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Feminismos
Trans/formarlo todo (II). Más allá del género, más allá de la familia
Feminismos
Trans/formarlo todo (I). Notas degeneradas para la abolición del género
Nota II 〜 Contra el abolicionismo de género burgués, contra el liberalismo trans
Las disidencias sexuales y de género formaban una parte central de las comunidades de mujeres y personas queer obreras en la década de los cincuenta y sesenta en Estados Unidos, como puede apreciarse en los personajes que acompañan a Jess Goldberg en la novela Stone Butch Blues . Estos escenarios estaban a menudo organizados en torno a las identidades butch y femme, formas de expresión entretejidas dentro de las relaciones y deseos de las personas queer asignadas mujeres (O’ Brien). Fueron precisamente estas formas de masculinidades y feminidades queer y proletarizadas las que sufrieron los ataques de las corrientes más significativas de la política feminista de los años setenta. Michelle O’ Brien expone que “las vidas personales y públicas de las mujeres que se reconocían como feministas fueron sometidas a escrutinio y vigiladas, en tanto que el fracaso al exorcizar su masculinidad era comprendido como un obstáculo para la lucha feminista”. Holly Lewis argumenta que el objetivo de una gran parte del feminismo de segunda ola era liberar al cuerpo femenino de la idea de lo femenino. Así, “al basar la política en el dimorfismo sexual y reducir el género a la ideología (como falsa conciencia), las feministas radicales trans-excluyentes habían insistido de forma militante no sólo en que las mujeres trans no son mujeres, sino en el hecho que son los hombres más violentos de todos: hombres que están colonizando los cuerpos de las mujeres” (Lewis, H).
De esta suerte, los postulados del feminismo de segunda ola, al poner en el centro de su política una diferencia sexual ahistórica (y así dejar de cuestionar los intereses de clase detrás de la especificidad histórica de la misma), aportan un análisis de los porqués de la masculinidad y la feminidad, pero no pueden ofrecer una explicación para las condiciones bajo las que una persona rechazaría las enseñanzas prescriptivas de esa misma masculinidad y feminidad (Zazanis). En otras palabras, la mirada del feminismo radical no puede explicar la existencia de las personas trans y disidentes sexuales. Cualquier intento ahistórico de comprender la disidencia sexual se topará en vano y tantas veces haga falta con una misma piedra: la naturalización del sexo; y, con ella, la naturalización de las relaciones de dominación clasista. Al situar el origen de lo femenino en un a priori pre-clasista, este análisis ignora que “la feminización, comprendida como un proceso social de empobrecimiento, puede ser tratada como una categoría expansiva, que es definida por, pero no confinada a la categoría de mujer” (Cohen, Freedman, and Monk).
Ha llegado el fin de la mujer como la conocemos, se han conjurado en Santa jauría todas las potencias del Lobby Queer, Judith Butler y Soros, Irene Montero y Samantha Hudson, la industria farmacéutica y, cómo no, las guías de educación sexual de secundaria.
Asimismo, cuando se desprecia la historia, queda negada la política. Por ello, el discurso feminista trans-excluyente, lejos de tratarse de un proyecto político, no supone sino el enmascaramiento tras un lenguaje (aparentemente) secular de un discurso apocalíptico (Lewis, S): ha llegado el fin de la mujer como la conocemos, se han conjurado en santa jauría todas las potencias del Lobby Queer, Judith Butler y Soros, Irene Montero y Samantha Hudson, la industria farmacéutica y, cómo no, las guías de educación sexual de secundaria. No obstante, la pregunta de cuándo, por qué y bajo qué condiciones materiales surge la mujer como la conocemos, no parece venir nunca a colación en la liturgia radical. De este modo, la “abolición del género” que claman dichas feministas, no es que meramente quede en papel mojado, sino que, incapaz de derrocar las relaciones sociales capitalistas (cuya lógica naturaliza la reproducción social en sus cuerpos), se pervierte tornándose una vulgar súplica para regular y castigar desde el Estado burgués toda disidencia sexual y de género. Así, el abolicionismo de género burgués, al solo atender a las consecuencias presentes pero no a las causas históricas de la explotación de la mujer obrera, no se aleja tanto de las leyes represoras que durante el siglo XX llevaron a travestis, butch y maricas a los antros más oscuros de las comisarías, donde sufrieron vejaciones, palizas y abusos de todo tipo por simplemente ser y expresarse como deseaban, más allá de lo que su sociedad consideraba hombres y mujeres de verdad. En lo que respecta a la naturalización feminista radical del “sexo biológico”, Joni Cohen realiza en La erradicación de las abstracciones talmúdicas la siguiente crítica:
“Desnaturalizar el género al mismo tiempo que se naturaliza el sexo. Esto se traduce en una comprensión del sistema sexo/género para la cual el género es un constructo social (una abstracción), pero donde la naturalización del sexo queda reforzada. El género es, por tanto, histórico y mutable mientras que el sexo forma el subestrato natural y transhistórico sobre el cual queda escrito (el género). Gonzalez y Neton (Endnotes) argumentan que 'la transhistorización del sexo es análoga a una crítica reduccionista del capital, que sostiene que el valor de uso es transhistórico en lugar de históricamente específico al capitalismo'” (Cohen).
Finalmente, no quisiera concluir mi crítica a la reacción transexcluyente ―in nomine abolición del género― sin decir que, a pesar de anunciarse como política radical y gran baluarte contra lo “posmoderno”, la nostalgia por un tiempo pasado más ordenado (que nunca existió) guarda más anhelos en común con el fascismo que con la senda de la revolución que da forma al futuro.
Empero, el reaccionarismo transexcluyente también encuentra a su contraparte progresista en los concilios con el Estado burgués, su hermano gemelo (y menos demodé), el liberalismo trans. Nat Raha acuñó este término para referirse a la política trans que considera que la obtención de derechos dentro de la sociedad capitalista es la solución a nuestra opresión (sin cuestionar que las raíces de la misma brotan de las propias relaciones sociales capitalistas). Recientemente, esta política se ha servido de la adarga de una narrativa esencialista que denominaré Born this way. La narrativa Born this way fetichiza toda relación social de la economía política capitalista como un atributo natal del individuo. Si la lectora es vivaz, habrá notado que esta no deja de ser sino la forma actual de blindar lo que ya blindara la diferencia sexual desde su institucionalización: naturalizar las vicisitudes del capital como un atributo innato de los cuerpos. Mientras que en el siglo XIX la disidencia sexual suponía un error de la naturaleza, hoy en día es una parte más de la diversidad de la naturaleza humana. Sin embargo, en este tablero hay una ficha que nunca queda en jaque: la naturaleza misma.
¿Y si la emancipación de las personas trans no pudiese conquistarse mediante la garantía de derechos?
Alyson Escalante realizó a través de su Anti-manifiesto, así como de su posterior enmienda Beyond Negativity, una crítica certera a las demandas del liberalismo trans. Ella espetó que “las políticas trans actuales se han acomodado en la reivindicación de una identidad redentora que permita ser reconocidas por la sociedad liberal como sujetos de pleno derecho” (Escalante), y que “canalizar esta demanda de reconocimiento mediante el reconocimiento de las identidades personales de cada individuo como ontológicamente distintas, conlleva una sutil naturalización de las relaciones opresivas de poder y clase que generan la identidad en primer término” (Escalante). Asimismo, advertía que "la demanda de reconocer las identidades no binarias como igual de válidas que las categorías de 'hombre' o 'mujer' presuponía estas últimas como algo natural e inexpugnable” (Escalante). Frente al identitarismo boyante de las políticas LGTB neoliberales, Alyson maldijo: “Cada identidad, un nuevo eslabón”, comprendiendo que “las estructuras de género, bajo el capitalismo, siempre (te identifiques como te identifiques) comportan un ejercicio de violencia social” (Zazanis). En esta misma línea, Alana Portero escribió: “La detección y eliminación de la masculinidad fallida en una persona asignada hombre al nacer es una validación incontestable” (Portero).
Hay un aforismo que resuena con fuerza en las tribunas de la izquierda radical: los derechos trans son derechos humanos. No hay consigna que pueda epitomizar mejor la orientación política del liberalismo trans como reivindicación de una mayor representación de las disidentes sexuales en la gestión del Capital. Frente a la mascarada burguesa, Jules Gleeson y Elle O’ Rourke nos plantean en la introducción de la venidera compilación de Transgender Marxism: “¿Y si la emancipación de las personas trans no pudiese conquistarse mediante la garantía de derechos?”.
Nota III 〜 Aufhebung: cuando la autodeterminación aviene la abolición
Elizabeth Duval advertía, en una presentación de su último ensayo, que el debate en torno a la ley trans en el Estado español ha encontrado un callejón sin salida, al articular sus demandas con el Estado (burgués) a través de términos que se oponen al mismo: abolición y autodeterminación, ambos de acervo revolucionario. Dichas demandas, separadas de una mirada totalizadora y superadora del capitalismo, pierden su razón de ser y sólo pueden dar lugar a desenlaces políticos transfóbicos, neoliberales y, en el mejor de los casos, baladíes. En lo que respecta a la autodeterminación, se hace necesaria la ruptura con el concepto burgués de libertad. La libre elección burguesa estructura la trasnochada parodia de la reacción “anti-posmoderna” contra las personas queer y trans:
“Así el género pasaría de ser una construcción social que determinaría al sexo, (...) a una elección que los individuos realizarían libremente y que incluso podría ser cambiante por periodos y no se limitaría a la expresión cultural en sociedad del hombre o la mujer, sino a decenas de géneros que, como productos, el consumidor elegiría según sus apetencias” (Bernabé).
Karl Marx, en el pasaje inicial del Dieciocho Brumario de Louis Bonaparte, presenta una concepción de la libertad y la agencia mucho más fértil para abordar la cuestión de la autodeterminación trans, opuesta a su expresión burguesa:
“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (Marx).
No obstante, dicha cita no puede entenderse si no es de la mano de la tercera de las Tesis sobre Feuerbach que dice:
“La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ejemplo, en Robert Owen) La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria” (Marx).
En esta misma línea, Michelle O’ Brien sostiene que “la autodeterminación no consiste en decisiones individuales, sino que radica en comunidades, clases y naciones tomando el control de su propio destino de las garras de la dominación del capital, así como de su violencia estatal y colonial”, recalcando que hablar de autodeterminación es, en última instancia, hablar de revolución (O’ Brien). Cabe considerar, por otra parte, que una de las principales críticas de la reacción transexcluyente a la autodeterminación trans versa que ésta se contradice con una política abolicionista del género. A este respecto, la propuesta para comprender el concepto de abolición que este texto pone sobre la mesa permite recuperar una interesante perspectiva.
Filosofía
Marxismo, interseccionalidad y la trampa de la unidad
A mi parecer, una de las mayores fortunas que el marxismo puede aportar al debate reinante en torno a la cuestión trans es la sustitución del concepto de abolición, tal y como se plantea desde el feminismo de segunda ola, por una concepción comunista de la abolición en clave de Aufhebung (superación). Esta mirada de la abolición como Aufhebung, como un proceso expansivo y superador de lo viejo, es la que sostiene Alexandra Kollontai cuando plantea a la Zhenotdel las formas que deberá tomar la abolición comunista de la familia. En primer lugar, sostuvo que la familia capitalista ya no era una forma social operativa, pues “hubo un tiempo en que la mujer de la clase pobre, tanto en la ciudad como en el campo, pasaba su vida entera en el seno de la familia. La mujer no sabía nada de lo que ocurría más allá del umbral de su casa y es casi seguro que tampoco deseaba saberlo. En compensación, tenía dentro de su casa las más variadas ocupaciones, todas útiles y necesarias, no sólo para la vida de la familia en sí, sino también para la de todo el Estado” (Kollontai), mas “cuanto más se extiende el trabajo asalariado de la mujer, más progresa la descomposición de la familia” (Kollontai). Tal y como afirma Alyson Escalante, tanto Marx como Kollontai rechazaban la posibilidad romántica de regresar a las viejas formas de familia, pues el capitalismo mismo había destruido esa posibilidad (Escalante). Así, la pregunta hacia la que apuntaba el cambio revolucionario, y que Kollontai canalizó en El comunismo y la familia, era la siguiente: ¿qué formas de crianza y parentesco debe endosar la sociedad comunista? La respuesta que Kollontai ofrece es la de la comunización (si bien aún en germen) del trabajo y el cuidado que el capitalismo confinaba en la familia, una “gran familia universal de trabajadores” (Kollontai) que expanda la reproducción social mucho más allá de la esfera doméstica. Así, la propuesta abolicionista no consiste en una mera destrucción de lo existente, ni en un regreso a un tiempo e instituciones pasadas, sino que expande el potencial humano más allá de los límites capitalistas.
Alyson Escalante expresó que “la lucha por la abolición del género no puede separarse de la lucha por el comunismo.” De esta suerte, yo quisiera proponer que las consecuencias políticas que se persiguen mediante la demanda de la autodeterminación trans, así como de la llamada “abolición del género”, deben replantearse como totalizadas en la lucha comunista por la abolición (Aufhebung) de la familia como “institución vicaria de las capacidades humanas” (Belinsky); que conlleva la reorganización del trabajo reproductivo, incluyendo la crianza, bajo una base completamente nueva (Belinsky). La total comunización de la reproducción social desbordando todos los fogones burgueses. En lo que atañe a esta cuestión, La Forja escribían en su brillante texto de La emancipación de la mujer y la revolución proletaria:
“Si bien es cierto que el desarrollo de las fuerzas productivas, durante la historia de la sociedad de clases, ha puesto en la picota la economía doméstica y que el capital, gracias al maquinismo, ha utilizado esto para empezar a incorporar a la mujer al mundo del trabajo, y que todo esto significa el primer paso para su emancipación, también decimos que es insuficiente y que es necesario dar el segundo paso, que consiste en destruir la familia monogámica. Como la familia proletaria expresa un nuevo contenido en las relaciones sexuales (...) sólo queda terminar con lo que aún lo mantiene: el capitalismo” (La Forja).
Debe quedar claro a la lectora que no podemos volver atrás, a una época donde los límites entre el hombre y la mujer eran menos difusos, donde no existían personas que se identificaran como no binarias, donde las personas no podían transitar hormonalmente, donde el capitalismo no podía asimilar estas disidencias dentro de sus circuitos de producción, circulación y reproducción social. Por mucho que a algunos “revolucionarios” les pese, esto es una lucha política y no un estribillo de Karina. No obstante, el comunismo sí puede ofrecer una esperanza a las personas trans y es la de que “así como el hombre, la mujer no es sino un conjunto de relaciones sociales históricamente conformadas y cambiante en función de las variaciones de la sociedad en su proceso de desarrollo; la mujer es, pues, un producto social y su transformación exige la transformación de la sociedad” (Adrianzen). Esta misma transformación de la sociedad superará las formas en que la familia monogámica capitalista ha regulado durante siglos la masculinidad y la feminidad, abriendo camino hacia una vida comunista que permita florecer a todas las personas, desde una autonomía corporal insólita ―mucho más allá de lo que hogaño entendemos por queer o trans― que simplemente no conocemos a día de hoy, pero por la que merece la pena luchar.
- La tercera y última parte de este trabajo será publicada el próximo 14 de junio.
- La revista Catarsi ha publicado el texto en catalán.
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