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En su novela The Nigger Factory (Cannon Gate, 1996), el músico Gil Scott-Heron narra la historia de un líder estudiantil que en los años 60 tiene que hacer frente a un sistema universitario pensado para blancos.
El protagonista, inicialmente apoyado por el resto de estudiantes afroamericanos, lucha contra las barreras que encuentra en la universidad tras la presunta equiparación en derechos de Kennedy. Un nuevo fenómeno, universidades gueto para negros frente a las universidades de blancos, marcadas por fronteras invisibles pero notorias, comienza a aparecer.
En esta lucha, planteada inicialmente desde la reforma, encuentra la fuerte crítica de un grupo creciente de estudiantes negros que cuestionan el posibilismo reformista de la comunidad y denuncian su función apaciguadora del conflicto. Se bautizan MJUMBE, Members of Justice United for Meaningful Black Education, algo así como Miembros de la justicia unida por una educación significativa negra, haciendo un juego de palabras con “mjumbe”, que en swahili significa mensaje.
Surge de este modo una interesante dualidad en el seno del Movimiento por los Derechos Civiles entre una estrategia reformista, consistente en ganar batallas que transformen la realidad paso a paso —lo que hoy llamamos con el palabro “posibilismo”, hacer lo que es posible aceptando el marco institucional—, y la idea de que solo la revolución podrá permitir cambios reales, puesto que la senda de las reformas puede ser una quimera que perpetúe la desigualdad racial mediante señuelos.
La novela es reflejo del profundo debate en que vivía la comunidad negra en una época en que los salones afroamericanos estaban presididos por el retrato de Martin Luther-King o por el de Malcolm X, dos mártires que podrían encarnar una y otra posición frente al racismo.
Conviene contextualizar el relato para entender la novela. En 1972, año en que se publicó por primera vez, buena parte de la policía de Estados Unidos desafiaba la recién estrenada igualdad en derechos con una gran represión racial camuflada en lo cotidiano del patrullaje policial. En realidad, había cuerpos policiales campando sin control y sus filas eran permeables a terroristas supremacistas.
Aquellos mandos que podían estar comprometidos con la equidad racial —y con la Ley— no podían impedirles patrullar y no disponían de herramientas para controlar a sus subordinados, máxime cuando la Justicia tenía esa misma inercia racista y la palabra del policía blanco prevalecía frente a la del negro.
Todo ello alimentaba la estrategia de los supremacistas y del decadente pero todavía poderoso Ku Klux Klan: incendiar hasta el último rincón de convivencia provocando un conflicto interracial, a la espera de que la reacción afroamericana sumase blancos a su discurso y que los negros la tomaran con aquellos blancos que, desde el legislativo y el ejecutivo, defendían la igualdad racial acusándoles de hipócritas.
Esta estrategia incendiaria de los supremacistas se nutría de un entramado que contaba con importantes bufetes de abogados ultraconservadores, jueces y fiscales corruptos y periodistas sin escrúpulos que en plena ebullición de los tabloides desafiaban con su sensacionalismo la influencia de la rigurosa prensa anglosajona.
Los abogados llegaban de la mano de importantes donantes, a menudo los miembros más extremistas del Partido Republicano, reticentes a los cambios introducidos por los demócratas fieles a Kennedy, mientras que los periodistas lo hacían a cambio del acceso a filtraciones o de distinciones policiales que avergonzarían a cualquier informador serio. Todos se ocupaban de perseguir a los blancos traidores mediante querellas y de amedrentarlos con informaciones procedentes de fuentes tóxicas.
Los supremacistas, en su afán por destruir los logros del Movimiento por los Derechos Civiles, celebraban las reacciones violentas de respuesta por parte de los afroamericanos tanto como las iniciativas violentas de sus seguidores. Solo así podría caer la frágil legislación que equiparaba en derechos y al legislador que tratase de ampararlos.
Sin embargo, hay un elemento clave que ha permitido avanzar en la lucha contra la represión policial que afecta a la comunidad negra en Estados Unidos: la libertad de expresión.
El mismísimo alcalde de Los Ángeles en 1992, Tom Bradley, puso el grito en el cielo contra los abusos policiales tras la absolución de los cuatro policías que aquel año torturaron a Rodney King en una paliza que pudo ver el país entero en sus televisiones, como puede verse en el documental L.A.92, de la nada sospechosa productora National Geographic. El mismo presidente Obama reconoció que los abusos policiales contra negros existen tras los disturbios de agosto de 2014 en Ferguson provocados por el asesinato de un adolescente afroamericano.
Salvando las distancias, que son muchas, en Madrid en 2018 cualquier relato o explicación distinta de la versión policial de lo ocurrido en Lavapiés en la última semana está sujeta a la amenaza de querellas y escarnios mediáticos que se producen en sospechosa armonía.
La degradación de los derechos civiles en España es tal que cualquier alusión a otra verdad puede sentarte frente a un juez.
The Nigger Factory ofrece respuestas.
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Hay que hacer cumplir la ley, nos guste o no. Si la ley establece que puedo violar, y luego pedir una indemnización a la víctima por no haberse dejado hacer, así debe ser. En Arabia Saudí lo tienen muy claro. Tomemos ejemplo y cumplamos la ley como un buen y sumiso ciudadano.
Salvando las distancias, dice. Qué poco habéis vivido vosotros, desde un ordenador con conexión a internet os créeis que lo habéis visto todo. Brutalidad policial es un término del que no podéis opinar ni aunque viváis cien años, no os queda nada que aprender y vivir, panda payasos.
Habría que hacer limpieza en la policía para que se defiendan de una vez los ddhh