiado próxima a un tipo de confianza literaria humanista cuyo marco pedagógico está en trance de desaparecer? ¿Qué dice Nietzsche a nuestro futuro o, más bien, a nuestra imposibilidad de pensar el futuro?
Como ha comentado Mark Fisher, aunque la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia haya sido muy criticada, se la sigue aceptando en el plano de nuestro inconsciente cultural.
“[...] hay que recordar que la idea de que la historia había llegado a destino no tenía solamente acentos triunfalistas, ni siquiera en la época en la que Fukuyama presentó su tesis. El mismo Fukuyama advertía que su radiante ciudad neoliberal soportaría la amenaza de los espectros, aunque pensaba en espectros nietzscheanos más que marxistas. Ciertamente, algunas de las páginas más anticipatorias de Nietzsche son aquellas en las que describe ‘la sobresaturación de historia de una cierta época’, que puede llevarla a ‘ejercer una peligrosa ironía consigo misma’, como escribió en las Consideraciones intempestivas, ‘y finalmente al cinismo, más peligroso todavía’” (M. Fisher, Realismo capitalista, Buenos Aires, Caja Negra, 2017, p. 15).
Es a la luz de este diagnóstico, crítico aunque singular, acerca de un “último humano” culturalmente anémico, desorientado respecto a su herencia histórica y engullido por una industria cultural absorbente, desde donde las advertencias nietzscheanas cobran hoy especial relevancia.
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Sin duda, como los “espectros” de Marx y Freud, cada vez más invocados por un presente desnortado, el fantasma no enterrado de Nietzsche es interesante tanto por lo que abordó en contaminación con los problemas tóxicos de su época, como por su recepción, que atraviesa el llamado “corto siglo xx”. Más que maestros de la sospecha, los tres siguen siendo educadores irrenunciables de nuestra encrucijada.
¿Pueden entenderse las vanguardias artísticas del xx y sus coletazos actuales, por ejemplo, sin Nietzsche? Evidentemente no. Tampoco las luchas culturales y las nuevas gramáticas del malestar. Nihilismo llamó a este punto y aparte. Este análisis del malestar resuena con nuevos ecos en nuestra era pandémica donde fenómenos como el resentimiento trumpiano no pueden entenderse al margen de su diagnóstico del “último humano”. Hoy nos acercamos a quien se sintió el campo de batalla de un cambio de época con la misma curiosidad que nuestros antepasados, pero también conociendo sus funestos abusos y “recortes” hermenéuticos para convertirlo en una suerte de “viagra” para la impotencia de sectores sociales resentidos con los desafíos de la Modernidad. ¿Por qué el preferido del pueblo en la Alemania nazi “dejó de ser Chaplin para convertirse en Superman”?, se llegó a preguntar perspicazmente Hannah Arendt, discípula del Mago de Messkirch, Heidegger, quien también pasó por ser un representante de lo que ella llamaba “la alianza entre las élites y la chusma”.
Es a la luz de este diagnóstico, crítico aunque singular, acerca de un “último humano” culturalmente anémico, desorientado respecto a su herencia histórica y engullido por una industria cultural absorbente, desde donde las advertencias nietzscheanas cobran hoy especial relevancia.
¿Qué había pasado para que Nietzsche se convirtiera en el gran estimulante teórico del primitivismo político del xx? En la situación de crisis en Weimar, como señala Arendt, el repliegue histórico empezaba a recelar del pequeño clown y su inclasificable vagabundeo. Aunque Nietzsche no se cansó de hablar con desprecio del lector egocéntrico perezoso, ¿su retórica eufórica no terminó siendo también seductoramente halagadora del peor señor que vivía en cada humillado por el cambio de época? Enfatizando que hablaba “para pocos y para nadie”, ¿no sedujo a ser escuchado por muchos, incluso demasiados? No podemos olvidar tampoco cómo dos laboratorios privilegiados de su recepción, Weimar y el 68 francés, son todavía para nosotros dos espejos históricos desde donde nos miramos para comprender nuestras perplejidades.
Sin embargo, Nietzsche no fue un fascista, ni un Incel nostálgico, tampoco un “posmoderno” aligerado de herencias históricas: fue alguien que, como Marx, se tomó en serio la dialéctica de la modernidad y sus tensiones. Marshall Berman lo vio bien en un libro espléndido: Todo lo sólido se disuelve en el aire. Hay algo que no se ha enfatizado lo suficiente: Nietzsche no es solo —y no tanto— un destructor, un martillo, un killer del cristianismo, sino alguien que por tomarse muy en serio su herencia entendía que había que inventar algo a su altura para volver a apasionarse y confiar en el mundo.
Su particular “Proyecto Hombre” —Übermensch— parte de una premisa: más que de ideologías combatidas por una racionalidad pura depurada de afectos, hay que desintoxicar al “último humano”, nosotros y nosotras, de adicciones tóxicas que debilitan nuestros cuerpos. Ecos del materialismo de Spinoza, que valoraba en gran medida por su lúcido cuestionamiento de toda “pasión triste”. Por ello su búsqueda materialista de la salud pasa por cuestionar aquellas doctrinas “pastorales” que seducen a los individuos identificando carencias en el deseo y tratando de colmarlas ficticiamente. La clave del cuidado del alma sana reside en tomarse a sí misma como una potencia virtuosa que, sobre todo, es desviada por ilusiones, las cuales, descuidándonos, amenazan con debilitarnos. En realidad, solo un enfermo obligado a cuidar de sí como Nietzsche podía entender la “enfermedad moral” introducida artificialmente por poderes ajenos de separar a la fuerza virtuosa de lo que ella puede, de adiestrarla en la derrota. “El botiquín de batalla del alma. ̶ ¿Cuál es el remedio más poderoso? La victoria”, se dice en Aurora evocando a Marco Aurelio. Nietzsche también fue un neorrenacentista obligado a luchar con la poderosa y ambivalente modernización protestante.
Nietzsche no fue un fascista, ni un Incel nostálgico, tampoco un “posmoderno” aligerado de herencias históricas: fue alguien que, como Marx, se tomó en serio la dialéctica de la modernidad y sus tensiones.
Encontramos en su “reflexión enferma” todo lo que hoy nos asedia: el destronamiento de la masculinidad por “el segundo sexo”, una cuestión hoy acuciante a tenor del diálogo crítico sobre el esencialismo entre “el feminismo de la igualdad” y el “feminismo de la diferencia”; la identificación de la “tentación populista” —un problema que abordó en primera persona tras su compleja “desintoxicación” del romanticismo wagneriano—; el ocaso de la sociedad disciplinaria durante los sesenta y los problemas políticos de gobierno; las nuevas singularidades poshumanas; la lucha entre el principio de realidad y el del placer. ¿No necesitamos una nueva relación con la naturaleza, la interna y la externa, como muestra la crisis ecológica? ¿Debemos inventar algo a la altura de nuestra herencia histórica que nos haga ser algo más que cansados epígonos del “realismo capitalista”? Algo que hoy se nos olvida: Nietzsche nunca dejó de amar al titán Prometeo y su relación con el dolor como modelo de su programa cultural de futuro, como hiciera Marx en otras claves políticas. Cierto: se ha insistido mucho en los usos y abusos cometidos hacia su pensamiento desde la derecha, pero no tanto en cómo su reflexión también ayuda a desactivar las psicopatologías de cierta izquierda tradicional.
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Una forma clásica de acercarse a Nietzsche es la de percibir su posición como un simple crítico ilustrado de ese prejuicio de la moral que plantea la dicotomía entre la tutela ideológica y el llamado espíritu libre. El problema de esta lectura es que pierde algo importante: la ambivalencia de la moral. En efecto, para Nietzsche hay una flagrante incompatibilidad entre esta y el hombre libre, ilustrado, pues este no ya no puede actuar movido por la obediencia a la tradición, sino por otros motivos, entre los que se incluye el cuidado de sí. Bajo este punto de vista, la moral es una amenaza y un obstáculo para que el ser humano pueda alcanzar su máxima dignidad. Ahora bien, la revelación históricamente tardía de este carácter parasitario de la moral, su aparición como “problema”, en virtud de su creciente e irreversible falta de legitimidad y poder, ha de ir acompañada, en sus inevitables herederos, también de una comprensión agradecida como “escalera” cultural, un “error” o “cadena” (en su doble sentido de continuidad y opresión) que sirvió para salir de las exigencias groseras de una naturaleza feliz e irreversiblemente perdida.
Este punto es decisivo, porque apunta a que Nietzsche no entiende simple e ingenuamente que exista una oposición entre el “espíritu libre” y la moral, como si el primero pudiese fácilmente desligarse, emanciparse, liberarse de la segunda. Esto es importante: no hay liberación “de” la moral, como no hay liberación “del” poder que no sea una recaída en la impotencia. Puede valorarse la gran aportación de Judith Butler desde este giro: “uno/a persiste siempre, hasta cierto punto, gracias a categorías, nombres, términos y clasificaciones que implican una alienación primaria e inaugural en la sociabilidad. Si estas condiciones instituyen una subordinación primaria o, en efecto, una violencia primaria, entonces el sujeto emerge contra sí mismo a fin de, paradójicamente, ser para sí”.
Se ha insistido mucho en los usos y abusos cometidos hacia su pensamiento desde la derecha, pero no tanto en cómo su reflexión también ayuda a desactivar las psicopatologías de cierta izquierda tradicional.
Nietzsche entiende bajo su crítica de la moral, como moderno, su posición histórica dentro de un proceso de “desnaturalización” de la tradición, lo que Marx llamaba el velo desgarrado, Benjamin la pérdida del aura o Weber el desencantamiento del mundo. El lugar del velo religioso que desplazaba la realidad existente hacia “otro mundo” se ha desnudado irreversiblemente por un proceso de racionalización científico que destruye las ilusiones sin aportar ya ningún encantamiento como compensación. La única forma de superar este dilema entre los trabajos del amor perdido y una renovada inversión libidinal confiada en el futuro es afrontar estos “dolores de parto” como una embarazada de un mundo nuevo. Allí donde Marx, en lugar de centrarse exclusivamente en la destrucción de antiguos modos de vida precapitalistas, quería encontrar qué había de progresista en los nuevos síntomas del capitalismo tardío que estaba describiendo, Nietzsche se sentía, como él mismo se definió, como “una funesta simultaneidad de primavera y otoño”.
Es esta “maduración” la que le llevará a entender que el nuevo gesto ilustrado no puede limitarse a ser una repetición de la tradición; tiene que superar tanto la posición culturalmente conservadora contrarrevolucionaria como la revolucionaria jacobina inspirada en Rousseau. Esta encrucijada trágica es la que normalmente se pierde de vista en las lecturas perezosas o aceleradas de Nietzsche como “liberador” o “conservador”. Cuidar de la libertad solo es posible cuando uno pasa por un violento proceso de autocuestionamiento. Rüdiger Safranski lo ha explicado bellamente:
“El amor a veces cierra los ojos, no quiere cortar, quiere dejar vivos las cosas y los hombres, y aprehenderlos en su condición viva; para la voluntad de conocimiento enamorada de la vida las leyes naturales y la mecánica, la anatomía y la fisiología quizá son un 'espantoso ataque a lo vivo'. Sin embargo, también hay que pasar, dice Nietzsche, a través de ese conocimiento carente de amor. Un pensamiento radical ha de pactar también con la muerte. ¿Por qué? Porque el conocimiento que brota de los sentimientos no puede ser el único. Hay que enfriarse también y perder ilusiones. Pero no para aferrarse a las zonas del hielo y de lo carente de vida, sino para cruzarlas y madurar en orden a nuevos nacimientos. Hay que soportar el invierno para merecerse la primavera. No hemos de temer la noche, pues si la soportamos, ella nos regalará una nueva mañana, una primavera inconfundible”.
Por ello se entiende que el nuevo educador sea básicamente un desintoxicador y la práctica filosófica habite en una molesta, ofensiva e incómoda clínica de rehabilitación. El “Proyecto (sobre) Hombre” de Nietzsche parte de una pregunta capital: ¿cómo combatir el síndrome de abstinencia que la pérdida de la moral, la “muerte de Dios”, si se quiere, supone para nosotros?
- Germán Cano ha publicado varios libros dedicados al pensamiento de Nietzsche, entre ellos el recientemente aparecido Transición Nietzsche (Pre-Textos, 2020)
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