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‘El colapso’, y sus críticos
¿Hubiera sido mejor o más interesante El colapso de habernos mostrado, pongamos por caso, cómo la aldea del cuarto episodio consigue convertirse en una comuna y puede funcionar con una relativa normalidad bajo un sistema asambleario?

El colapso (Les Parasites, 2019) comenzó a emitirse en Francia a finales del año pasado en Canal+, pero Filmin, con buen olfato, la ha relanzado recientemente aprovechando la pandemia de covid-19, las medidas contra la cual han estrangulado las cadenas de suministro globales, provocando cuellos de botella en la producción y el desabastecimiento temporal de algunos productos, limitado la movilidad y ocasionado pérdidas económicas de dos dígitos en el PIB de la mayoría de economías industriales.
Con ocho capítulos de una duración de alrededor de veinte minutos, El colapso no tiene una exactamente trama (aunque algunos de los personajes de un episodio reaparecen en otro), sino que cada capítulo presenta una escena de una Francia que ha entrado en un colapso civilizatorio por un evento que nunca se muestra ni se describe con claridad, pero que está relacionado con la crisis medioambiental y el agotamiento de los recursos.
Salvo el último episodio, ambientado cinco días antes del colapso del título, cada capítulo se centra en un escenario (un supermercado, una gasolinera, una central nuclear) en un desarrollo progresivo (el título de cada capítulo viene acompañado de un marcador que señala los días transcurridos desde el hecho que desencadena los acontecimientos), filmado, en un tour de force, en un solo y angustioso plano secuencia.
Por su planteamiento y realización, El colapso ha recibido críticas positivas en Francia. La recepción en España ha sido, en cambio, dispar: la prensa se ha hecho eco de ella con su característica fascinación superficial, mientras que, desde las redes sociales, muchos comentaristas, aun sin haber visto la serie completa, la han acusado de reflejar una concepción del mundo hobbesiana (“el hombre es un lobo para el hombre”) e incluso “fascista” o “lepenista”. Una acusación, esta, cuando menos extraña teniendo en cuenta que dos de los dos personajes retratados más negativamente por su hipocresía y falta de escrúpulos son el matrimonio formado por Laurent Desmarest (Thimbault de Montalembert) y Sofia Desmarest (Lubna Azabal), esta última ministra de Medio Ambiente. Como siempre, es difícil valorar si este tipo de críticas no surgen más que como reacción a la amplia cobertura en los medios, pero revelan en cualquier caso más de los propios críticos que de la obra criticada.
La condena al supuesto pesimismo antropológico de la serie, y a su todavía más supuesto “fascismo”, es quizá lo que más llama la atención
La condena al supuesto pesimismo antropológico de la serie, y a su todavía más supuesto “fascismo”, es quizá lo que más llama la atención, puesto que otra producción reciente, el documental Planet of the Humans (Jeff Gibs, 2019), ha sido objeto de acusaciones similares y ha llegado a ser tachado de “supremacista” por indicar que el crecimiento de la población mundial podría llegar a suponer un problema para la sostenibilidad ecológica. Tales críticas no son nuevas, pero reflejan un retroceso de posiblemente más de tres décadas en el campo teórico de la izquierda y el movimiento ecologista, ya que si el El colapso o Planet of the Humans son “fascistas”, habrá que colegir que también lo son otros ecologistas críticos como Wolfgang Harich o Elmar Altvater, quienes advertían de cosas muy parecidas a las que aparecen en la serie o el documental. En este sentido, entre las críticas positivas en España, no ha pasado desapercibida la mención en el último capítulo a Los límites del crecimiento, el informe del Club de 1972 que motivó un profundo debate del que todavía nos llegan ecos.
El colapso presenta un mundo en el que sus protagonistas —la mayoría, al menos— se mueven por criterios egoístas, aseguran sus críticos. ¿Pero qué otro tipo de mundo podrían presentarnos después de tres décadas de hegemonía del pensamiento neoliberal y la palpable fragmentación y limitada influencia social de los movimientos que se oponen a él? ¿Existe ahora, en Europa, una organización política o sindical estructurada capaz de hacer frente a este estado de cosas o que cuente como mínimo con un número suficiente de militantes y simpatizantes lo necesariamente preparados y motivados? ¿Por qué una fatalidad histórica habría de hacer florecer de manera natural el altruismo de nuestros congéneres, más aún en un escenario de escasez de recursos y alternativas políticas?
No solo lo han dejado entrever algunas de las imágenes de algunos países que hemos visto estos últimos meses en los medios relacionadas con la pandemia, ya sea en las compras compulsivas y a la carrera en supermercados o en forma de declaraciones que traslucen una evidente irresponsabilidad colectiva, sino que también mucho antes, como apuntó en su día Elmar Altvater en El fin del capitalismo tal y como lo conocemos (El Viejo Topo, 2012), fuimos testimonios de cómo “el caos anárquico cuando la sociedad es sacudida mediante un shock externo y la escasez de petróleo es algo que los ciudadanos estadounidenses afectados por los huracanes Katrina y Rita hubieron de experimentar en septiembre de 2005”. “Los millones de telespectadores pudieron hacerse una idea de lo que ocurre cuando se disuelve la congruencia de capitalismo, fosilismo y modo de vida occidental porque el suministro de petróleo queda interrumpido”, escribía allí Altvater.
De la necesidad de recurrir a medidas extraordinarias surge uno de los rasgos más controvertidos e incómodos de la obra del otro autor mencionado, Wolfgang Harich: su defensa del autoritarismo. Para el autor de ¿Comunismo sin crecimiento?, el estado de cosas forzaría en algún momento a las sociedades a “distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural, o hasta que habrá que despertar o intensificar”, pero también “otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas”.
En una entrevista posterior publicada en 1979 en el semanario Der Spiegel y recientemente traducida por Contra el diluvio, Harich seguía “manteniendo que hay parámetros de alcance global que solo pueden resolverse con un poder centralizado” y que este “debe contar con plenos poderes dictatoriales”, pero matizaba que este poder centralizado debería recaer en una “ONU transformada por una revolución mundial y unificada”. “No soy un sádico”, aclaraba el filósofo, “no me gustan las dictaduras duras, no me despiertan ninguna simpatía”. “Únicamente anticipo que si todo sigue como hasta ahora —continuaba—, entonces revertir las consecuencias solo será posible con una tiranía terrible temible” y “la única alternativa será entonces la autodestrucción en libertad, democracia y economía de mercado o un golpe de timón con medidas muy duras”.
Utopía vs Distopía
De El colapso también se ha criticado su carácter desesperanzador, falto de alternativas. Ahora bien, ¿por qué razón deberían sus autores presentarlas? El giro final de otra serie reciente y también muy celebrada en España, Years and Years (Russell T. Davies, 2019), se antojaba por ese mismo motivo como inverosímil y precipitado, y menos aún planteó nadie algo así tras el estreno de El tiempo del lobo (Michael Haneke, 2003), por citar una película con la que El colapso comparte el mismo tema y aproximación.
Los críticos se amparan en la máxima de Fredric Jameson de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Amparados en eso y en verdad nada más: así se anulan las obvias diferencias entre un cine de ciencia ficción y catástrofes comercial —con sus espectaculares y catárticas escenas de destrucción urbana, énfasis en las fuerzas militares para restaurar el orden, etcétera— y una producción que tiene otros objetivos. Quizá las “islas autosuficientes” que aparecen en El colapso no sean por ahora más que una excentricidad para millonarios, pero el conocido caso de Brasil nos muestra cómo la burguesía puede recluirse en verdaderas “islas demográficas”, gated communities protegidas por murallas de seguridad, cámaras de videovigilancia y guardias privados armados, con un generoso acceso a productos suntuarios, todo ello mientras al otro lado del muro los más pobres tratan de sobrevivir en la economía informal en unas calles plagadas de violencia de las que las fuerzas y cuerpos de seguridad se han retirado.
Los críticos de El colapso parecen así pedir a los creadores de la serie que echen mano de recursos narrativos hace tiempo desechados. En una citada carta a la escritora Margaret Harkness fechada en abril de 1888, Friedrich Engels celebraba que Harkness no hubiera escrito una ‘novela de tesis’ (Tendenzroman) y defendía que “cuanto más permanezcan escondidas las opiniones del autor, mejor para la obra”.
“El realismo al que aludo puede destacarse aun a pesar de las opiniones del autor”, explicaba Engels a Harkness al señalar como ejemplo la obra de Balzac, a quien consideraba “un maestro del realismo mucho mayor que todos los Zolas, passés, présents et a venir”. En La comedia humana, a juicio de Engels, Balzac “proporciona una historia espléndidamente realista de la ‘sociedad’ francesa, especialmente de le monde parisien, describiendo, en forma de crónica, prácticamente año por año desde 1816 a 1848, cómo la burguesía ascendiente se abría poco a poco paso en la sociedad aristocrática”.
Aunque “Balzac era políticamente legitimista, su mejor obra es una elegía constante a la inevitable decadencia de la buena sociedad, sus simpatías están plenamente con la clase condenada a la extinción”, y “estaba obligado a ir contra sus propias simpatías de clase y prejuicios políticos, viendo la necesidad de la caída de sus nobles favoritos, y los describió como personas que no merecían un destino mejor”.
¿Hubiera sido mejor o más interesante El colapso de habernos mostrado, pongamos por caso, cómo la aldea del cuarto episodio consigue convertirse en una comuna y puede funcionar con una relativa normalidad bajo un sistema asambleario? Sin necesidad de ir más lejos del libro de Altvater ya nombrado, el economista alemán criticaba allí, de la mano de Ernst Bloch, las “utopías abstractas” de quienes “se limitan a confrontar la realidad con una imagen de lo bello y lo mejor sin mostrar cómo puede desarrollarse en concreto la utopía de las condiciones sociales existentes y qué sujetos y qué prácticas se ocupan de su desarrollo”.
No por repetido deja de ser cierto: los proyectos de justicia social surgen de las prácticas de resistencia, no de los diseños en mesas de escritorio. El colapso nos permite asomarnos al abismo, nada más. No es poco. Es nuestra tarea evitar caer en él.
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