Cine
Los atajos de la poligamia son chungos
Las películas francesas Dobles vidas y Un hombre fiel coinciden en la cartelera para brindar dos visiones de cómo afecta la curiosidad en el amor.

A Olivier Assayas le da por jugar con sus personajes como hámsters en una caja. Raro es que no se acuesten todos con todos. En Dobles vidas, el francés dirige y guioniza a un reparto de consagrados compatriotas como Guillaume Canet, en el personaje de Alain, y Juliette Binoche, en el de Selena. Ambos forman un matrimonio bien avenido que se enreda por la crisis de la mediana edad, haciendo bueno el refrán de otro vendrá que bueno me hará.
La infidelidad es un arma de doble filo y lo comprueban en distancias cortas. Alain es un editor cuarentón que ama a su mujer, pero le atrae su joven compañera de trabajo Laure (Christa Théret); con inquietudes más cercanas, les apasiona una industria sin rumbo por el 'e-book' dando bandazos. Por otra parte, Selena es actriz en una famosa serie de televisión y se siente estancada porque el reconocimiento llegó en un tren tardío, tras cumplir los 50.
El embrague de ese matrimonio es Léonard (Vincent Macaigne), escritor amigo de ambos y que no halla inspiración fuera de su propia rutina. Más radical que Alain, y por tanto más frustrado con el paso de los años, Léonard vive con su novia Valérie (Nora Hamzawi); pero la relación hace aguas y él busca un reemplazo, como respuesta a su dependencia casi patológica de las mujeres. Así, los cinco protagonistas vuelcan muchos traumas en el sexo y pasan de puntillas por el amor.
La promoción de esta comedia ha invocado a Woody Allen, quizá por la trama sin tapujos y el tono mordaz, pero Dobles vidas desprende más sobriedad que las recientes obras allenianas. Se ve a la legua un fuerte contraste entre la actitud de Alain y la de Léonard, y además la neura no se propaga, como sí es costumbre en las cintas de Allen. Son solo dos muestras del billón de matices, pero con ellos se ve que Assayas hila fino sin usar estridencias.
No se recuerda fácilmente una escena de manipulación tan sibilina como la que abre aquí el tercer acto, con Canet al saque y Binoche al resto. Solo por eso ya merece la pena ver este filme, que en 2018 compitió por el León de Oro veneciano junto con Van Gogh, a las puertas de la eternidad, Roma, First Man, Los hermanos Sisters, Suspiria y La favorita, entre otros títulos de postín en el festival que daba el pistoletazo de salida a la anterior temporada de premios.
Garrel, entre lo ideal y lo banal
Desde entonces, Dobles vidas se ha cruzado en más de un camino con Un hombre fiel y ahora incluso comparten cartelera. Se trata de una cinta dirigida y coguionizada por Louis Garrel, con él mismo de protagonista junto a Laetitia Casta y Lily-Rose Depp. El tono de los tres en cada conversación es más pausado y profundo, como si sus sentimientos fueran más desgarradores que en la peli de Assayas. Y hay más primeros planos y más planos detalle, con propósito de ganar intimismo.
No en vano, Garrel ha trabajado bajo las órdenes de Bernardo Bertolucci (Soñadores, 2003) y de Michel Hazanavicius (Mal genio, 2017), por lo que de forma involuntaria ha mamado de dos estilos de altísima reputación. En Un hombre fiel, el personaje de Marianne (Casta) deja a su novio Abel (Garrel) para casarse con Paul, su mejor amigo y padre del hijo que está esperando. Pero ocho años después, Paul muere y entonces Abel retoma su relación con Marianne inmerso en un mar de dudas.
Eso provoca los celos del hijo de Marianne y especialmente de Eve (Depp), hermana del difunto y enamorada en secreto de Abel desde la adolescencia. Su obsesión se extiende como una mancha de aceite y Marianne no ve con malos ojos la poligamia, como cierta estrategia de redención respecto a su anterior etapa con Abel. Y en esa situación consentida se desarrolla la trama, la cual envuelve al espectador con recursos como la voz en 'off' de los protagonistas.
La juventud de Eve hace que sea inestable e impulsiva, que su corazón le juegue una mala pasada y que la rutina de Abel acelere o frene, según conveniencia. Por contra, la madurez y entereza de Marianne es su mayor anhelo, pero entra en conflicto consigo mismo porque quiere llevar las riendas de una relación que jamás será domesticada. Abel discurre entre la idealización y la banalización, aunque sin saber hasta el final si él es parte de la solución o del problema.
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